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Javier Negrete: El sueño de los dioses

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Javier Negrete El sueño de los dioses

El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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A duras penas, la princesa había llegado a la altura de Derguín, que cabalgaba a su izquierda. Ataviado con aquella extraña armadura entre negra y obsidiana, cubierta de crestas, pinchos y signos geométricos, y tocado con el casco coronado de espinas, el Zemalnit casi parecía un inhumano. La princesa giró el cuello hacia él. Mírame, le ordenó mentalmente.

Derguín captó su pensamiento, o bien su mirada, porque se volvió hacia ella. Tras el visor de cristal -¡De cristal! ¡Qué locura!, pensó Ziyam-, apenas se intuían sus ojos.

¿ Ves bien la cicatriz, cabrón? Ya te haré pagar por ella. Pero se calló aquel pensamiento y, en su lugar, exclamó:

– ¡La vista al frente, tah Derguín!

El Zemalnit enderezó el cuello para mirar por encima del cuerno dorado de su montura. Ziyam sonrió al notar que Derguín daba medio respingo sobre la silla del unicornio.

No era de extrañar. Como todas las demás Atagairas, las Faretrias se habían despojado de sus capas. Pero ellas iban completamente desnudas y así, en cueros, cargaron contra los Glabros y sus pájaros del terror, mientras se ponían de pie sobre los estribos y tensaban los arcos. Su desnudez era un gesto destinado a demostrar a aquellos salvajes cuánto los despreciaban las Atagairas y, de paso, a sembrar el desorden en sus filas. Aunque era una locura pensar algo así cuando quedaban segundos para el choque, el acero y la sangre, para encontrarse con las garras y los picos de aquellos monstruos emplumados, Ziyam se excitó y en cierto modo envidió a las Faretrias.

El Zemalnit le dijo algo a su montura. El unicornio levantó la cabeza, emitió un desafío que parecía más el toque de una trompeta que un relincho, y aceleró su galope cual si en lugar de cascos tuviera alas. Aunque Ziyam volvió a talonear a Cellisca, no pudo evitar quedarse tan rezagada como Baoyim, su madre y las guardias que la rodeaban.

No sabes lo que haces, Derguín, pensó Ziyam. Si pretendía unirse al ataque de las mujeres desnudas, no lo iba a conseguir. En ese momento las Faretrias, que se hallaban a unos cincuenta metros de los enemigos, se dividieron en dos formaciones, a derecha e izquierda, y empezaron a disparar andanadas de flechas contra los Glabros. Se decía que las mujeres de esa marca eran las mejores arqueras de Atagaira. Ahora lo demostraron con creces, pues la mitad de ellas se vieron obligadas a disparar por el flanco derecho de sus caballos como si fueran zurdas, y aun así abatieron a muchos adversarios.

Derguín se quedó solo, convertido en el ariete de aquella carga. Ziyam esperaba que refrenara a su montura para esperar a la reina y sus Teburashi, pero el joven desenvainó la Espada de Fuego y la levantó sobre su cabeza.

– ¡Bravo por ti, Zemalnit! -se le escapó a Ziyam, y de nuevo sintió que se le ponía la piel de gallina. Aunque Derguín fuese un varón, un ser inferior a cualquier Atagaira, había que reconocerle el valor.

Derguín, su unicornio y su arma flamígera penetraron en la primera línea enemiga como un cuchillo caliente en la mantequilla. Segundos después, las cabezas de dos pájaros del terror volaron por los aires, y un ensordecedor grito de victoria recorrió las filas de las Atagairas.

– ¡Seguid al Zemalnit! -rugió la reina, con voz tan potente que no hizo falta que Visunam amplificara su orden.

Ziyam rechinó los dientes, embrazó con fuerza el escudo y levantó la lanza sobre su cabeza. Ya había elegido a su propio enemigo, un Glabro que, tras la embestida de Derguín, trataba de hacerse con el control de su siniestra montura.

– ¡Ánimo, Cellisca! -gritó Ziyam-. ¡No es más que un pollo más cebado de la cuenta!

Y un segundo después se desató la locura.

LAGO DE BÓRAX

Apenas un par de días después, bardos y juglares cantarían cómo el Zemalnit se abrió paso hasta el centro del campamento de los Aifolu, y cómo con la hoja ígnea de Zemal hizo trizas a Gankru, el demonio alado de fuego y metal que había sembrado la destrucción en las murallas de Malib y de la desdichada Ilfatar.

En aquella lucha lo acompañaron varios escuadrones de Atagairas. Pero el grueso de sus fuerzas, mandado por la reina, se enzarzó en un sañudo combate contra los Glabros y sus pájaros del terror.

Durante la batalla, Ziyam comprobó que los Glabros eran contrincantes tan peligrosos como se esperaba de ellos. Con sus dientes negros y afilados y los colores casi fosforescentes con que se pintaban el cráneo, parecían serpientes venenosas, impresión reforzada por los insultos que proferían en su salivoso y silbante lenguaje.

Sus gigantescas aves poseían cierta belleza siniestra, pero de cerca olían mucho peor que los caballos y los urimelos: su aliento hedía a sangre corrompida y a matadero. Y mordían a la mínima oportunidad, de modo que las Atagairas no sólo debían protegerse de las lanzas y los machetes de los Glabros, sino también de los aguzados picos de sus monturas. Uno de esos picos precisamente le había arrancado la cabeza a Visunam, jefa de las Teburashi, tan cerca de Ziyam que a ésta le había salpicado la sangre. Por suerte, los corceles de las Atagairas estaban protegidos con bardas y testeras de metal o de cuero acolchado. Incluso a través de la armadura, un picotazo de un pájaro del terror resultaba tan doloroso como el tajo de una espada, pero los caballos los resistían con tanta bravura como sus amazonas.

La batalla se prolongó durante horas. Las Atagairas lograron apartar a los Glabros del resto del Martal y los llevaron hasta las orillas de un lago cercano. Taniar se acercó al horizonte oeste y lo tiñó de sangre, y su luz roja pareció fundirse con los numerosos fuegos que empezaban a levantarse en el campamento enemigo. En aquel momento, los Invictos acababan de romper las filas de los Aifolu, pero las Atagairas todavía no lo sabían.

Rimom pintaba de azul las aguas del lago a cuyo borde luchaban los Glabros, muchos de ellos ya descabalgados. Se decía que cuando un jinete perdía a su ave, los demás lo descuartizaban y se lo daban como alimento a los demás pájaros. Pero eso debía ocurrir lejos del combate. Ahora, con monturas o sin ellas, los Glabros se resistían literalmente con uñas y, sobre todo, con sus aguzados dientes.

Poco a poco, los enemigos quedaron cercados entre las aguas del lago y unas escarpas cárdenas que se levantaban del suelo como las crestas que los inhumanos desplegaban en sus espaldas. Antea, segunda capitana de la guardia personal y ahora convertida en su jefa por la muerte de Visunam, rugía:

– ¡Haced todos los prisioneros que podáis! ¡La reina pagará una moneda de oro por cada Glabro que capturéis con vida!

Las Atagairas no necesitaban el acicate del oro para esforzarse por apresar cautivos. Durante días, sus conversaciones se habían centrado en

imaginar rebuscados tormentos para vengar la violación colectiva de la princesa Tildara y sus guerreras. Si en general consideraban a los varones de otras razas seres inferiores, y a los suyos poco más que bestias de trabajo y crianza, a los Glabros los habían convertido en paradigma de todo mal y vileza. Aquellos criminales no se merecían una muerte honorable en combate, de modo que las Atagairas intentaban enganchar con lazos y cuerdas a todos los que podían para arrastrarlos fuera de sus líneas, con la intención de torturarlos sin prisas después de la batalla.

La refriega se había estancado. Aunque los enemigos habían dejado miles de hombres y bestias sobre el terreno, los supervivientes se replegaron formando un frente de apenas veinte metros entre las rocas y el agua y, desmontados, levantaron una muralla de picas y machetes. Con tales angosturas, las Atagairas apenas podían aprovecharse de la superioridad numérica que habían ganado tras las dos primeras horas de batalla.

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