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Por aquel entonces, yo estudiaba Medicina en la John Hopkins. Alguien le cortó un dedo al cadáver que estaba diseccionando y lo escondió para gastarme una broma. Cuando fui a devolver el cadáver, no pude explicar por qué le faltaba un dedo.
Sabía perfectamente quién había sido. Así que, al día siguiente, mientras el susodicho estaba diseccionando una pierna, le corté el brazo a su cadáver y salí a hurtadillas con él. Lo metí en una neverita con hielo y me fui en coche por la interestatal hasta llegar a la salida de Baltimore. Cuando llegué a la cabina de peaje, saqué el brazo congelado por la ventanilla con el dinero en la mano y se lo dejé allí al cobrador.
El incidente llegó a oídos del decano, que era el hermano del presidente Eisenhower y, además, un puto halcón. Me dijo que me tomara una excedencia para reconsiderar mi compromiso con la Facultad de Medicina, cosa que no me pareció mala idea. «¡Genial!», le contesté. Una semana después, recibí la orden de alistamiento. Me habían delatado a la junta de reclutamiento.
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En un principio, había ido al centro de reclutamiento a hacerme el chequeo reglamentario para que me clasificaran19, me dieran la tarjeta de reclutamiento y todo eso que tienes que hacer a los dieciocho. Pero entonces apareció una mujer y me dijo: «Tienes que hacer esta prueba escrita». Había llegado tarde y me estaban pidiendo de todo, así que pensé: «Bueno, ya que he venido a lo del chequeo también puedo hacer el examen. No me cuesta nada».
Los demás tíos que se estaban examinando eran unos salvajes. Estaban montando un follón, se tiraban los lápices y todo eso. La mitad iban ciegos perdidos. Yo me reía, porque la teniente que tenía que supervisar la prueba era incapaz de controlar al grupo.
—Bueno, se acabó —dijo, y salió de la sala.
Y en eso que entran cinco marines enormes, un suboficial mayor y cuatro sargentos, y empiezan a recoger los exámenes.
—Como no le habéis dado otra opción a la teniente, hemos decidido que estáis todos aprobados —anunció el comandante—. Os marcháis en dos días… a no ser que os unáis al Cuerpo de Marines. En ese caso saldréis en un mes.
Nos pusimos todos de pie.
—¡Venga ya! ¿Nos está vacilando?
—No, hablo en serio. Habéis pasado la prueba y estáis dentro. Y, si seguís en este plan, tenemos derecho a meteros ahora mismo en un autobús rumbo al campo de instrucción.
Todos cerramos el pico. ¿De qué iba todo aquello? Estaba hablando con un chaval que tenía al lado, que me dijo:
—Bueno, a mí no me importaría tener unos días más antes de que me tengan cogido por los huevos.
Unos quince nos pusimos de pie y aceptamos entrar en los Marines, para ganar un poco tiempo.
Mientras hacíamos todo el papeleo, el tío hablaba de un servicio de unos tres años, pero, de repente, nos soltó:
—Ya sabéis que, cuando os alistáis, tenéis que servir cuatro años.
Y así fue como me enteré de que me acababa de alistar. Era joven, estúpido e ignorante, igual que todos aquellos payasos. Joder, acabábamos de firmar por cuatro años sin pensarlo siquiera, en plan, «eh, si me alisto en el Ejército tendré que pasar allí dos años, pero no, mejor firmo por cuatro, que así no me tengo que ir hasta dentro de treinta días». Treinta días que al final no me dieron, por cierto.
Pero eso no es todo. Mi hermano había muerto ese mismo año y yo no veía la hora de irme de casa. Después de compartir habitación durante dieciocho años, de repente… ¡Puf! Se había marchado para siempre. Mis hermanos mayores ya hacía mucho tiempo que no vivían con nosotros, así que estaba acostumbrado a no verlos por casa. Pero a él, que vivía conmigo… Lo echaba demasiado de menos. Había empezado a distanciarme de muchos de mis amigos, porque cuando los veía aparecer por la esquina esperaba verlo también a él; esperaba que apareciera y silbara para hacerme saber que había llegado.
En resumen, para mí era un buen momento para irme de casa, pero no se me ocurrió pensar cómo le afectaría a mi madre. Acababa de perder un hijo y va el otro y se larga a luchar en una guerra que ni le va ni le viene. Mucho después, cuando entendí lo que le había hecho, le pedí perdón. Me dijo que lo había entendido y que no me preocupara.
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Soy de San José, California. Me crie en un barrio de las afueras y fui a un colegio público. Vivía en el último bloque de una urbanización que acababan de construir, rodeada de huertos de albaricoqueros y viñedos.
Fui al típico instituto de clase media, donde apenas había negros. El clima era bueno y todo el mundo tenía coche. La mayoría de nuestros padres eran ingenieros y trabajaban para grandes multinacionales como Lockheed o IBM. Casi todos mis amigos se estaban preparando para entrar en la universidad.
La gente de San José solía ir a San Francisco a ver conciertos. Era la época en que todo el mundo fumaba marihuana y escuchaba música psicodélica; algunos de los chavales que conocía estaban metidos en ese rollo. No fueron los pioneros, sino los que se subieron al carro después, los que querían ser los primeros en probar esto o hacer aquello, los modernos.
En aquel entonces, yo era conservador. No había experimentado la desigualdad del sistema; mi vida parecía ir sobre ruedas. Además, había leído muchas novelas bélicas. Nunca me había fascinado el tema, pero habían conseguido hacerme creer que la guerra era un lugar donde se podían aprender cosas.
Conocía a gente que tenía edad de haber participado en la Segunda Guerra mundial, pero no lo había hecho. Cuando les preguntaban qué estaban haciendo entonces, siempre respondían lo mismo: «¿Yo? Iba a la universidad». Fue un acontecimiento mundial que conmocionó al mundo y, a pesar de todo, ellos se lo perdieron. Yo tenía la edad perfecta para combatir en Vietnam y no me lo quería perder, ya fuese bueno o malo. Quería formar parte de aquello, entender cómo era.
¿Por qué cojones tenía que prepararme los exámenes para entrar en la universidad? Todo el mundo iba a ir a la Universidad Estatal de San José, allí en la ciudad. Y ¿quién quiere hacer lo mismo que hacen los demás?
Me alisté en el Ejército al terminar el instituto con una prórroga en mi reclutamiento. Al final del verano, cuando todo el mundo se fuese a la universidad, yo empezaría la instrucción básica. Pasé ese último verano en casa, jugando al baloncesto y yendo de aquí para allá con mis amigos en un viejo Ford del 54. Nadie había entrado todavía en la vida adulta. Como en American Graffiti 20.
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Cuando me gradué en Enfermería, pensé en irme por ahí a buscarme la vida. Los hospitales no se pelean por contratarte si no tienes un máster ni experiencia laboral, así que decidí probar suerte en el ejército. Si me alistaba, estaban dispuestos a dejarme elegir el destino que yo quisiera. «¡Fantástico! —pensé—. Me iré a Hawái.»
Mientras hacía el entrenamiento militar básico, oía a la gente que volvía de Nam comentar lo emocionante que había sido. Profesionalmente, era una oportunidad única. Me había criado con mis dos hermanos en un barrio en el que no vivía ninguna niña de mi edad, así que de pequeña jugaba a pegar tiros con los niños todo el santo día. Pensé que en Vietnam me las apañaría bien.
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Soy de Wilcox, una ciudad de uno de los condados más ricos de Estados Unidos, o al menos eso es lo que me contaron. Tuve una infancia ideal. Todo lo que me rodeaba era agradable. Los colegios eran buenos. Todo el mundo era responsable. Allí no había vagabundos. Vivíamos en casas preciosas de preciosos jardines. Yo jugaba al béisbol en la liga juvenil; la típica infancia americana. Era como vivir en Días felices , pero sin Fonzie21. En una parte de la ciudad sí que había algún que otro macarra, pero yo no me acercaba mucho por allí. Al crecer en un entorno así, cuando empecé la universidad seguía siendo un ingenuo.
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