Mientras la contemplaba, Tanis se dijo que la amaba más que nunca. Y supo, en ese momento, que posiblemente ésta fuera la última vez que se vieran en esta vida.
—¡Ejem! —carraspeó con fuerza.
Las doncellas dieron un respingo de sobresalto. Una de ellas dejó caer el vestido que estaba doblando.
Laurana levantó la vista del baúl sobre el que estaba inclinada, se irguió y sonrió al verlo.
—¿Qué pasa aquí? —quiso saber el semielfo.
—Acabad de hacer el equipaje —instruyó Laurana a las doncellas—, y guardad estos otros vestidos. —Se abrió paso entre capas, sombreros y otras ropas y, finalmente, llegó junto a su marido.
Lo besó cariñosamente, y él la estrechó en sus brazos. Dejaron que sus corazones latieran al compás un momento, hablándose en afectuoso silencio. Luego Laurana condujo a Tanis a su estudio y cerró la puerta. Se volvió hacia él, con los ojos iluminados.
—¿A que no adivinas? —dijo, y continuó antes de que él tuviera oportunidad de hacer ninguna conjetura—. ¡He recibido un mensaje de Gilthas! ¡Me invita a ir a Qualinesti!
—¿Qué? —Tanis estaba atónito.
Laurana había trabajado sin descanso para obligar a los elfos qualinestis a que la admitieran en su país para estar cerca de su hijo. Una y otra vez, su petición había sido rechazada, advirtiéndole que si ella o su esposo se atrevían a acercarse a la frontera de su patria pondrían sus vidas en grave peligro.
—¿Por qué este súbito cambio? —La expresión de Tanis era sombría.
Laurana no respondió y se limitó a tenderle un rollo de pergamino que había estado sellado con el cuño del sol, el sello del Orador de los Soles, título que ahora ostentaba Gil.
Tanis examinó el sello roto, desenrolló el pergamino y lo leyó.
—Es la letra de Gil —dijo—, pero no son las palabras de nuestro hijo. Alguien le ha dictado esta misiva y él ha escrito lo que le han dicho que tenía que escribir.
—Muy cierto —concedió Laurana sin alterarse—, pero sigue siendo una invitación.
—Una invitación al desastre —respondió Tanis sin andarse por las ramas—. Retuvieron prisionera a Alhana Starbreeze, amenazaron con matarla, y mi opinión es que lo habrían hecho si Gil hubiese rehusado seguir los planes del senador. Esto es algún tipo de trampa.
—Vaya, pues claro que lo es, tonto —le dijo ella con un brillo divertido en los ojos. Le dio un rápido beso en la mejilla y le revolvió la barba, una barba en la que abundaban más los mechones grises que los rojos—. Pero como el querido Flint solía decir: «Una trampa es sólo una trampa si te metes en ella antes de verla». Esta puede verse a un kilómetro de distancia. —Se echó a reír, tomándole el pelo—. ¡Vaya, pero si hasta tú la has visto sin tener puestos los anteojos!
—Sólo me los pongo para leer —replicó Tanis con fingida irritación. Su envejecimiento era el tema de un viejo chiste entre los dos. Extendió los brazos hacia su esposa, y ella se acurrucó contra su pecho—. Supongo que no habré recibido una invitación similar, ¿verdad?
—No, querido —repuso Laurana suavemente—. Lo siento. —Se apartó de él y lo miró a los ojos—. Lo intentaré, en cuanto me encuentre en Qualinost...
—No tendrás éxito. —Sacudió la cabeza—. Pero me alegro de que tú, al menos, estés allí. Porthios y Alhana...
—¡Alhana! ¡El bebé! ¡Ni siquiera te he preguntado! ¿Cómo...?
—Bien, bien. Los dos, madre e hijo, se encuentran bien. Y te diré algo más. Si hubieses visto a Porthios sosteniendo en brazos a su hijo, no lo habrías reconocido.
—Lo habría hecho. Al fin y al cabo, es mi hermano mayor. Siempre fue cariñoso y amable conmigo. Sí, lo fue —añadió al ver la expresión incrédula de Tanis—. Incluso en sus peores momentos de testarudez y prejuicios, comprendí que sólo intentaba evitarme sufrimiento y pena.
—No lo consiguió —dijo Tanis con remordimiento—. Te casaste conmigo, y mira adonde te he llevado.
—Me has llevado a mi hogar, querido mío —repuso Laurana suavemente—, A mi hogar.
Se sentaron y hablaron largo y tendido sobre el pasado, de los amigos que se encontraban lejos, de los que habían dejado este mundo. Hablaron de Gil, compartieron sus recuerdos, sus esperanzas, sus temores. Hablaron del mundo, de sus problemas, los antiguos y los nuevos. Se sentaron y hablaron y se agarraron las manos sabiendo, sin decirlo, que este momento era precioso, que terminaría muy pronto.
Se dijeron adiós. Él volaría hacia el norte esa misma noche para llegar a la Torre del Sumo Sacerdote a la mañana siguiente. Ella se pondría de viaje hacia Qualinesti por la mañana.
Lo acompañó a la puerta a media noche. Los sirvientes se habían ido a dormir y la casa estaba silenciosa; muy pronto se quedaría vacía. Laurana y Tanis habían acordado despedir al servicio. Los dos estarían ausentes mucho, mucho tiempo. De hecho, había ya una sensación de vacío en la casa. Sus pisadas levantaban ecos en aquella extraña quietud.
Quizá seguirían resonando cuando ambos ya no existieran. Quizá sus espíritus recorrerían esta casa, unos benévolos espíritus de amor y risas.
Se abrazaron muy fuerte, susurraron palabras de amor y despedida, y se separaron.
Tanis miró atrás y vio a Laurana de pie en el umbral de la puerta, a la luz de la luna. En sus ojos no había lágrimas. Le sonrió y le dijo adiós con la mano.
Él le devolvió la sonrisa y también agitó la mano.
«Me has llevado a mi hogar, querido mío. A mi hogar», se repitieron en su mente las palabras de su esposa.
El recuerdo quedó atrás. Tanis consideró su decisión. Podía volver a su casa, pero sería un lugar solo y vacío —¡tan vacío!— donde sólo habría ecos. Se vio a sí mismo yendo y viniendo por las habitaciones, preguntándose qué habría ocurrido en la torre, preguntándose si Laurana estaría a salvo, preguntándose si Gil se encontraría bien, preguntándose si Palanthas estaría siendo atacada, consumido por la impaciencia de no saber nada, corriendo a la puerta cada vez que sonara el trapaleo de cascos, culpándose...
Pide consejo a los dioses.
Abajo, en el patio, la Hija Venerable Crysania se había sentado en el lomo de Fuego Dorado. El tigre de ojos humanos estaba a su lado, protectoramente. Tanis miró a la dama y oyó otra vez sus palabras:
«Si es que hay alguien escuchando...»
El tigre alzó la cabeza y miró hacia arriba, directamente a Tanis. Y entonces, como si el animal le hubiera transmitido alguna información, Crysania volvió sus ojos ciegos, que tanto parecían ver, hacia el semielfo. Levantó la mano en un gesto de bendición... ¿O era de despedida?
El dolor de la elección cesó. Tanis supo entonces que ya había tomado una decisión. Lo había hecho hacía mucho tiempo, en el preciso momento en el que la Vara de Cristal Azul, Goldmoon y Riverwind habían entrado en su vida, allá, en la posada El Último Hogar. Tanis evocó aquel momento y las palabras memorables que había pronunciado en aquella ocasión; palabras que habían cambiado su vida para siempre.
—Disculpa, ¿decías algo? —Thomas miraba al semielfo perplejo y algo preocupado.
«Seguro que está pensando que es demasiada tensión para que pueda aguantarla un viejo.» Tanis sonrió y sacudió la cabeza.
—No tiene importancia, milord. Sólo revivía viejos recuerdos.
Su mirada, prendida en Crysania, fue hacia un lugar de las almenas; un lugar marcado con una mancha carmesí; un lugar reverenciado por los caballeros, que jamás caminaban sobre él, evitando pisar las piedras manchadas de sangre, rodeándolas en respetuoso silencio. Tanis casi podía ver a Sturm plantado allí, y supo que había hecho la elección correcta.
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