Margaret Weis - La Guerra de los Dioses

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Palin y Tas cruzan el Portal y entran en el Abismo, donde aguarda Raistlin para llevarlos a presenciar un acontecimiento extraordinario: la asamblea de los dioses. En ella, Paladine accede a la petición de la Reina Oscura y de Gilean, que consiste en retirar los dragones del Bien para que los Caballeros de Takhisis se alcen con la victoria y unifiquen bajo un mando único todas las fuerzas de las distintas razas. De esta manera podrán afrontar la lucha contra Caos y evitar la destrucción de Krynn y de todo lo creado.
La Torre del Sumo Sacerdote cae en manos de las fuerzas de la Oscuridad por primera vez en la historia y el dominio absoluto de Ariakan se extiende rápidamente por Ansalon. Entre tanto, Steel Brightblade va a ser ajusticiado por haber dejado escapar a su prisionero, Palin Majere. En la posada El Último Hogar, Caramon y Tika tiene la alegría de volver a ver a su hijo, a quien creían muerto. Pero el joven Palin llega acompañado de un visitante inesperado: Raistlin Majere, quien ha vuelto al plano mortal para ayudar en la batalla contra Caos.

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Aturdido, sin acabar de creer que seguía vivo, Steel permaneció inmóvil. Ariakan tuvo que hacer dos veces un ademán antes de que el caballero se percatara y se aproximara para recuperar su arma.

Lord Ariakan señaló la espada, con cuidado de no tocarla. Tenía la palma de la mano derecha con ampollas e inflamada, como si hubiese agarrado un hierro al rojo vivo.

—Recoge tu arma, caballero guerrero. Tienes la oportunidad de restaurar tu honor en esta batalla, para que así tu alma pueda presentarse ante nuestra reina con orgullo, y no arrastrándose ante ella.

—Os lo agradezco, milord. —La voz de Steel estaba ronca por la emoción. Cogió la espada reverentemente, y la metió en la vaina.

—Sin embargo, debo pedirte que te quites las espuelas —dijo Ariakan—. Se te despoja de rango y título. Te pongo al mando de una compañía de infantería. Tendrás el honor de dirigir la carga contra la puerta principal.

Steel levantó la cabeza y sonrió. Dirigir la carga, combatir a pie, el primero en entrar en la torre, el primero en enfrentarse a la resistencia más recia de las defensas del enemigo. Sería uno de los primeros en morir. Ariakan le estaba haciendo un gran favor.

—Entiendo, milord. Gracias. No os defraudaré.

—Regresa a tu garra de momento, Brightblade. Ocuparás tu nuevo puesto por la mañana. Puedes marcharte, a menos que tengas algo más que decirme.

Una vez más, Ariakan le estaba ofreciendo una oportunidad.

En ese momento, Steel deseó desahogarse; pero sabía que, si lo hacía, el orgullo y el afecto que su señor sentía por él se convertirían en cólera y amarga decepción.

—No, milord. No tengo nada más que decir, salvo daros de nuevo las gracias.

Ariakan se encogió de hombros. Se puso de pie y caminó hacia la Caja de Batalla. Sus oficiales se apresuraron a reunirse con él, se inclinaron sobre el cajón, y empezaron a mover unidades aquí y allí, discutiendo de nuevo estrategia y tácticas. Un clérigo oscuro llegó presuroso para ejecutar un hechizo de curación para la mano herida del mandatario.

Steel quedó olvidado, y el joven salió por la parte posterior de la tienda para eludir a la muchedumbre. Dejó el ruido y la luz detrás, y se encaminó hacia el perímetro exterior del campamento buscando un lugar en el que estar a solas.

Mañana moriría; moriría con honor, evitando que su señor y sus compañeros conocieran el tumulto en el que se debatía su alma; evitando que supieran la verdad: que había vacilado en el umbral del laboratorio, que titubeó porque había sentido miedo.

3

El plan de batalla de Ariakan. La batalla particular de Steel

Faltaban horas para el amanecer, pero el ejército de lord Ariakan estaba ya en marcha; avanzaba, serpenteante, desde las llanuras hasta las colinas Virkhus, dirigiéndose al paso Westgate y a su objetivo: la Torre del Sumo Sacerdote.

La calzada estaba despejada; los Caballeros de Solamnia no podían permitirse el lujo de desperdiciar tropas en su defensa. El ejército de Ariakan se movía rápidamente, el camino iluminado por el fuego de antorchas y el fuego de la magia. Steel, caminando a la vanguardia, se volvió a mirar atrás y se maravilló. La fila de hombres, equipo y máquinas se extendía desde las colinas hasta las llanuras. Amontonado en la calzada, moviéndose con la impecable precisión fruto de un buen adiestramiento, el ejército parecía una llameante serpiente en la oscuridad; una serpiente gigantesca que muy pronto se enroscaría en torno a su víctima y la estrujaría hasta aniquilarla. El número de hombres era incalculable. En la historia del mundo no se había reunido en Ansalon una fuerza de tales proporciones.

Los defensores de la Torre del Sumo Sacerdote podrían ver ya con claridad el ejército. Estarían contemplando aquella terrible serpiente en su inexorable avance. Steel podía imaginar su estupefacción, su consternación. Cualquier esperanza que los Caballeros de Solamnia pudieran haber albergado de mantener la posición de la torre sin duda habría desaparecido a estas alturas.

Mientras se ajustaba el cinturón de la espada, Steel recordó las historias que había oído acerca de la valerosa actitud de su padre, solo en las almenas de la misma torre que su hijo estaba a punto de atacar. Sturm Brightblade también había sabido que iba a morir. Igualmente, había sabido ver más allá, vislumbrando la brillante victoria que lo aguardaba.

Steel se sentía ahora más cerca de su padre que de su madre guerrera. Sturm comprendía la decisión tomada por su hijo, la decisión de preferir la muerte a la deshonra. Su madre, Kitiara, no lo entendía.

A lo largo de toda la noche, Steel había sentido el calor de la batalla que sostenían, una guerra que había conocido toda su vida. Podía oír la voz de su padre hablándole de honor, de sacrificio, y la voz de su madre instándolo a mentir, a disimular o buscar un medio para salir del apuro. La lucha había sido larga y extenuante; al parecer había continuado incluso mientras dormía, ya que soñó con armaduras plateadas y azules, con el estruendo de armas al chocar entre sí.

Los sueños acabaron con el toque de trompetas llamando a las armas. Steel se despertó sintiéndose descansado, animoso, sin el menor asomo de temor. Él y sus hombres —una fuerza de espadachines y arqueros bárbaros que estaban tan excitados como su jefe— marchaban a buen ritmo; tanto era así que, de vez en cuando, tenían que frenar un poco el paso para no atropellar a la garra que los precedía.

Steel moriría hoy, lo sabía a ciencia cierta. Moriría gloriosamente, y esta noche su alma estaría ante su soberana, su lealtad probada más allá de toda duda, y el tumulto interno habría terminado para siempre.

Lord Ariakan reunió a su ejército en las Alas de Habbakuk, una extensión de terreno llano con forma de faldar desplegado justo a los pies de la Torre del Sumo Sacerdote. Siendo el bastión más fuerte de las defensas de Ansalon, la fortaleza no tenía secretos para Ariakan. El mandatario conocía cada sala, cada corredor, cada entrada falsa, cada sótano; conocía sus puntos fuertes y sus debilidades. Había esperado este momento desde que se había marchado de allí, hacía muchos años.

Ariakan se recordaba a sí mismo montado en su caballo, en este mismo altozano, contemplando la torre y planeando cómo podría tomarla. El recuerdo le produjo la espeluznante sensación de haber hecho todo esto antes, aunque entonces los hombres que lo rodeaban habían sido Caballeros de Solamnia, algunos de los cuales era más que probable que hoy estuvieran esperando para enfrentarse a su antiguo compañero en batalla.

Sus servidores instalaron la tienda de mando en la oscuridad. Sus oficiales se reunieron en el mismo momento en que los primeros trazos rosa anaranjados tiñeron el cielo. Cinco oficiales se encontraban presentes: los comandantes de los tres ejércitos de asalto, el comandante de la fuerza draconiana, y el comandante de una fuerza a la que se conocía entre las demás tropas como los Esbirros de la Oscuridad, un ejército compuesto por goblins, ogros y mercenarios humanos, muchos de los cuales habían estado merodeando por las montañas Khalkist desde el final de la Guerra de la Lanza, esperando que se presentara la oportunidad de vengarse. También entre éstos había una numerosa tropa de minotauros dirigidos por oficiales de su propia raza, ya que los minotauros no aceptan recibir órdenes de simples humanos.

Ariakan repasó de nuevo su plan de batalla. El primero, segundo y tercer ejército de asalto tenían como misión atacar, batir y franquear la muralla por los accesos principales. A cada uno de ellos se le proporcionaría máquinas de asedio para llevar a cabo su misión. El primer ejército que abriera brecha en las defensas tenía que despejar ese sector de la muralla para que las otras fuerzas pudieran entrar.

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