Ferdinand Ossendowski - Bestias, Hombres, Dioses

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– ¡Voy a morir! ¡Voy a morir! ¿Pero qué importa? ¿Qué importa? La causa está en buen camino y no morirá. Presiento la marcha que seguirá a la causa. Las tribus de los sucesores de Gengis Kan se han despertado. Nadie apagará la llama en el corazón de los mongoles. En Asia surgirá un gran estado del Océano Pacífico y del Índico a las márgenes del Volga. La sabia religión de Buda se difundirá hacia el Norte y el Oeste. Será la victoria del espíritu. Un conquistador, un jefe, nacerá más fuerte y más resuelto que Gengis Kan y Ugadai. Será más hábil y misericordioso que el Sultán Baber, y conservará el poder entre sus manos hasta el día feliz en que de su capital subterránea salga el rey del mundo. ¿Por qué, por qué no ocuparé yo el primer puesto de los guerreros del budismo? ¿Por qué Karma ha decidido lo contrario? Mas así ha de ser. ¡Rusia debe primero lavarse del insulto revolucionario, purificarse en la sangre y la muerte; cuantos acepten el comunismo tienen que perecer con sus familias, para que su descendencia desaparezca por completo!

El barón levantó la mano sobre su cabeza y la agitó como dando órdenes a una persona invisible.

Amanecía.

– ¡Llegó mi hora! – dijo el general -. Hoy mismo saldré de Urga.

Nos apretó la mano rápida y enérgicamente, exclamando:

– ¡Adiós para siempre! Padeceré una muerte atroz, pero el mundo no ha visto nunca una catástrofe y un diluvio de sangre como el que no ha de tardar en ver.

La puerta de la yurta se cerró con violencia. Ungern se había ido. No he vuelto a verle.

– Es preciso que también me vaya, pues me urge salir de Urga inmediatamente.

– Lo sé – respondió el príncipe -; el general os ha dejado a mi lado por una razón: os dará un cuarto compañero: el ministro de la Guerra de Mongolia. Iréis con él para volver a nuestra yurta . Es absolutamente preciso por vuestro interés.

Djam Bolon pronunció esta última frase recalcando cada palabra. No le pregunté nada, habituado ya a los misterios de aquel país, dominado por los buenos y los malos espíritus.

CAPITULO XI

EL HOMBRE DE CABEZA EN FORMA DE SILLA DE MONTAR

Luego de tomar el té en la yurta de Djam Bolon, volví a la mía y preparé mi equipaje.

El Lama Turgut estaba ya allí.

– El ministro de la guerra nos acompañará. Es necesario – murmuró.

– Bien – le respondí -, y me fui a ver a Olufsen para llevarle con nosotros; pero con gran sorpresa mía, el danés me participó que aplazaba su salida de Urga, a causa de una ocupación ineludible, y su decisión le fue fatal, porque un mes más tarde Sepailoff, que continúa siendo gobernador militar, sin el freno del barón Ungern, anunció en un informe que había perecido. El ministro de la Guerra, un joven y vigoroso mongol, se unió a nuestra caravana.

A unos nueve kilómetros de la ciudad, un automóvil nos alcanzó y se colocó detrás de nosotros. El lama sintió en el cuerpo un escalofrío y me miró espantado. Noté la proximidad del peligro, a la que tan acostumbrado estaba; abrí la funda del revólver, saqué este y lo monté. El automóvil se detuvo frente a la caravana. Sepailoff saludó cortésmente y preguntó:

– ¿Cambiarán de caballos en Jazahuduk? ¿Este camino atraviesa esa tierra de enfrente? No conozco esta zona, y quiero adelantar un correo que me precede.

El ministro de la Guerra contestó que estaríamos en Jazahuduk aquella misma noche, y dio a Sepailoff las indicaciones convenientes para que encontrase su camino. El automóvil se alejó a toda velocidad, y cuando transpuso la sierra el ministro ordenó a uno de sus mongoles que se adelantase a galope y viese si el coche se había parado al otro lado de los montes. El mongol fustigó a su caballo y partió.

Le seguimos lentamente.

– ¿Qué ocurre? – pregunté -. Explicádmelo.

El ministro me dijo que Djam Bolon tuvo un aviso la víspera de que Sepailoff proyectaba apresarme en el camino y matarme. Me imputaba haber excitado al barón en contra suya. Djam Bolon previno al general, quien organizó aquella columna para defenderme. El mongol volvió, y nos comunicó que el automóvil había desaparecido.

– Ahora – añadió el ministro – vamos a tomar otra dirección, para que el coronel nos espere inútilmente en Jazahuduck.

Nos dirigimos hacia el Norte, a Undur Dobo, y al anochecer llegamos al campamento de un príncipe local. Nos despedimos del ministro, nos proporcionaron magníficos caballos y pudimos continuar nuestro viaje al Este, alejándonos para siempre del “hombre de cabeza en forma de silla de montar”, de quien me aconsejó desconfiara el viejo adivino de las cercanías de Van Kure.

Después de doce días de marcha, sin incidentes notables, arribamos a la primera estación de la línea del ferrocarril del Este. De allí fui a Pekín.

***

Rodeado de todo el confort moderno en el hotel de Pekín, me desprendí de todos mis atributos de explorador, cazador y guerrero, pero, sin embargo, no podía sustraerme al hechizo misterioso de los nueve días pasados en Urga, donde hora tras hora traté íntimamente al barón Ungern, “el dios de la guerra encarnado”.

Los periódicos, al dar conocimiento de la marcha sangrienta del barón a través de la Transbaikalia, despertaban en mí recuerdos de aquella temporada. Hoy mismo, aunque han transcurrido ya más de siete meses, no me es posible olvidar tantas escenas de locura, conspiración y odio.

Las profecías se han cumplido. A los ciento treinta días de la memorable noche, el barón Ungern fue capturado por los bolcheviques a consecuencia de la traición de sus oficiales y ejecutado a fines de septiembre.

¡El barón R. F. von Sternberg!… Como una tempestad de sangre desencadenada por Karma vengador, pasó por Asia Central. ¿Qué ha quedado de él? La orden del día dirigida a sus soldados, que terminaba con las palabras de la revelación de San Juan:

“Que nadie detenga la venganza que caerá sobre el corruptor y el asesino del alma del pueblo ruso. La revolución debe ser extirpada del mundo. Contra ella nos ha prevenido en estos términos la revelación de San Juan: “Y la mujer estaba vestida de púrpura y escarlata y enjoyada en oro, perlas y piedras preciosas; tenía en la mano una copa llena de abominaciones y de la escoria de sus imprudencias. En su frente brillaba escrito este nombre misterioso: la gran Babilonia, la madre de las impudencias y abominaciones de la tierra. Vi a esa mujer, ebria de sangre de los santos y de la sangre de los mártires de Jesús”.

Es un documento humano, un documento de la tragedia rusa, tal vez de la tragedia mundial.

Pero del barón queda otra huella más importante aún.

En las yurtas mongolas, juntos a las hogueras de los pastores, buriatos, mongoles, djungaros, kirghises, calmucos y tibetanos, cuentan la leyenda nacida de aquel hijo de los cruzados y los corsarios:

“Del Norte vino un guerrero blanco llamando a los mongoles y alentándolos a romper sus cadenas de esclavitud, que cayeron en nuestro suelo emancipado. Ese guerrero blanco era Gengis Kan reencarnado, y predijo el advenimiento del más excelso de todos los mongoles, que difundirá la hermosa fe de Buda, la gloria y el poder de los descendientes de Gengis Kan, Ugadai y Kublai Kan. ¡Y ese día llegará!”.

Asia despertará y sus hijos pronunciaran audaces palabras.

Bueno será para la paz del mundo que se muestren discípulos de las escrituras prudentes de Ugadai y del sultán Baber, y no se pongan bajo los auspicios de los malos demonios de Tamerlán el Destructor.

PARTE CUARTA

EL BUDA VIVO

CAPITULO PRIMERO

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