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Javier Negrete: El sueño de los dioses

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Javier Negrete El sueño de los dioses

El sueño de los dioses: краткое содержание, описание и аннотация

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En un remoto pasado, el dios Tubilok exploró las dimensiones del tiempo y el espacio, y en su busca del poder y el conocimiento absolutos perdió la razón. Durante siglos ha dormido fundido en la roca, pero ahora despierta de su sueño milenario, dispuesto a aniquilar a la humanidad y sembrar la locura y la destrucción por las tierras de Tramórea. Voluntariamente o por la fuerza, el resto de los dioses lo acompañan en su demencial cruzada. Sólo quedan tres magos Kalagorinôr, «los que esperan a los dioses». Para enfrentarse a la amenaza necesitarán la ayuda de los grandes maestros de la espada. Esta vez, Derguín y Kratos tendrán que llevar la guerra a escenarios insospechados. Al hacerlo desvelarán su pasado y nuestro futuro, y descubrirán los secretos que se ocultan en las tres lunas y en las entrañas de Tramórea.

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¿^ quién pretendes engañar?, se dijo. Bien sabía la princesa que no era odio lo que albergaba su corazón, o al menos no era todo lo que albergaba. Por eso mismo, y porque estaba acostumbrada a que las demás mujeres se enamoraran de ella y había aprendido a detectar los síntomas de la pasión con la frialdad de una médico, Ziyam era perfectamente consciente de cómo miraban otras mujeres a Derguín.

Ariel, por ejemplo. Mientras le entregaba a su señor el estandarte, la cría lo miraba con un brillo húmedo en los ojos y le hablaba con un tenue vibrato en la voz que traicionaba su adoración por él.

Baoyim también sentía algo por Derguín. Una pasión más animal, seguramente. Desde donde estaba, Ziyam casi podía olfatear en su sudor el deseo, por no hablar de la forma en que la capitana se tocaba la melena negra cada vez que se dirigía al Zemalnit.

A Ziyam lo de la niña le parecía simplemente patético: una sierva enamorada de su señor. Con el tiempo, cuando le crecieran las tetas, lo más que conseguiría de él sería un par de revolcones y un hijo bastardo. Pero lo de Baoyim la indignaba.

Era evidente que Derguín, demasiado joven y distraído con otras cosas, no se daba cuenta de hasta qué punto resultaba atractivo para las hembras. O tal vez Ziyam, obsesionada con él, pensaba que todas las mujeres lo veían igual que ella.

No era por su físico, o al menos no era sólo por su físico. En el harén de Acruria se encontraban especímenes más espectaculares por su estatura, por sus músculos o por otros atributos. Entre ellos el propio Mazo, aquel gigante barbudo que había llegado a Atagaira con Derguín y al que Ziyam había clavado dos dardos en la espalda. El Mazo era casi el doble de grande que Derguín, y en cuanto a otros atributos… Ciertamente, en Atagaira no se habían visto demasiados machos como aquel gigante. En ese sentido, su arma era bastante superior a la del Zemalnit.

En realidad, Ziyam, la princesa Nenúfar, vivía demasiado absorta en sí misma como para haber aprendido a percibir y expresar los dones de otras personas, y por eso no alcanzaba a comprender por qué la atraía Derguín. No muchos días después, otra mujer que compartía su afición por el Zemalnit le diría de él: «Es por sus ojos. Son profundos y nobles, y tan jóvenes como el mundo antiguo. En ellos hay tormenta y calma, y un extraño destino que ni yo misma alcanzo a leer».

Una explicación que no era completa. Porque a esa mujer que pronto conocería Ziyam le ocurría lo mismo que a la princesa: ambas se habían encaprichado de Derguín porque no lo poseían, porque el Zemalnit se resistía a ser suyo.

Visunam, la jefa de la guardia personal de la reina, levantó el estandarte. Las Atagairas se pusieron en marcha, y el cadencioso paso de miles de cascos de caballos resonó en aquel suelo seco y rojizo como ladrillo.

Bajaron por un declive pronunciado, hasta llegar a una ladera más suave y ancha donde hicieron otro alto. Abajo, a poco más de mil metros, se hallaban los odiados Glabros. Sus centinelas habían advertido la llegada de las Atagairas, y sus trompas de alarma resonaron roncas como cuervos sobre el estrépito de la batalla.

La reina se dirigió a Derguín. Ziyam se encontraba lo bastante cerca como para oír sus palabras.

– Éste es un buen lugar para iniciar la carga. Quiero que te guardes esto ahora, Zemalnit -dijo, tendiéndole un papel doblado.

– ¿Qué es?

– Mi epitafio. Ya te hablé de él. Pero no debes leerlo hasta que llegue el momento.

Mi epitafio, se repitió Ziyam. Varias guardias Teburashi, más fieles a la princesa que a la reina, habían insinuado que en plena batalla una lanza amiga mal arrojada podía acabar en la espalda equivocada. Ziyam había prohibido cualquier maniobra de ese tipo. Su madre la tenía demasiado vigilada.

Mas, al parecer, la misma Tanaquil presentía que su final estaba cercano.

Si así ha de ser, madre, no seré yo quien llore tu muerte.

La pendiente, sin ser tan pronunciada como para que los caballos corrieran peligro de despearse, ofrecía un buen impulso para la carga. La jefa de la marca de Faretra se acercó a la reina acompañada por su portaestandarte.

– Te pido que me concedas el honor de abrir la carga, Majestad.

Tanaquil asintió. Era una formalidad: la táctica ya se había decidido antes. Baoyim se volvió hacia el Zemalnit y le dijo:

– Vas a contemplar algo que no olvidarás fácilmente, tah Derguín.

Ziyam creyó ver lascivia en la sonrisa de la Atagaira morena, y la sangre se le subió al rostro. Ya querrías que las tetas que viera Derguín fueran las tuyas y no las de las Faretrias, pensó.

Estás celosa. Respiró hondo. Era ella, Ziyam, quien siempre desataba en los demás el monstruo ingobernable de los celos, no quien lo sufría. Y no era momento de dejar que aquel velo rojo nublase su vista justo antes de la batalla.

El sol ya se hundía en el horizonte. A un gesto de Tanaquil, la abanderada hizo ondear el estandarte en alto, y entre las filas de las Atagairas cientos de trompetas respondieron a su señal.

La batalla iba a empezar. Curiosamente, las pulsaciones de Ziyam, que se habían acelerado al ver cómo Baoyim sonreía a Derguín, se calmaron. Ahora entraban en los dominios de Taniar, la diosa de la guerra, tan caóticos y resbaladizos como los de Pothine, señora del amor; pero se trataba de un terreno que cualquier Atagaira prefería.

Las mujeres de Faretra arrancaron en un suave trote que aceleraron poco a poco al bajar por el declive. Formaban cuatro escuadrones de cien, que se fueron abriendo al llegar a la parte baja del Maular. Desde la llanura, los pájaros del terror ya cargaban contra ellas, y se oían sus estridentes graznidos.

– ¡Ahora nosotras! -exclamó la reina, y añadió-: ¡Hoy las Atagairas nos cobraremos todas nuestras deudas!

Quizá yo me cobre alguna de las mías, madre, pensó Ziyam, y aferró con fuerza la lanza y el asa del escudo. Su peso y el tintineo metálico de las piezas de la armadura rozando y entrechocando en cada bote la hacían sentirse más segura, casi invulnerable.

El paso de los caballos se convirtió en trote, y el tamborear de los cascos compitió con el voznar de los pájaros del terror. Las Faretrias ya habían llegado al final de la ladera y tras ellas, divididas por escuadrones, cabalgaban las demás Atagairas.

– ¡Ahora, Riamar! -exclamó Derguín. En lugar de sofocar la voz del Zemalnit, el casco parecía amplificarla.

Ziyam sintió el deseo casi pueril de combatir cerca de él para impresionarlo, y taloneó a su montura para no quedar rezagada.

Fue entonces cuando, incluso a través de la capa y la armadura, percibió ese momento inconfundible para cualquier Atagaira: el sol se estaba poniendo. Como llevaba haciendo desde que aprendió a hablar, Ziyam cantó su despedida y su homenaje al astro cegador, y para su sorpresa escuchó la grave voz del Zemalnit entonando el himno a coro con las demás Atagairas.

UUOOOMMMMOOMMOOOOMMM…

A sus espaldas resonó la poderosa llamada de la gran Bukala, la trompa que utilizaban las Atagairas para enviar señales de valle en valle y de montaña en montaña. Era el momento. Ziyam se soltó el broche de cobre y la capa parda resbaló sobre sus hombros y la grupa de su yegua Cellisca. Miles de capas más cayeron al suelo. Ya las recogerían, si es que vencían en la batalla. Si no, quedarían allí como testigos mudos de su final o se convertirían en botín del enemigo.

De pronto, aquella marea de color terroso se había convertido en un río de metal que bajaba por la ladera. Miles de amazonas Atagairas, el mayor ejército que salía de las montañas desde hacía siglos. Debería haberlo mandado yo, pensó Ziyam. Mas a su pesar, participar en aquella carga hizo que se le erizase la piel perfectamente depilada de sus níveos antebrazos.

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