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Isabel Allende: La Ciudad de las Bestias

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Isabel Allende La Ciudad de las Bestias

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Alexander Cold, es un muchacho americano de 15 años a quien sus padres deciden enviar a Nueva York a casa de su abuela Kate mientras su madre, enferma de cáncer, se somete a tratamiento. Aunque al principio a Alex le parece horrible la idea, cuando llegua a Nueva York se entera de que su abuela, una escritora intrépida que trabaja para una revista de viajes, le tiene preparada una sorpresa: viajarán juntos a la selva amazónica, entre Brasil y Venezuela. Los dos formarán parte de una expedición para buscar a una criatura gigante de la que no se sabe nada, ya que desprende un olor tan penetrante que desmaya o paraliza a todo aquel que tiene cerca. La aventura llevará a la abuela y al nieto a un mundo sorprendente en el que convivirán con toda una galería de personajes, desde Nadia Santos, una chica brasileña de 12 años que puede hablar con los animales y sabe mucho de la naturaleza, a un centenario chamán indígena que conoce los secretos de la medicina y de las tradiciones, y a una tribu de indios que viven como en la Edad de Piedra y dominan el arte de hacerse casi invisibles. El universo ya conocido de Isabel Allende se amplía en ` La Ciudad de las Bestias` con nuevos elementos de realismo mágico, aventura y naturaleza. Los jóvenes protagonistas, Nadia y Alexander, se internan en la inexplorada selva amazónica llevando de la mano al lector en un viaje sin pausa por un territorio misterioso donde se borran los límites entre la realidad y el sueño, donde hombres y dioses se confunden, donde los espíritus andan de la mano con los vivos.

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Isabel Allende


La Ciudad de las Bestias

El Aguila Y El Jaguar – #1

Para Alejandro, Andrea y Nicole, que me pidieron esta historia


LA PESADILLA

Alexander Coid despertó al amanecer sobresaltado por una pesadilla. Soñaba que un enorme pájaro negro se estrellaba contra la ventana con un fragor de vidrios destrozados, se introducía a la casa y se llevaba a su madre. En el sueño él observaba impotente cómo el gigantesco buitre cogía a Lisa Coid por la ropa con sus garras amarillas, salía por la misma ventana rota y se perdía en un cielo cargado de densos nubarrones. Lo despertó el ruido de la tormenta, el viento azotando los árboles, la lluvia sobre el techo, los relámpagos y truenos. Encendió la luz con la sensación de ir en un barco a la deriva y se apretó contra el bulto del gran perro que dormía a su lado. Calculó que a pocas cuadras de su casa el océano Pacífico rugía, desbordándose en olas furiosas contra la cornisa. Se quedó escuchando la tormenta y pensando en el pájaro negro y en su madre, esperando que se calmaran los golpes de tambor que sentía en el pecho. Todavía estaba enredado en las imágenes del mal sueño.

El muchacho miró el reloj: seis y media, hora de levantarse. Afuera apenas empezaba a aclarar. Decidió que ése sería un día fatal, uno de esos días en que más valía quedarse en cama porque todo salía mal. Había muchos días así desde que su madre se enfermó; a veces el aire de la casa era pesado, como estar en el fondo del mar. En esos días el único alivio era escapar, salir a correr por la playa con Poncho hasta quedar sin aliento. Pero llovía y llovía desde hacía una semana, un verdadero diluvio, y además a Poncho lo había mordido un venado y no quería moverse. Alex estaba convencido de que tenía el perro más bobalicón de la historia, el único labrador de cuarenta kilos mordido por un venado. En sus cuatro años de vida, a Poncho lo habían atacado mapaches, el gato del vecino y ahora un venado, sin contar las ocasiones en que lo rociaron los zorrillos y hubo que bañarlo en salsa de tomate para amortiguar el olor. Alex salió de la cama sin perturbar a Poncho y se vistió tiritando; la calefacción se encendía a las seis, pero todavía no alcanzaba a entibiar su pieza, la última del pasillo.

A la hora del desayuno Alex estaba de mal humor y no tuvo ánimo para celebrar el esfuerzo de su padre por hacer panqueques. John Coid no era exactamente buen cocinero: sólo sabía hacer panqueques y le quedaban como tortillas mexicanas de caucho. Para no ofenderlo, sus hijos se los echaban a la boca, pero aprovechaban cualquier descuido para escupirlos en la basura. Habían tratado en vano de entrenar a Poncho para que se los comiera: el perro era tonto, pero no tanto.

– ¿Cuándo se va a mejorar la mamá? -preguntó Nicole, procurando pinchar el gomoso panqueque con su tenedor.

– ¡Cállate, tonta! -replicó Alex, harto de oír la misma pregunta de su hermana menor varias veces por semana.

– La mamá se va a morir -comentó Andrea.

– ¡Mentirosa! ¡No se va a morir! -chilló Nicole.

– ¡Ustedes son unas mocosas, no saben lo que dicen! -exclamó Alex.

– Vamos, niños, cálmense. La mamá se pondrá bien… -interrumpió John Coid, sin convicción.

Alex sintió ira contra su padre, sus hermanas, Poncho, la vida en general y hasta contra su madre por haberse enfermado. Salió de la cocina a grandes trancos, dispuesto a partir sin desayuno, pero tropezó con el perro en el pasillo y se cayó de bruces.

– ¡Quítate de mi camino, tarado -le gritó y Poncho, alegre, le dio un sonoro lengüetazo en la cara, que le dejó los lentes llenos de saliva.

Si, definitivamente era uno de esos días nefastos. Minutos después su padre descubrió que tenía una rueda de la camioneta pinchada y debió ayudar a cambiarla, pero de todos modos perdieron minutos preciosos y los tres niños llegaron tarde a clase. En la precipitación de la salida a Alex se le quedó la tarea de matemáticas, lo cual terminó por deteriorar su relación con el profesor. Lo consideraba un hombrecito patético que se había propuesto arruinarle la existencia. Para colmo también se le quedó la flauta y esa tarde tenía ensayo con la orquesta de la escuela; él era el solista y no podía faltar. La flauta fue la razón por la cual Alex debió salir durante el recreo del mediodía para ir a su casa. La tormenta había pasado, pero el mar todavía estaba agitado y no pudo acortar camino por la playa, porque las olas reventaban por encima de la cornisa, inundando la calle. Tomó la ruta larga corriendo, porque sólo disponía de cuarenta minutos.

En las últimas semanas, desde que su madre se enfermó, venía una mujer a limpiar, pero ese día había avisado que no llegaría a causa de la tormenta. De todos modos, no servía de mucho, porque la casa estaba sucia. Aun desde afuera se notaba el deterioro, como si la propiedad estuviera triste. El aire de abandono empezaba en el jardín y se extendía por las habitaciones hasta el último rincón.

Alex presentía que su familia se estaba desintegrando. Su hermana Andrea, quien siempre fue algo diferente a las otras niñas, ahora andaba disfrazada y se perdía durante horas en su mundo de fantasía, donde había brujas acechando en los espejos y extraterrestres nadando en la sopa. Ya no tenía edad para eso, a los doce años debiera estar interesada en los chicos o en perforarse las orejas, suponía él. Por su parte Nicole, la menor de la familia, estaba juntando un zoológico, como si quisiera compensar la atención que su madre no podía darle. Alimentaba varios mapaches y zorrillos que rondaban la casa; había adoptado seis gatitos huérfanos y los mantenía escondidos en el garaje; le salvó la vida a un pajarraco con un ala rota y guardaba una culebra de un metro de largo dentro de una caja. Si su madre encontraba la culebra se moría allí mismo del susto, aunque no era probable que eso sucediera, porque, cuando no estaba en el hospital, Lisa Coid pasaba el día en la cama.

Salvo los panqueques de su padre y unos emparedados de atún con mayonesa, especialidad de Andrea, nadie cocinaba en la familia desde hacía meses. En la nevera sólo había jugo de naranja, leche y helados; en la tarde pedían por teléfono pizza o comida china. Al principio fue casi una fiesta, porque cada cual comía a cualquier hora lo que le daba la gana, más que nada azúcar, pero ya todos echaban de menos la dieta sana de los tiempos normales. Alex pudo medir en esos meses cuán enorme había sido la presencia de su madre y cuánto pesaba ahora su ausencia. Echaba de menos su risa fácil y su cariño, tanto como su severidad. Ella era más estricta que su padre y más astuta: resultaba imposible engañarla porque tenía un tercer ojo para ver lo invisible. Ya no se oía su voz canturreando en italiano, no había música, ni flores, ni ese olor característico de galletas recién horneadas y pintura. Antes su madre se las arreglaba para trabajar varias horas en su taller, mantener la casa impecable y esperar a sus hijos con galletas; ahora apenas se levantaba por un rato y daba vueltas por las habitaciones con un aire desconcertado, como si no reconociera su entorno, demacrada, con los ojos hundidos y rodeados de sombras. Sus telas, que antes parecían verdaderas explosiones de color, ahora permanecían olvidadas en los atriles y el óleo se secaba en los tubos. Lisa Coid parecía haberse achicado, era apenas un fantasma silencioso.

Alex ya no tenía a quien pedirle que le rascara la espalda o le levantara el ánimo cuando amanecía sintiéndose como un bicho. Su padre no era hombre de mimos. Salían juntos a escalar montañas, pero hablaban poco; además, John Coid había cambiado, como todos en la familia. Ya no era la persona serena de antes, se irritaba con frecuencia, no sólo con los hijos, sino también con su mujer. A veces le reprochaba a gritos a Lisa que no comía suficiente o no se tomaba sus medicamentos, pero enseguida se arrepentía de su arrebato y le pedía perdón, angustiado. Esas escenas dejaban a Alex temblando: no soportaba ver a su madre sin fuerzas y a su padre con los ojos llenos de lágrimas.

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