Mark Baker - NAM - La guerra de Vietnam en palabras de los hombres y mujeres que lucharon en ella

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Cuando en 1981 se publicó por primera vez
Nam, las heridas de la cruenta
guerra de Vietnam seguían abiertas. Seis años después de la finalización de una de las intervenciones militares más catastróficas de los EE. UU., poco o nada se sabía de los hombres y mujeres que allí lucharon. A los que regresaron, nadie les había preguntado qué vieron, cómo fue su experiencia, cómo les cambió… Mark Baker, un joven que no fue a la guerra y vivió aquel periodo convulso desde las aulas de la universidad y el movimiento contestatario en suelo norteamericano, empezó en 1972 a entrevistar —desde el estricto anonimato que brindó a los casi ciento cincuenta testimonios que quisieron compartir con él su experiencia— a excombatientes de una guerra que había atravesado cinco administraciones y cientos de miles de muertes de un bando y de otro. El resultado es
uno de los libros más feroces y descarnados, y a la vez lúcidos, que se ha escrito jamás sobre la guerra.

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NAM: The Vietnam War in the Words of the Men and Women Who Fought There

© 1982, Mark Baker

Dirección editorial: Didac Aparicio y Eduard Sancho

Diseño: Mikel Jaso

Maquetación: Endoradisseny

Primera edición: Septiembre de 2020

Primera edición digital: Septiembre de 2020

© 2020, Contraediciones, S.L.

c/ Elisenda de Pinós, 22

08034 Barcelona

contra@contraediciones.com

www.editorialcontra.com

© 2020, Elena Masip y Darío M. Pereda, de la traducción

© 2020, Kiko Amat, del prólogo

ISBN: 978-84-18282-30-0

Composición digital: Pablo Barrio

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual.

A todos los hombres y mujeres que ya no están entre nosotros

y no pueden contarnos su historia.

Prólogo La guerra más fugazi : Juventud y clase obrera en Nam

1.Cuando era niño, solía imaginar cómo me comportaría en tiempo de guerra. Por muy friqui hepatítico que fuese, tenía claro que la cobardía era el mayor de los pecados, como decía Bulgákov en El maestro y Margarita . ¿Qué tipo de Yo afloraría, así, cuando me hallara cara a cara con el enemigo? ¿Sería un calzonazos aniñado y sollozante (una idea que me aterraba), o más bien un viril psycho de ojos vacíos, como los que pasaron My Lai a cuchillo? Llevaba una vida preguntándome memeces como esas, cuando, recién cumplidos los dieciocho, me llegó una carta del Ministerio de Defensa. En ella se me convocaba a una alegre randevú en el CIM de Cartagena, junto al resto de muchachos del 2.º reemplazo de 1990.

El cambio que se obró en mí una vez allí me pilló completamente por sorpresa. Unos pocos meses antes, creía ir sobrado de autoconocimiento y visión: me veía a mí mismo como un outsider antifamilia (en concreto la mía), antisocial y antisociedad, cuya arma principal era cierta expectativa abstracta de gloria y grandeza1, y quien veía en la propia tribu un escudo protector que, de forma automática, repelía las expectativas de productividad del mundo capitalista, a la vez que me protegía del «borreguismo de la masa» (sí, solía decir este tipo de paridas). I’m not like everybody else , y todo eso.

El espíritu castrense cayó sobre mí como el proverbial jarro de agua fría. Imposiblemente, tras solo cuatro meses en la base me pavoneaba por allí como el jodido Roach de Apocalypse Now . Remaches en las botas y boina tuneada en posición yarmulke (chic de rebeldía naval), en busca de licor robado o algo que fumar, apartando a empellones a los «peludos» (recién llegados), hablando la jerga y puteando a mis «inferiores». I was like everybody else , después de todo. Estaba en mi salsa, allí, jugando a soldaditos, en un mundo que no era mi subcultura ni mi cultura, ni siquiera parecía formar parte de los ochenta; un mundo que, por lo visto, existía por sí mismo, que siempre había existido en su forma presente, regido por sus propias normas y convenciones desde el principio de los tiempos, y que de repente explotaba en mi cuerpo, sacando a la luz algo nuevo, o algo (casi peor) que siempre había estado allí pero que no había sido capaz de aislar e identificar.

Aunque, tienen ustedes razón, el servicio militar se parece a la guerra como un rocódromo se parece a una vía letal de Yosemite (y el único crimen de guerra que sufrí yo fue el «Soldados del amor» de Olé Olé), la experiencia me ayudó a comprender lo rápido que uno se convierte en algo cuando te arrancan de un lugar familiar y te depositan en uno extraño; lo rápido que cobra sentido lo que unos meses antes parecía imposible, lo frágiles que son los límites sociales, lo poco que significa el código moral que heredaste.

Mark Baker escribe aquí que «en menos de un año, Vietnam puso a prueba tanto al hombre como a la cultura que lo llevó hasta allí». La guerra te enseñaba quién eras, quién eras de verdad , sin lo que Baker define como «la fina fachada que imponen las instituciones de la sociedad». Bao Ninh, exveterano del Ejército de Vietnam del Norte, escribió en El dolor de la guerra : «Es la guerra lo que marca la diferencia. Entonces era la guerra, ahora es la paz. Dos épocas diferentes, dos mundos, escritos en la misma página de la vida». Dos distintas fibras morales, y una de ellas está debajo de tu piel, y no eres consciente de su existencia hasta que hay una guerra y te mandan a ella. Y tienes solo diecinueve años.

2.« It’s time the tale were told / Of how you took a child / And you made him old », cantaban The Smiths. A la sazón, una de las razones por las que Vietnam nos resultaba tan cercano a muchos adolescentes de los ochenta era la juventud de sus combatientes. Aunque, gracias al milagro de la empatía, podíamos ponernos en la piel de un Tommy de la Primera Guerra Mundial, existía un elemento de separación que dificultaba la identificación con su circunstancia. Era innegable: los soldados de la Gran Guerra quedaban demasiado lejos cronológicamente y eran demasiado mayores (veinticinco de media) y tenían rostros ancestrales y escribían demasiada poesía luctuosa para parecer de verdad de los nuestros . En cambio, uno leía sobre Vietnam, veía algunas de aquellas imágenes de rocanroleros granujientos con ojos hundidos y cascos grafiteados, y sabía que eran chavales desafectos de diecinueve años2, como tus amigos del barrio. Podían haber sido, de hecho, tus amigos del barrio, allí, teletransportados a la Ofensiva del Tet. Borrachos, drogados, extraviados, acojonados, cabreados, cogiéndose las manos los unos a los otros cuando salen a patrullar en la oscuridad, «como crías de elefante que caminan en fila india», porque temen perderse. Porque son putos niños.

La mayoría de los testimonios de Nam coincide en afirmar que «la guerra era un lugar donde se podían aprender cosas», o que «no me lo quería perder, ya fuese bueno o malo», o que aquel era «el acontecimiento que marcaría a mi generación», y como tal estarías loco si permitieras que pasara sin participar en él. Vietnam era el test de masculinidad, la aventura, la huida, el ungüento para todas aquellas adolescencias victimizadas por el romanticismo. Naturalmente, cuando los mozos se embarcaron en aquella supuesta aventura no eran conscientes de que el impulso juvenil y la energía adolescente americana que los había llevado allí sería también lo primero que les arrancarían.

Michael Herr solía decir que su verdadera juventud había sido extirpada en los tres días [de la Ofensiva del Tet] que pasó cruzando de Can Tho a Saigón. Baker comenta en Nam que Vietnam era «un País de Nunca Jamás gobernado por la brutalidad» donde los niños se convertían en viejos tres veces más rápido. «Eran unos críos», afirma alguien, «pero a la vez no lo eran. Tenían un brillo en la mirada que los hacía completamente distintos de los demás (…) Tenían algo que los hacía parecer viejos». «Cuerpos de diecinueve con mentes de treinta y cinco», transcribe Baker. Eso te hacía Vietnam.

La mínima pulsión generacional bastaba para comprenderlo: a esa guerra habían mandado a tu quinta . Un joven proleta español no tenía que realizar esfuerzo de imaginación alguno para comprender cómo habían llegado allí aquellos teenagers pringados de mirada antañona. La experiencia personal de clase y tejido social arrojaba luz sobre la suya: un ejército de odiadores del colegio, menefreguistas sin futuro ni «nada que hacer» a quien no les importó poner distancia entre su familia y ellos, que vivían en un estado de permanente semitorpor puntuado por picos de fervor maníaco, cuyo porvenir siempre había tenido el perfil de la fábrica del polígono o el centro comercial más cercano…

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