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Javier Negrete: El sueño de los dioses

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Javier Negrete El sueño de los dioses

El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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Pero Ariel… ¿Cómo iba a esperar que la pequeña Ariel, la misma que le había salvado la vida en las tierras salvajes de los inhumanos y le había bordado el estandarte antes de la gran batalla, le robara el arma de los dioses?

Era cierto que Ariel poseía una ventaja sobre Agmadán. Por algún extraño hechizo, obra tal vez del herrero divino Tarimán, la niña podía blandir la Espada de Fuego impunemente. Cualquier otro que intentara sacarla de la vaina se convertiría en un montón de cenizas. De modo que, quienquiera que hubiese convencido a Ariel para hurtársela, no sólo quería privar a Derguín de su arma. También pretendía que Ariel la utilizase.

Derguín estaba seguro de quién era la inductora de tal fechoría: Ziyam, la flamante reina de las Atagairas, a la que no había conseguido ver después del robo. En cuanto al motivo, mucho se temía que aquella aniquilación que contemplaban guardara alguna relación directa o indirecta con la Espada de Fuego.

Lo cual, como Zemalnit, su legítimo propietario, lo convertía a él, de algún modo, en responsable de la destrucción de Narak.

El terón se posó en una roca y plegó las enormes alas, apoyando las garras en la piedra. Aun dobladas, las alas se levantaban sobre su cabeza casi cinco metros, como las velas de un balandro. Sus pasajeros pusieron pie en tierra. Derguín abrió las musleras de la armadura y se masajeó las piernas y las caderas, doloridas de viajar a horcajadas durante horas.

Allí, en la parte central de la bahía, se extendía antes la playa de la Espina, así como el paseo marítimo donde se montaban los tenderetes del gran mercado de Narak. Ahora tanto la playa como el paseo habían desaparecido, y sólo quedaban cascotes abrasados contra los que se estrellaban las olas.

Derguín se volvió y levantó la mirada. A poca distancia se alzaba un farallón vertical, la pared exterior del templo de Manígulat, un santuario excavado en la roca. Allí había antes un relieve pintado de más de treinta metros de altura que representaba el combate del rey de los dioses contra su hermano, el rebelde Tubilok. De aquella magnífica obra no quedaba ni rastro, y la roca antaño rojiza del fondo se veía ahora negra y surcada por profundas hendiduras, como arañazos de una bestia colosal.

Saltaron entre las rocas azotadas por la marea, salpicados por una espuma más gris que blanca, sucia de cenizas, escorias y restos difíciles de identificar. Por fin llegaron a una zona donde al menos el suelo seguía siendo casi horizontal. Allí, entre la explanada y una ladera menos pronunciada que las demás paredes de la caldera, se extendía el populoso distrito del Nidal. Ahora no era más que una escombrera. En muchas zonas la roca se había fundido, adoptando formas caprichosas. Al ver algunas de ellas, Derguín no pudo dejar de pensar en deyecciones de vacas gigantes, una imagen incongruente entre tanta desolación.

– Hay algunas que todavía están al rojo -le dijo Mikhon Tiq, señalando unas piedras candentes y retorcidas que debieron ser las dovelas de un arco.

Apenas encontraron restos humanos ni animales. O los habitantes de Narak habían conseguido huir a tiempo o, como se temía Derguín, el fuego sobrenatural que había arrasado la ciudad los había reducido a vapor o a cenizas arrastradas por el viento.

– ¿Ese islote estaba allí? -preguntó Mikha.

Su amigo señaló al centro de la bahía, usando la siniestra vara negra que le había quitado al nigromante Ulma Tor. Derguín negó con la cabeza. Desde las alturas ya había reparado en aquel cambio. Cuando Narak aún existía, allí las aguas eran de un azul intenso y la profundidad, según las plomadas, superaba los quinientos metros. Pero ahora se veía un anillo de aguas más claras, verdosas, y en su centro se levantaba una isla nueva. Tenía unos treinta metros de diámetro y era de piedra negra, surcada por cicatrices rojas de las que se alzaban columnas de vapor. Roca fundida, había pensado Derguín al verlas. En el centro de aquel islote se abría un gran boquete, un embudo aún más negro que el basalto que la circundaba, como una cavidad conectada directamente con el oscuro corazón de Tramórea.

La brisa les trajo un olor a azufre y a ceniza tan intenso que Derguín tosió y tuvo que escupir para aclararse la garganta.

– Sospecho que lo que haya destruido Narak brotó de esa isla -dijo Mikhon Tiq.

Y Derguín sospechaba que tenía que ver con Ariel y con la espada. O, más bien, lo sabía. La noche anterior, mientras Mikhon Tiq invocaba al terón sobre una peña de los montes Crisios, él había recibido una segunda visión de Zemal. Confusa y caótica, imposible de interpretar. Pero en ella había fuego y poder desatado, ira y locura apenas contenidas. Y por un segundo había visto el rostro de Ziyam, alumbrado por las llamas, con los ojos congelados en un gesto de puro terror.

¿Qué habéis hecho las dos? ¿Qué maldición habéis despertado?

Derguín cerró los ojos, y durante un segundo vio de nuevo la pesadilla de su niñez. Las tres lunas que formaban un ojo triple en el cielo, un ojo que le prometía una implacable eternidad de frío y desnudez…

Derguín notó un roce en el hombro y dio un respingo.

– Mira arriba -le dijo Mikha.

Torció el cuello para escudriñar las alturas. Faltaban un par de horas para el anochecer. Rimom debería verse como una mancha azulada coronando el primer cuadrante de la bóveda celeste, pero brillaba casi como si fuese de noche y en fase de plenitud. ¿A qué se debía aquel resplandor innatural?

El prodigio aún no había terminado. El disco de Rimom siempre había sido liso, como el de las otras dos lunas. Pero ante los ojos atónitos de ambos amigos, se formaron en su superficie unas líneas oscuras que en cuestión de segundos trazaron el dibujo de un rostro severo y barbudo.

– ¿Qué portento es éste? -preguntó Derguín-. ¿De quién es esa cara?

– Yo lo sé. Ignoraba que lo sabía, pero lo sé.

Derguín se volvió hacia Mikha. Su amigo había hablado con voz inexpresiva y no parpadeaba.

– ¿Qué quieres decir?

Mikha pestañeó y salió de aquel breve trance.

– Soy un Kalagorinor, Derguín. Acuérdate de lo que nos dijo Linar: los Kalagorinór somos los que esperan a los dioses. Para esperarlos, debemos conocer sus rostros. Y ahora lo he recordado.

Derguín tragó saliva. Quizá todos los que estaban mirando al cielo en ese preciso momento tenían la misma impresión, pero lo cierto es que le pareció que los ojos de aquel semblante dibujado en el firmamento lo miraban a él, para recordarle que no era más que un insecto, un piojo pegado a la piel de Tramórea.

– ¿Quién es?

– Esa cara que ves en la luna azul es la de Manígulat.

¡Manígulat! El rey de los todopoderosos Yúgaroi, el señor de los dioses.

Unas semanas antes, en su agonía, el hechicero conocido desde tiempos ancestrales como el Rey Gris le había dicho a Derguín: «Yo vigilaba a los dioses. Ahora volverán. Yo se lo impedía. Los dioses vendrán».

Y había añadido algo más, pues consideraba culpable de su muerte a Derguín.

«No sabes lo que has hecho.»

– ¡Otro portento, Derguín! -exclamó Mikha, señalando hacia el norte.

En plena tarde, el cielo se llenó de luces, una lluvia de estrellas que se precipitaron desde las alturas y desaparecieron hacia el norte, a la derecha del promontorio del Morro, dejando durante unos segundos regueros incandescentes en el firmamento.

– Muchos creían que el fin del mundo sería el año Mil -dijo Mikhon Tiq con voz grave-. Al parecer, los dioses decidieron concedernos dos años de tregua. Pero ahora nuestro tiempo se agota.

Las estrellas fugaces eran algo más que una señal. Mil seiscientos kilómetros al norte, el fuego del cielo aniquiló a dos ejércitos que combatían bajo una ciudadela sitiada. Aunque ni Derguín ni Mikhon Tiq lo sabían todavía, la guerra contra los dioses ya había comenzado.

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