A través de Suecia, un enviado de los conspiradores, Adam von Trott, tanteó la actitud de los aliados occidentales ante un nuevo gobierno alemán. Las peticiones fueron modestas, como por ejemplo la detención de los bombardeos sobre Berlín si el golpe triunfaba, pero ingleses y norteamericanos, especialmente los primeros, se negaron a cualquier tipo de concesión. Cuando el mensaje llegó a Berlín, los conjurados no quisieron creer que esa intransigencia fuera cierta, y la achacaron a una táctica de jugador de póker. Por ejemplo, Stauffenberg estaba convencido de que Churchill variaría esa postura al vislumbrar la posibilidad de un armisticio en el frente occidental, lo que permitiría que Alemania se centrase en defender el oriental, convirtiéndose así en un dique al expansionismo ruso.
Stauffenberg creía, de forma un tanto ingenua, que los aliados occidentales aceptarían la propuesta de paz del gobierno salido del golpe de Estado, por lo que preparó un documento en el mes de mayo, junto al capitán Kaiser, que recogía un total once puntos con los que sentarse a dialogar con los representantes de Londres y Washington:
1. Cese inmediato de los bombardeos sobre Alemania.
2. Detención de los planes de invasión.
3. Evitar más víctimas.
4. Mantenimiento de la capacidad militar en el este.
5. Renuncia a toda ocupación.
6. Gobierno libre y constitución independiente.
7. Total cooperación para el cumplimiento del armisticio.
El primer ministro británico, Winston Churchill, rechazó proporcionar cualquier tipo de apoyo a la oposición germana. Los conjurados pidieron ayuda a los ingleses, mediante contactos en la neutral Suecia, pero Londres sólo pensaba en la derrota total de Alemania.
8. Delimitación de las fronteras de 1914 en el este, mantenimiento de Austria y de los Sudetes, autonomía para Alsacia y Lorena.
9. Colaboración en la reconstrucción de Europa.
10. Juicio de los criminales contra el pueblo.
11. Recuperación de la dignidad y el respeto.
No está confirmando que este documento llegase a manos de los Aliados, pero no es aventurado suponer que, si la entrega se produjo, la propuesta no mereciera ninguna atención. Estaba claro que después de casi cinco años de lucha y con el Ejército germano en retirada en casi todos los frentes, no podía ponerse punto y final a la contienda premiando a Alemania con la conservación de los territorios ocupados durante su expansión.
Además, la renuncia a cualquier ocupación por parte de los Aliados equivalía a reincidir en el mismo error que se había cometido al final de la Primera Guerra Mundial. Si Stauffenberg era un iluso idealista o, por el contrario, era un hábil negociador al plantear esa oferta de máximos, es algo que no sabemos. De lo que sí estamos seguros es de que los Aliados negaron todo apoyo y ayuda a un levantamiento contra Hitler llevado a cabo por los propios alemanes, pese a que, con total seguridad, el éxito de esa maniobra hubiera salvado miles de vidas británicas y norteamericanas.
“CUESTE LO QUE CUESTE”
A finales de mayo de 1944, se intensificaron aún más los planes para eliminar a Hitler, bajo el impulso del general Olbricht. Se obtuvo una cantidad de explosivo de procedencia alemana, que fue guardada en la casa de Stauffenberg en Berlín. Pero ese explosivo no llegó a utilizarse; se cree que el general Fromm, pese a no formar parte de la conjura, frenó el atentado al pedir a Olbricht tiempo para conseguir el apoyo de más generales.
Entonces sucedió un hecho providencial. Como si la corriente arrastrara nuevamente a Stauffenberg hacia su ineluctable destino, el conde fue propuesto por el general Heinz Guderian para sustituir al general Heusinger en la jefatura de la Sección de Operaciones. El que Guderian le calificase “como el mejor del Estado Mayor” convenció a Himmler para la idoneidad de su nombramiento.
Friedrich Olbricht, a la izquierda, durante unos ejercicios de la Escuela del Ejército de Montaña en la primavera de 1944. En esas fechas estaba plenamente centrado en el planeamiento del golpe.
Stauffenberg no deseaba ese puesto, y a punto estuvo de rechazarlo, pero enseguida comprendió las enormes posibilidades que se le abrían. Gracias al nuevo cargo tendría acceso más pronto o más tarde al Cuartel General de Hitler, así que aceptó. Además, pudo colocar a su amigo Metz von Quirnheim en el puesto que anteriormente ocupaba. Excepto el general Fromm, que jugaba con dos barajas, el resto de la cúpula del Ejército de reserva estaba ya bajo el control de los conjurados.
El 7 de junio de 1944, un día después del desembarco aliado en Normandía, Stauffenberg fue llevado por Fromm sin advertencia previa a Berchtesgaden, la residencia alpina de Hitler. Allí, Stauffenberg participaría por primera vez, en calidad de jefe de Estado Mayor del Ejército territorial, en una conferencia de mandos militares sobre la situación de los frentes. Además de Hitler, a la reunión asistirían también Heinrich Himmler, el jefe de la Luftwaffe Hermann Goering y el ministro de Armamento Albert Speer. Stauffenberg fue presentado al Führer y éste le invitó a acercarse al lugar de la mesa en la que estaban extendidos los mapas, en atención a su problema de visión. A la salida de la reunión, estuvo departiendo unos minutos con Speer.
Stauffenberg gozó de la recomendación del general Heinz Guderian para sustituir al general Heusinger en la jefatura de la Sección de Operaciones. Guderian dijo de él que era “el mejor del Estado Mayor”.
Años después, la esposa de Stauffenberg afirmaría que su marido sintió el ambiente “podrido y corruptor”, y que el único dirigente que le pareció normal fue Speer, mientras que a los demás los calificó de “manifiestos psicópatas”.
En esa primera reunión Stauffenberg no intentó atentar contra Hitler. Algunos aseguran que ese día llevaba ya la bomba en su cartera, pero que no tenía previsto activarla porque simplemente deseaba probar sus nervios, pero esto no es más que una conjetura poco probable. Si su cartera realmente contenía la bomba, hay que pensar que quería emplearla. En este caso, no se sabe si no la activó porque no encontró la ocasión de hacerlo o porque le surgieron dudas sobre la conveniencia de seguir adelante con el golpe de Estado después del desembarco aliado. El conde aseguró a algunos conjurados que ya no tenía sentido continuar con el plan, pues los Aliados no aceptarían una paz negociada y que, por tanto, quizás era mejor que fuera el régimen nacionalsocialista el que llevase a la nación a la derrota absoluta, y no ellos.
Pero las razonables dudas de Stauffenberg quedaron despejadas después de que su amigo von Tresckow le dijese estas palabras, que se ha rían famosas: “El atentado ha de llevarse a cabo, cueste lo que cueste. Aunque hubiera de fracasar ha de ser intentado en Berlín. Ya no se trata del objetivo práctico, sino de que la oposición alemana haya intentado el golpe decisivo, ante el mundo y la historia. Todo lo demás, aquí, es indiferente”.
Después de la visita a Berchtesgaden, Stauffenberg acudió a Bamberg para ver a su mujer, Nina, que estaba embarazada, y a sus cuatro hijos; Berthold, Heimeran, Franz Ludwig y la pequeña Valerie. Se cree que la relación entre Claus y Nina no atravesaba entonces por su mejor momento. Él había intentado mantener a su mujer alejada del círculo de conspiradores para protegerla, pero Nina era consciente de que su marido estaba involucrado en un asunto en el que, de no salir como estaba previsto, podía perder la vida. No es difícil suponer que ella le recriminó que pusiera en riesgo el futuro de su familia e, igualmente, no es difícil imaginar la respuesta de Stauffenberg. A la luz de los hechos, entre sus responsabilidades familiares y la defensa de sus ideales hasta las últimas consecuencias, Stauffenberg se inclinó por esto último. No hay que descartar que se viera sometido a un gran sufrimiento al verse obligado a pasar por ese dilema, pero al final se vio impelido a actuar así por su innato sentido del deber. Stauffenberg ya no volvería a ver más a su familia. Tampoco llegaría a conocer a su hija Constanze, nacida el 27 de enero de 1945.
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