El general Friedrich Fromm, como jefe del Equipamiento del Ejército de Tierra, había diseñado por aquellas fechas las medidas necesarias para cubrir los huecos que se iban produciendo en las tropas destinadas al frente oriental. Consistían en utilizar a los trabajadores de la industria y los enfermos y heridos que se iban recuperando para ese fin. Esta llamada a filas en caso de necesidad fue establecida formalmente bajo las palabras en clave “Valkiria 1” y “Valkiria 2”, según el grado de movilización.
Pero en el verano de 1943, “Valkiria” pasó a tener un significado muy diferente. Dejó de ser un plan para cubrir las bajas del Ejército y pasó a convertirse en una operación para reprimir cualquier disturbio interno. En esos momentos existía una gran fuerza de trabajadores extranjeros y prisioneros en el interior de Alemania, y se temía que pudiera organizarse algún tipo de levantamiento. “Valkiria 1” pasó a denominar la disponibilidad inmediata de las tropas para ese cometido y “Valkiria 2” se convirtió en la orden de entrada en acción de esas fuerzas de combate.
Hitler estuvo de acuerdo con ese cambio impulsado por el general Olbricht. Pese a que al Führer no le faltaba astucia para advertir cualquier maniobra encaminada a socavar su poder, en esta ocasión tragó el anzuelo. La entrada en vigor del plan “Valkiria” suponía que el Ejército del Interior podría movilizarse y tomar sus propias decisiones aun en el caso de que la relación entre éstas y Hitler quedaran rotas. De forma sorprendente, Hitler aceptó esta propuesta y autorizó que se hicieran los preparativos. Sin ser consciente de ello, estaba dando luz verde al mecanismo que iban a emplear los conspiradores para intentar derrocarle. El plan “Valkiria” iba a permitir llevar a cabo el golpe de Estado sin quebrar, en apariencia, la legalidad vigente.
Stauffenberg y sus compañeros siguieron trabajando en los detalles del plan “Valkiria”. Era necesario redactar las órdenes que serían radiadas o confeccionar las listas de los objetivos a ocupar. Para ello, con el fin de evitar miradas indiscretas, los conjurados se reunían en el bosque de Grünewald. Allí, las esposas de Tresckow y del barón von Oven acudían con máquinas de escribir portátiles para confeccionar los documentos. Escribían con finos guantes para no dejar sus huellas dactilares. Después de ser utilizadas, las máquinas de escribir eran guardadas en lugares secretos.
Tras una de estas reuniones clandestinas en el bosque, se produjo una escena propia del mejor thriller. Ya de noche, la esposa de von Oven caminaba junto a Tresckow y Stauffenberg de regreso a casa, llevando en una cartera los documentos que habían redactado esa tarde. De pronto, una patrulla motorizada de las SS apareció y se detuvo justo al lado de ellos. Los hombres de las SS descendieron rápidamente del vehículo y los conjurados comprendieron al momento que era inútil escapar; estaban perdidos sin remedio. Pero la patrulla ni siquiera prestó atención a los tres viandantes, sino que entraron a toda prisa en una casa para hacer un registro. La mujer de von Oven recordaría más tarde que sus dos compañeros palidecieron notoriamente.
La habilidad para encubrir la preparación del golpe de Estado mediante la utilización de “Valkiria” merecería posteriormente el reconocimiento, aunque a disgusto, de la propia policía: “En conjunto, todo ese plan “Valkiria” estaba perfectamente encubierto y disimulado por Stauffenberg y la camarilla de conjurados, en forma refinada”.
Stauffenberg tuvo en Peter Yorck von Wartenburg uno de sus más firmes apoyos.
Una de las piezas clave de la conspiración era el general Friedrich Fromm, el diseñador del plan original “Valkiria” y jefe directo del general Olbricht. Estaban bajo su mando todas las fuerzas disponibles en el interior de Alemania. De cincuenta y seis años, había alcanzado el grado de generaloberst y sólo le faltaba escalar el último peldaño: ser nombrado mariscal. Sus dos metros de estatura hacían de él una figura imponente. Tenía un carácter autoritario, a lo que le ayudaba su físico, y era muy ambicioso, por lo que no tenía reparos en aparentar fidelidad a los principios del nacionalsocialismo si ello le ayudaba en su carrera.
Pero Fromm no era un general estimado por sus subordinados, pues nunca salía en su defensa en caso de dificultades. Acostumbraba a eludir responsabilidades, evitar complicaciones siempre que fuera posible, y prefería dedicarse a la caza y a la buena vida en vez de atender las necesidades de los hombres que tenía a su mando.
Sin embargo, Fromm era inteligente y tenía una gran habilidad para nadar entre dos aguas. Cuando Stauffenberg fue nombrado nuevo jefe de su Estado Mayor, éste expresó a su superior abiertamente su falta de confianza en el futuro de Alemania en la guerra; Fromm, en lugar de recriminarle su pesimismo y llamarle al orden, prefirió mantener un prudente silencio. Esto fue interpretado por los conjurados como un deseo de incorporarse al complot, lo que la actitud ambigua de Fromm no ayudó a desmentir. Por ejemplo, un día que Stauffenberg y Olbricht insinuaron en su presencia la posibilidad de un golpe de una actuación violenta contra la cúpula militar del Reich, Fromm, que odiaba a muerte al mariscal Keitel, el jefe del Alto Mando de la Wehrmacht (OKW), les dijo:
– Si dais el golpe, no os olvidéis de Keitel… Esta confidencia, entre otros gestos de simpatía hacia el complot, hizo aumentar el optimismo entre los conspiradores, puesto que el concurso de Fromm era casi indispensable para que el golpe tuviera éxito. El plan consistía en que, una vez conocida la muerte de Hitler, Fromm debía difundir la palabra clave “Valkiria” para que entrasen en vigor las medidas destinadas a asegurar el orden, pues era el único que tenía potestad para hacerlo. Pese a que Fromm no participaba directamente en el complot, era difícil pensar que, llegado el momento, se negase a emitir esa orden. Pero, en todo caso, si Fromm dudaba en dar la consigna, el general Olbricht estaba dispuesto personalmente a darla; cuando la orden hubiera salido por telégrafo, las tropas ya no podrían comprobar si se trataba de una orden dada de forma autorizada o no, y tan sólo los oficiales más próximos podrían comprobarlo mediante una consulta telefónica directa.
Por su parte, pese a no estar al corriente de los detalles, Fromm no ignoraba que se estaba preparando un golpe de timón, así que deseaba estar bien considerado por los conjurados por si éstos se alzaban con el poder. Pero Stauffenberg y sus compañeros no podían confiarse; si conocían mínimamente a Fromm serían conscientes de que éste se guardaría las espaldas hasta el último momento para no quedar expuesto en el caso de que el complot fracasase.
Así pues, la maquinaria de la conspiración dependía de una pieza de la que no podían asegurarse su infalibilidad. Naturalmente, era necesario afrontar algunos riesgos; la postura del calculador Fromm ante el golpe era uno de ellos y, tal como se verá, no el menos grave.
Los conjurados ya habían decidido quién debía ser el nuevo Jefe del Estado una vez que hubiera triunfado el golpe, es decir el hombre que debía sustituir a Hitler al frente de la nación. Esta responsabilidad recaería sobre el general Ludwig Beck. De sesenta y cuatro años de edad, procedía de una familia renana, y había crecido en un ambiente de burguesía católica. Participó en la Primera Guerra Mundial como oficial de Estado Mayor.
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