Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© Del texto: Ferdinando Taviani, 2010
© De la traducción y edición: Juan Carlos de Miguel y Canuto, 2010
© De esta edición: Universitat de València, 2010
Coordinación editorial: Maite Simón
Maquetación: Inmaculada Mesa
Cubierta:
Ilustración: Giuseppe Arcimboldo, El bibliotecario , c. 1566
Museo Skoklosters Slott, Suecia
Diseño: Celso Hernández de la Figuera
Corrección: Communico C.B.
ISBN: 978-84-370-7622-5
Depósito legal: V-4-2010
ePub: Publidisa
Al profesor
Claudio Meldolesi
(Roma, 1942-Bolonia, 2009),
in memoriam
El autor al editor y traductor, con ocasión de la edición española
Querido Juan Carlos:
Los lectores juzgarán si este libro merece verdaderamente los elogios de tu Exordio . Personalmente te estoy agradecido por haberlo elegido para traducirlo, por tu competencia y por la calidad del resultado. Te doy las gracias, por último, por la paciencia con la que has soportado mis retrasos.
Después de su primera edición, en Italia el libro se ha vuelto a publicar varias veces. Pero no lo he actualizado. Actualizarlo habría significado escribirlo de nuevo. Ahora, mirándolo con algunos años de distancia, me parece que habla tanto por sus silencios, por lo menos, como por sus palabras. Alterar este equilibrio (en el cual no había pensado cuando lo escribí) significaría traicionarlo. En las breves conversaciones que tú y yo hemos mantenido, hemos estado de acuerdo en este punto. Lo que me ha hecho entender que dejar el libro en tus manos era la solución justa y feliz.
Este libro no lo escribí por mi propia voluntad sino por obligación. Una obligación moral. Por el respeto y la estima hacia mí de una persona: Francesco Schino, que dirigía la Redacción de Programas Multimedia y Educativos de la Enciclopedia Italiana. Había creado una revista, en la que yo colaboraba, titulada Lettera dall’Italia . La revista estaba dedicada a los Institutos italianos en el exterior, pero lentamente fue apreciada también en casa. Después de un viaje a Argentina, ideó un proyecto para dotar a las escuelas italianas de aquel país de materiales didácticos actualizados,
«pero –decía– no quiero los trillados resúmenes escolares». Me pidió que me ocupara de la sección de teatro. Quería que estuviese centrada en la literatura dramática del siglo XX. Yo tenía ganas de dedicarme a asuntos muy distintos. Sin embargo, no fui capaz de negarme. Más tarde puso en marcha una «Enciclopedia del cuerpo», que en realidad habría tratado sobre los fundamentos de las distintas ramas del saber, incluidas las artísticas y espirituales. Pero esta obra, habiéndola ya empezado, no se la dejaron hacer. En el Istituto dell’Enciclopedia Italiana prevalecieron las tendencias académicas tradicionales. Quisiera que uno de los primeros ejemplares de tu traducción se le enviase a Francesco Schino. Os mandaré su dirección.
Este libro, pues, hubiera podido titularse «La literatura teatral italiana del siglo XX contada a los argentinos». Después, un editor pensó que se le podría contar también a los italianos. Y ahora se cuenta en España. Y podría titularse: «El ejemplo italiano». Ejemplo ¿de qué?
El corazón de este libro, su verdadero argumento –que no estoy seguro de haber hecho visible con la debida claridad– es la exigencia de concebir de manera menos rígida de como suele hacerse el vínculo entre artesanía literaria y artesanía escénica. La rigidez del modo tradicional de pensar esta relación deriva de un vínculo fuerte, que tiene el peso de una auténtica impronta cultural. En los siglos XV y XVI, en el período en el que tomó fuerza lo que denominamos la «cultura teatral moderna», los libros que venían de los antiguos y que –en consecuencia– había que interpretar, entraron en contacto con las prácticas performativas, después de que durante siglos los unos y las otras hubiesen vivido en orillas separadas, en una casi completa ausencia de relaciones. Jorge Luis Borges ha resumido esta irremediable separación en un relato en el que aparece Averroes, al final del siglo XII, dedicado a traducir la Poética de Aristóteles, incapaz de imaginar de qué hablaba, en la práctica, el antiguo filósofo cuando se refería a la tragedia, la tragōidia . Es un relato refinado y paradójico, pero basta leer cómo de hecho Averroes tradujo aquel texto, todavía hoy considerado fundamental para el teatro, para constatar que en él de la Poetica no queda nada más que la corteza argumentativa. No porque Averroes conociese poco el griego o el pensamiento del antiguo filósofo, sino, en todo caso, por lo contrario: la lógica del pensamiento le resultaba clara, pero aquello a lo que Aristóteles la aplicaba era totalmente ajeno a la experiencia del traductor. Incluso para Dante, un siglo más tarde, la «tragedia» no tenía nada que ver con lo que nosotros llamamos «teatro».
Sin embargo, cuando los antiguos libros griegos y romanos empezaron a ser leídos en relación con las prácticas escénicas, como guía y como fuente de inspiración, el vínculo entre teatro y libro se hizo muy fuerte, hasta el punto de llegar a concebirlo como indisoluble. Talmente indisoluble que, en adelante, la presencia de la literatura en las prácticas del teatro se vio como una necesidad y la relación entre texto literario y escena fue concebida como si esta última fuese la traducción, la ilustración, la transcripción o la transposición crítica de un texto. O bien, se vio como una lucha cuerpo a cuerpo entre lo que está pre-escrito y lo que en escena debe ocurrir como si estuviese ocurriendo por primera vez.
Con todos los matices necesarios entre la simbiosis y la impaciencia, se desarrolló una relación que, más que a una colaboración entre artes, se parece a las distintas escenas de un matrimonio: el matrimonio del libro y de la escena. En el caso del teatro, de hecho, parece imposible plantear la relación en los términos de una simple comparación (como cuando se dice: literatura y cine, literatura y música, literatura y artes figurativas). Muchos, cuando salen del teatro, al acabar el espectáculo, la primera pregunta que se hacen es: ¿la representación era o no fiel al texto escrito? Pero, ¿por qué? Si hubiese sido infiel , ¿hubiera querido decir que era por esto, en cuanto representación, menos eficaz, menos hermosa? ¿La representación es tal vez una esposa burguesa del siglo XIX? ¿Pierde quizá el honor?
Detrás de este modo de pensar –el problema de la fidelidad – hay de hecho otro: el valor (el honor) de hacer teatro deriva de su puesta al servicio de la obra literaria. Lo que hacen los actores (y el director), lo que añaden, pertenece al horizonte de lo superfluo.
Cuando se publicó la primera edición de este libro, en Italia, en 1995, algunos lectores, tal vez un poco demasiado académicos, encontraron desproporcionada la importancia concedida a Dario Fo y, más en general, la propuesta de un «canon del siglo XX» del que formaban parte tres actores-autores (Viviani y De Filippo, junto a Fo). También de Pirandello el libro subrayaba la pertenencia al «país del teatro», en vez de imaginarlo inclinado sobre su mesa, ajeno a la vida de las tablas (una imagen que ha prevalecido hasta hace pocos decenios, y a la que hoy se le ha dado completamente la vuelta, sobre todo después del gran trabajo de indagación efectuado por Alessandro d’Amico para su prestigiosa edición de todo el teatro de Pirandello en la colección «I Meridiani», del editor Mondadori).
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