Las trompetas de todos los ejércitos de Takhisis sonaron en respuesta, sumándose a los agudos toques de los cuernos de diversos escuadrones, fundiéndose en una estruendosa, ensordecedora melopea guerrera. Con un clamor de voces que debió de sacudir los cimientos de la torre, el ejército de Takhisis se lanzó al ataque.
4
Una discusión entre viejos amigos. Sturm Brightblade pide un favor
Al filo del alba, Tanis el Semielfo subió la escalera que conducía a las almenas próximas a la torre central, no muy lejos del lugar donde la sangre de Sturm Brightblade teñía las piedras de la muralla. Pronto ocuparía su posición aquí, pero no llamó a sus tropas para que se unieran a él. Todavía no. Tanis había elegido este sitio concreto deliberadamente. Percibía la presencia de su amigo, y, en este momento, necesitaba sentirlo cerca.
El semielfo estaba cansado; había pasado despierto toda la noche, reunido con sir Thomas y los otros comandantes, intentando encontrar un modo de lograr lo imposible: vencer a un enemigo infinitamente superior en número. Hicieron planes, buenos planes. Luego salieron a las almenas y vieron a los ejércitos de la oscuridad, iluminados profusamente, ascender por la ladera de la colina como una marea creciente de muerte.
Al garete los buenos planes.
Tanis se sentó con pesadez en el suelo de piedra de la muralla, echó la cabeza hacia atrás, y cerró los ojos. Sturm Brightblade estaba en pie frente a él.
El semielfo veía al caballero claramente, con su anticuada armadura, la espada de su padre en las manos, plantado en el mismo punto de las almenas en el que ahora descansaba Tanis. Cosa curiosa, al semielfo no lo sorprendió ver a su viejo amigo. Parecía lógico y oportuno que Sturm se encontrara allí, recorriendo las almenas de la torre por la que había dado su vida defendiéndola.
—No me vendría mal un poco de tu valor, viejo amigo —dijo Tanis en voz queda—. No podemos vencer. Es inútil. Lo sé. Sir Thomas lo sabe. Los soldados lo saben. ¿Y cómo podemos seguir adelante sin esperanza?
—A veces la victoria acaba siendo una derrota —repuso Sturm Brightblade—. Y la victoria se consigue mejor con la derrota.
—Tus frases son enigmas que no acierto a descifrar, amigo mío. Habla con claridad. —Tanis buscó una postura más cómoda—. Estoy demasiado cansado para jugar a las adivinanzas.
Sturm no respondió enseguida. El caballero paseó por las almenas, se asomó por el borde de la muralla y contempló fijamente el vasto ejército que se iba concentrando en las inmediaciones de la torre.
—Steel está ahí abajo, Tanis. Es mi hijo.
—Así que está aquí, ¿eh? No me sorprende. Al parecer, fracasamos. Ha entregado su alma a la Reina Oscura.
Sturm se volvió para mirar de frente a su amigo.
—Vela por él, Tanis.
El semielfo resopló.
—Me parece que tu hijo puede cuidar de sí mismo estupendamente, amigo mío.
—Lucha contra un enemigo infinitamente más fuerte que él. —Sturm sacudió la cabeza—. Su alma no está del todo perdida, pero, si no sale victorioso de esa lucha interna, lo estará. Vela por él, amigo mío. Prométemelo.
Tanis estaba perplejo, turbado. Sturm Brightblade rara vez pedía un favor.
—Haré cuanto pueda, Sturm, pero no lo entiendo. Steel es un servidor de la Reina Oscura. Ha rechazado todo aquello que intentaste hacer por él.
—Milord...
—Si quisieras explicármelo...
—¡Milord! —Alguien lo sacudió por el hombro.
Tanis abrió los ojos y se incorporó bruscamente.
—¿Qué? ¿Qué sucede? —Echó mano a la espada—. ¿Es la hora?
—No, milord. Siento haberos despertado, pero necesito saber vuestras órdenes.
—Sí, desde luego. —Tanis se puso de pie despacio, con los músculos entumecidos. Echó un rápido vistazo a su alrededor. No había nadie más en las almenas, sólo este joven caballero y él—. Lo siento, debo de haberme quedado dormido.
—Sí, milord —asintió cortésmente el caballero—. Estabais hablando con alguien.
—¿De veras? —Tanis sacudió la cabeza intentando librarse del aturdimiento que enturbiaba su cerebro—. He tenido un sueño la mar de extraño.
—Sí, milord. —El joven aguardó, pacientemente.
Tanis se frotó los ojos, irritados por el cansancio.
—Bien, ¿qué me preguntabas?
Prestó atención a las palabras del joven caballero, respondió y siguió con sus obligaciones; pero, cada vez que se hacía un silencio, podía oír una palabra pronunciada quedamente:
Prométemelo...
Despuntó el alba, pero la luz del sol sólo trajo un mayor pesimismo. Desde lo alto de las murallas, los defensores de la torre vieron cómo el mar de oscuridad que había surgido de la noche estaba a punto de abatirse sobre ellos como una gigantesca ola de sangre. Se propagó la noticia de que la fuerza desplegada contra los caballeros era ingente. Se oía a los comandantes ordenar ásperamente a sus hombres que guardaran silencio y mantuvieran sus posiciones. A no tardar, los únicos sonidos que se escuchaban eran las llamadas de los dragones plateados que sobrevolaban la torre, lanzando gritos desafiantes a sus parientes azules.
Los caballeros se prepararon para el ataque, pero éste no se produjo.
Pasó una hora, y luego otra. Desayunaron en sus puestos, con el pan en una mano y la espada en la otra. Los ejércitos agrupados allá abajo no hacían ningún movimiento, salvo incrementar su número.
El sol subió más y más; el calor se hizo insoportable. Se racionó el agua. El arroyo de montaña que antes corría por el acueducto de la Espuela de Caballeros casi se había secado y ahora no era más que un hilo de agua. Algunos de los hombres que estaban en las murallas, las armaduras calentándose bajo el ardiente sol, se desplomaron al perder el conocimiento.
—Creo que podríamos hervir el aceite sin necesitar fuego —comentó sir Thomas a Tanis en uno de los muchos recorridos de inspección que hizo el caballero.
Señaló el enorme caldero lleno con aceite hirviente, listo para ser volcado sobre el enemigo. El calor del fuego obligaba a todos a mantenerse alejados, a excepción de los que tenían la onerosa tarea de alimentar las llamas. Se habían quitado armaduras y ropa, quedándose desnudos hasta la cintura, pero sudaban copiosamente.
Tanis se enjugó el rostro.
—¿Qué crees que trama Ariakan? —preguntó—. ¿A qué espera?
—A que nos pongamos nerviosos y perdamos el valor —contestó Thomas.
—Pues le está dando resultado —dijo Tanis con amargura—. Que Paladine se apiade de nosotros. ¡Jamás había visto un ejército tan grande! Ni siquiera durante la guerra, en los últimos días antes de la caída de Neraka. ¿Cuántas tropas crees que tiene?
—Sólo Gilean lo sabe —repuso Thomas—. Es inútil intentar calcularlo. «Cada hombre contado con miedo es un hombre contado dos veces», como reza el dicho. Tampoco es que importe mucho.
—Tienes razón —se mostró de acuerdo Tanis—. No importa en absoluto. —Iba a preguntar cuánto tiempo pensaba que la torre podría resistir, pero comprendió que eso tampoco importaba mucho.
La llamada de una trompeta hendió el aire.
—Ahí vienen —dijo Thomas, que se marchó rápidamente para situarse en su puesto de mando, en una de las balconadas que se asomaba a los jardines, en el sexto nivel.
Tanis soltó un suspiro de alivio, y vio ese mismo alivio reflejado en los semblantes de los hombres que estaban a su mando. La acción era mucho mejor que la terrible tensión de la espera. Los hombres olvidaron el espantoso calor, olvidaron su miedo, olvidaron su sed, y se situaron en sus puestos con prontitud. Por fin podían relajarse, dejar que las cosas siguieran su curso; su suerte estaba en manos de Paladine.
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