Javier Negrete
El sueño de los dioses
© Javier Negrete, 2010
© de los mapas, Pablo Uría, 2010
A Juan Miguel Aguilera, novelista, creador de mundos,
generoso con las ideas y dueño de una de las
imaginaciones más fértiles que conozco.
Sobre todo, amigo.
¡Éste va por ti, campeón!
10 DE BILDANIL DEL AÑO 1002 DE TRAMÓREA
NARAK
Esto es lo que queda de la orgullosa Narak…
Derguín se secó los ojos. Quiso pensar que las lágrimas se debían al viento frío que soplaba allí arriba y no a la tristeza por la destrucción que estaban contemplando. Para divisar mejor la Buitrera, el distrito alto donde había vivido durante dos años, se inclinó sobre el cuello del terón, aferrándose con la mano izquierda a la cresta naranja que coronaba la cabeza de la gran bestia alada. Después de un día entero viajando a dos mil metros sobre el suelo, el vértigo inicial se había mitigado. Al fin y al cabo, ¿no había ascendido hasta las alturas inconcebibles de Etemenanki, donde incluso el azul del cielo se convertía en el negro de una noche perpetua?
– Dijiste que pensabas apoderarte de ella a sangre y fuego -comentó Mikhon Tiq. Aunque viajaba a horcajadas detrás de su amigo y agarrado a sus hombros, era él quien controlaba al terón con sus poderes de Kalagorinor.
– Sabes que no hablaba en serio. No soy un Aifolu sediento de sangre.
Aquellas palabras las había pronunciado Derguín en la noche de la celebración, tras la increíble victoria en la batalla de la Roca de Sangre. Después de recibir la corona de oro como guerrero más valeroso del combate, había estado bebiendo, comiendo y bebiendo todavía más hasta que el sol asomó sobre las cumbres nevadas de Atagaira. Era disculpable que se le hubiera calentado la boca al recordar lo sucedido en Narak dos meses antes: un jurado de cincuenta ciudadanos Narakíes lo había condenado a muerte por el supuesto asesinato de su amigo Krust; el politarca Agmadán, principal dirigente de la ciudad, le había arrebatado a la hermosa Neerya y le había robado su espada Brauna, un tesoro heredado de su padre; y una turba de presuntos descontrolados había incendiado su casa y su academia militar y había asesinado en una cobarde emboscada a sus cadetes, los Ubsharim.
Derguín llevaba desde entonces rumiando su venganza, masticándola como cebada mezclada con cáscara de huevo y granos de arena. Ansiaba desquitarse de Agmadán y unos cuantos traidores más, pero jamás habría quemado o derruido ni uno solo de los edificios de Narak, la ciudad más hermosa que había conocido, con permiso de la montañosa Acruria, capital de Atagaira.
La belleza de Narak era ya sólo un recuerdo. Guiado por Mikha, el terón sobrevoló en círculo el contorno de la caldera. Pasaron a apenas diez metros sobre el aguzado pico de la Buitrera, la roca más alta de la ciudad. Bajo aquella pared vertical se abrían varias terrazas, unas naturales y otras excavadas. En ellas, a casi mil metros sobre las aguas de la bahía, se levantaban el Arubshar y la morada de Derguín. O más bien se habían levantado: ambas habían ardido dos meses atrás, en la conspiración urdida por Agmadán y el sobrino de Krust.
Pero ahora sus ruinas humeaban de nuevo, y esta vez las columnas negras no brotaban de las vigas de madera, los muebles o los cortinajes, sino de los propios sillares de piedra, como si los hubieran abrasado las llamas sobrenaturales de un dragón. De los cientos de árboles que sombreaban miradores y galerías no quedaba ni rastro, y el resto de los edificios de la Buitrera habían sufrido el mismo destino que el Arubshar.
Mientras el terón proseguía su vuelo, Derguín comprobó que los templos y mansiones de los otros dos distritos altos, la Acrópolis y el Nido, se habían convertido también en amasijos fundidos de formas irreconocibles.
La bestia batió un par de veces sus alas, más de quince metros de punta a punta, haciendo restallar el aire como la vela de un navío, y con aquel impulso le bastó para seguir trazando el círculo de la caldera. Derguín apartó su manto, que le revoloteaba ante el rostro como una bandera, y miró al oeste. Allí se alzaban el Morro y el Colmillo, los dos promontorios de roca que cerraban la bahía como vigías silenciosos. De los fortines aparentemente inexpugnables que los coronaban apenas quedaban los cimientos. La torre de Barust, donde Derguín había pasado varios días cautivo antes del juicio, ya no existía: quienquiera que la hubiese destruido, lo había hecho con tal saña que incluso había abierto un enorme boquete en la roca natural donde antes se apoyaba el edificio, como un barbero que al arrancar una muela se hubiese llevado de paso media encía y un trozo de mandíbula.
– Vamos a descender -dijo Derguín-. Quiero ver qué ha ocurrido en la parte baja de la ciudad.
A la altura de la bahía, la devastación era incluso peor. Los puertos de Namuria y Tatros se habían unido en una sola ensenada. El farallón que los separaba había desaparecido. Allí debía estar el Albatros, la taberna donde Derguín solía reunirse con Krust y con el navarca Narsel; pero era como si nunca hubiese existido. Del crestón de piedra sobre el que se encaramaba tan sólo quedaban unas rocas requemadas que apenas sobresalían del agua. Los muelles antes grises se veían ahora negros y resquebrajados: sectores enteros se habían hundido en la bahía y otros se habían levantado en ángulos imposibles, como dientes cariados surgidos de la tierra.
Derguín tragó saliva. ¿Qué fuerza podía romper y desplazar de tal forma aquellas enormes masas de hormigón fraguado? De los centenares o miles de barcos que normalmente amarraban en ambos puertos no se veía ni rastro, y los montones de escoria de los que aún brotaban oscuras columnas de humo debían de ser las grandes grúas de estiba.
– Ningún ejército podría haber causado una destrucción así -murmuró Derguín, entre horrorizado y fascinado.
– Ni siquiera Gankru y Molgru tenían tanto poder -corroboró Mikhon Tiq.
Al recordar a Gankru, el demonio de metal candente contra el que había luchado durante la batalla de la Roca de Sangre, Derguín se llevó la mano a la cintura. Allí debía haber encontrado el pomo de Zemal.
Pero sólo halló la empuñadura de una espada normal, cuya hoja estaba forjada en acero y no en plasma ardiente. Los dedos de Derguín se contrajeron y un doloroso calambre le corrió hasta el codo. Sus pulsaciones se desbocaron y, pese al aire fresco que soplaba contra su rostro, notó cómo la cabeza se le calentaba y la frente se le perlaba de sudor.
Ni un borracho privado de vino durante un mes habría sufrido tal malestar físico. Como había hecho a menudo desde que conquistó a Zemal en la isla de Arak, Derguín se preguntó si él era el dueño de la Espada de Fuego o la Espada de Fuego lo señoreaba a él.
– No pienses en ella ahora -le dijo Mikha. Los dedos de su amigo se clavaron en sus hombros, y de ellos brotó una corriente cálida que atravesó el cuerpo de Derguín y disolvió la bola ácida que se había formado en su estómago.
El Zemalnit -el Zemalnit desposeído, se recordó- respiró hondo y controló aquella crisis.
Al menos controló los síntomas del cuerpo. Resultaba más difícil interrumpir la reata de pensamientos que acudía a su mente.
Era la segunda vez que lo apartaban de la Espada de Fuego. La primera había sido por la traición de Agmadán, un personaje de quien cabía imaginar cualquier felonía.
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