Ferdinand Ossendowski - Bestias, Hombres, Dioses

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Había oído hablar mucho de Bogdo Kan antes de tener ocasión de verle. No ignoraba su afición al alcohol, causa de su ceguera, y sus inclinaciones a la cultura occidental. También sabía que amaba a su mujer tanto como a la bebida y que aquella recibía en su nombre a numerosas delegaciones y a muchos enviados especiales.

En la sal donde Bogdo tenía su despacho y en la que dos lamas secretarios custodiaban día y noche el arcón que contiene los grandes sellos, reinaba la más severa sencillez. Sobre la mesa baja de madera laqueada, sin adornos, había lo necesario para escribir, así como un estuche en seda amarilla que encierra los sellos dados por el Gobierno chino y por el Dalai Lama. Cerca, un sillón bajo y una estufa de bronce; en las paredes, inscripciones mongolas y tibetanas, alternando con la svástica; detrás de un sillón, un altarcito con una estatua dorada de Buda, delante de la cual ardían dos lámparas; cubría el piso una espesa alfombra amarilla.

Cuando entramos, los dos lamas secretarios estaban solos en la estancia; el Buda vivo se hallaba en el santuario contiguo a ella, en el que no puede penetrar más que Bogdo Kan y un lama, Kanpo-Gelong, que se ocupa del templo y asiste al Buda vivo en sus oraciones solitarias. El secretario nos manifestó que el Bogdo se había mostrado muy inquieto aquella mañana. A mediodía entró, según nos dijeron, en el santuario. Durante un largo rato, el Jefe de la religión amarilla pronunció en voz alta fervientes plegarias y después que él, habló claramente un ser desconocido. En el santuario tuvo lugar una conversación entre el Buda terrestre y el Buda celestial. Eso afirmaron los lamas.

– Esperemos un poco – propuso el general -. Quizá salga pronto.

Mientras aguardábamos, el general empezó a hablarme de Jahansti Lama, diciendo que cuando está sereno es un hombre corriente, pero que cuando se turba y sume en profundas reflexiones, un nimbo de luz aparece alrededor de su cabeza. Al cabo de media hora dos lamas secretarios dieron señales de sumo espanto y se pusieron a escuchar atentamente junto a la entrada del santuario. Luego se arrojaron al suelo, de cara a él. La puerta se abrió lentamente y entró en el despacho el emperador de Mongolia, el Buda vivo, su santidad Bogdo Djebstung Hutuktu, Kan de Mongolia Exterior. Era un anciano de elevada estatura, cuyo rostro afeitado recordaba el de los cardenales romanos. Vestía una túnica mongola de seda amarilla con cinturón negro. Los ojos del anciano estaban abiertos del todo y en ellos se leía el miedo y el asombro. Se desplomó en el sillón y murmuró:

– ¡Escribid!

Un secretario cogió inmediatamente papel y una pluma china y escribió lo que el Bogdo le fue dictando, que era una visión complicada y confusa. Terminó así:

– He aquí lo que yo, Bogdo Hutuktu Kan, he visto, hablando al buda Grande y Sabio, rodeado de los buenos y malos espíritus. ¡Sabios Lamas, Hutuktus, Kanpos, Marambas y santos Cherghens, explicad al mundo mi visión!

Al terminar, se secó la frente chorreante de sudor y preguntó que quien estaba presente.

– El Kan Chiang Chun, barón Ungern, y un extranjero – repuso uno de sus secretarios, arrodillado.

El general me presentó al Bogdo, que movía la cabeza en señal de saludo. Los dos se pusieron a hablar en voz baja. Por la puerta abierta vi una parte del santuario; distinguí una gran mesa cubierta de libros, unos abiertos y otros esparcidos por el suelo; una estufa encendida con rojos leños, un cesto conteniendo omóplatos y entrañas de carnero para leer el porvenir.

El barón se levantó pronto y se inclinó ante el Bogdo. El tibetano colocó las manos en la cabeza del general y musitó una plegaria. Luego se quitó del cuello un pesado icono y lo colgó del de Ungern.

– No moriréis; reencarnareis en la forma del ser más elevado. ¡Acordaos de esto, dios encarnado de la guerra, Kan de la Mongolia agradecida!

Comprendí que el Buda vivo daba “al general sanguinario” su bendición antes de morir.

Al día siguiente y al otro tuve ocasión de volver a visitar tres veces al Buda vivo, acompañado de un amigo del Bogdo, el príncipe buriato Djam Bolon. Estas visitas las describo en la cuarta parte del libro.

El barón Ungern organizó mi viaje y el de mi grupo a las orillas del Pacifico. Debíamos ganar la Manchuria del Norte a lomo de camellos, a fin de evitar las discusiones con las autoridades chinas, tan mal dispuestas en lo concerniente a las relaciones internacionales con Polonia. Habiendo remitido desde Uliassutai una carta a la Legación francesa en Pekín y siendo portador de una carta de la Cámara de Comercio china, expresándome gratitud por haber preservado a la ciudad de un pogrom , pensé llegar sin inconveniente a la más próxima estación de ferrocarril del este de China para desde allí dirigirme a Pekín. El comerciante danés E. V. Olufser debía ir conmigo, así como un sabio lama, Turgut, que también se dirigía a esa capital.

No olvidaré nunca la noche del 19 al 20 de mayo de 1921. Después de cenar, el barón Ungern me propuso que fuésemos a casa de Djam Bolon, a quien yo había conocido a poco de mi llegada a Urga. Su yurta se hallaba sobre una tarima en un cercado situado detrás del barrio ruso. Dos oficiales buriatos salieron a nuestro encuentro y nos hicieron pasar. Djam Bolon era un hombre de mediana edad, alto y delgado, de cara afilada. Antes de la gran guerra era un simple pastor, pero peleó valientemente en el frente alemán y luego contra los bolcheviques, al mando del barón Ungern. Tenia el titulo de gran duque de los Buriatos, sucesor de antiguos reyes destronados por el Gobierno ruso, a consecuencia de su tentativa para conquistar la independencia del pueblo buriato. Los criados nos trajeron platos cargados de nueves, pasas, dátiles, queso, etcétera, y nos sirvieron el té.

– ¡Es la última noche, Djam Bolon! – exclamó el barón -. Y me habéis prometido…

– Lo recuerdo – respondió Djam Bolon -; todo está preparado.

Durante un largo rato les escuché sus evocaciones de los combates reñidos y de los amigos muertos. El reloj marcaba medianoche cuando Djam Bolon se levantó y salió.

– Van a decirme otra vez mi sino – dijo el barón como intentando justificarse -. Para el bien de nuestra causa, es lamentable que yo muerta tan pronto…

Djam Bolon regresó con una mujer pequeña, aún no vieja, que se sentó a lo oriental delante del fuego y comenzó a mirar fijamente al barón. Tenía el rostro más blanco, alargado y enjuto que las mongolas, los ojos negros y la mirada penetrante. Vestía a la usanza de gitana. Supe después que era una célebre adivina y profetisa, hija de una cíngara y de un buriato. Sacó un saquito de su cintura y, con ademán lento y ceremonioso, extrajo de él unos huesecillos de pájaro y un puñado de hierba seca. Empezó a farfullar palabras incomprensibles, echando de cuando en cuando a la lumbre puñaditos de hierba, lo que llenó la tienda de un mareante perfume. Sentí perfectamente que mi corazón palpitaba con fuerza y que se me iba la cabeza. Luego que la hechicera quemó toda la hierba puso los huesos de pájaro sobre las brasas, moviéndolos y removiéndolos con unas tenazas de bronce. A medida que los huesos se ennegrecían comenzó a examinarlos, y de repente su rostro adquirió una expresión de terror y sufrimiento. Se arrancó nerviosamente el pañuelo que tapaba su cabeza, y contraída por las convulsiones empezó a pronunciar frases breves y rápidas.

– Veo… Veo al dios de la guerra… Su vida transcurre horriblemente… Después una sombra… negra como la noche-sombra… Ciento treinta pasos aún… Más allá tinieblas… Nada… no veo nada… el dios de la guerra ha desaparecido…

El barón bajó la cabeza. La mujer cayó de espaldas, con los brazo en cruz. Había perdido el conocimiento, pero me pareció ver la pupila de uno de sus ojos brillar debajo de las entornadas pestañas. Dos soldados se llevaron a la desmayada mujer, y siguió a ello un penoso silencio que invadió la yurta del príncipe buriato. El barón Ungern se irguió, por último, y se puso a andar alrededor de la estufa, hablando solo. Al cabo se detuvo y dijo con nerviosidad:

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