Jesús Hernández - Operación Valkiria

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Año 1943. El coronel Claus Schenk von Stauffenberg acababa de ser trasladado a Berlín bajo las órdenes del general Friedrich Olbricht, miembro de un comité de resistencia que empieza a maquinar un plan para dar muerte a Hitler.
Olbricht ya tiene entrelazados a más de 200 implicados en distintos estratos de la sociedad alemana e incluso de la sección de inteligencia y contraespionaje. El objetivo es eliminar a Hitler, Goering y Himmler, neutralizar a las SS e instalar un gobierno provisional que intentaría hacer las paces con occidente y detener la guerra. Von Stauffenberg, a pesar de sus lesiones de guerra (ha perdido un ojo y varios dedos de la mano), quiere realizar el atentado. Los conspiradores dudan. ¿Tendrá capacidad para activar la bomba? Finalmente aceptan porque entienden que su invalidez es la coartada perfecta y que no levantará sospechas. El coronel Von Stauffenberg intenta varias veces cumplir su misión, pero no consigue nunca encontrar juntos a los que deben morir. Finalmente, el 20 de julio de 1944 se da la ocasión perfecta. El alto mando se reúne en el cuartel general de Hitler, ubicado cerca de Rastenburg. Von Stauffenberg
porta un maletín con un explosivo inglés de 1 kg que se activa mediante un detonador químico absolutamente silencioso. Todo es perfecto. Se sienta junto al líder nazi. Solo queda esperar el momento…

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A primeros de abril, cuando se contemplaba ya como inminente el final de la campaña tunecina y, por tanto, el fin de la presencia germana en África, a Stauffenberg se le comunicó que debía regresar a Alemania, en donde sería más útil. Pero antes de emprender el viaje, Stauffenberg debía cumplir una misión por la que debía dirigirse a la zona de combate para coordinar una retirada. Así pues, el 7 de abril de 1943, la 10ª División Panzer inició el repliegue de Biar Zelloudja a Mezzouna.

Stauffenberg fue autorizado por el mayor general Freiherr Von Broch para dirigir la retirada desde su vehículo, mientras Von Broch les seguiría una vez que los últimos elementos de la división hubieran cruzado el paso de El-Hafay. Stauffenberg fue advertido nuevamente de que tuviera cuidado con la aviación enemiga, en esta ocasión por Von Broch.

AL BORDE DE LA MUERTE

Stauffenberg, acompañado por algunos vehículos blindados, cruzó el paso de El-Hafay y llegó a Sebkhet. En este momento, se le unió la 5ª compañía del 10º Batallón de Motocicletas. Al alcanzar el estrecho terreno entre Sebkhet y el paso de Chabita-Khetati, la caravana de vehículos fue atacada por aviones enemigos; la mayoría de soldados y oficiales tuvieron tiempo de dispersarse por el campo.

Cuando regresaron a la columna, comprobaron horrorizados que el coche de Stauffenberg había sido acribillado. El conde estaba gravemente herido, y fue trasladado de inmediato a un hospital de campaña en Sfax. Mientras un enfermero atendía sus heridas, Stauffenberg, que no había perdido la conciencia, le preguntó su nombre. En el hospital comprobaron que su mano derecha había quedado prácticamente destrozada por una ráfaga de ametralladora, por lo que los médicos decidieron amputarla por encima de la muñeca. Había perdido el ojo izquierdo. Dos dedos de la mano izquierda, el meñique y el anular, también serían amputados. Además, presentaba una ligera herida en una rodilla y en la cabeza, a causa de la metralla.

El 10 de abril fue trasladado al hospital de Cartago. Cinco días más tarde llegó en un barco hospital al puerto italiano de Livorno y enviado por tren a Munich, a donde llegó el 21 de abril, siendo ingresado en el 1º Hospital General. Durante varios días sufrió fiebre muy alta y los médicos temieron por su vida.

Ante la adversidad, Stauffenberg dio muestras de una fuerza de voluntad encomiable. Rechazó los medicamentos que le ofrecían para calmar el dolor y facilitarle el sueño. Los que lo visitaban se admiraban de que su buen ánimo continuara inalterable. Pese a sus problemas de movilidad, pronto logró desnudarse y vestirse con la ayuda de sus tres dedos de la mano izquierda y la boca.

El departamento de personal había previsto, una vez que estuviera recuperado, enviarle a Berlín como jefe del Estado Mayor en la jefatura de la oficina central del Ejército. Allí tendría como superior al general Olbricht, quien también tendría un papel predominante en el complot del atentado contra Hitler. A principios de mayo, Stauffenberg dictó a su mujer una carta por la que aseguraba a Olbricht que en tres meses podría ponerse ya a sus órdenes en Berlín.

Como vemos, una corriente poderosa e invisible, ante la que Stauffenberg nada podía oponer, le llevaba a la capital del Reich y al mismo centro de la conjura para derrocar a Hitler. Como si el destino le hubiera elegido a él para imprimir ese giro dramático al rumbo de Alemania, el ataque sufrido en Túnez era el renglón torcido por el que ahora iba a encontrarse con la oportunidad, un año después, de ser la persona en cuya mano estuviera el futuro de la nación. Con toda seguridad, en el viaje de Munich a Berlín no se le pasó por la cabeza la abrumadora responsabilidad que debería afrontar en una calurosa jornada del verano del año siguiente, ni la oportunidad única de que iba a gozar de destruir la cabeza del régimen que ese momento ya sólo le merecía odio y desprecio.

LOS RASGOS DE SU PERSONALIDAD

Pero antes de entrar en la narración de cómo se urdió el complot que desembocaría en el intento de asesinato del dictador germano el 20 de julio de 1944, aún podemos conocer mejor la personalidad del que sería su gran protagonista.

Como se indicó en la introducción, la pérdida de los documentos relativos a su vida no ha permitido a los investigadores conocer con detalle su biografía. Pero, afortunadamente, es relativamente fácil dibujar los rasgos de su carácter, pues la casi totalidad de los testimonios que accedieron a describirle coinciden en sus apreciaciones.

Stauffenberg aparece ante nosotros como un ser diáfano, claro, transparente; no parecen existir en él ni los componentes poliédricos ni esos recovecos oscuros de otros personajes históricos. Todo apunta a la conclusión de que se mostró siempre franco y abierto, pues no hallamos en su carácter zonas de penumbra en los que su actitud pueda contemplarse desde ópticas sujetas a controversia.

Todos los que le conocieron lo describen como una persona optimista, alegre, enormemente trabajadora, constante, que hacía sentirse bien a todos los que tenía a su alrededor. No obstante, es necesario insistir de nuevo en que la casi totalidad de testimonios fueron recogidos mucho tiempo después de su muerte. Es muy posible que los que entonces trabaron relación con él lo hubieran heroificado inconscientemente después de convertirse en un personaje histórico; no podemos descartar que si alguno de ellos recordase algún hecho en que el que la reputación de Stauffenberg no saliese bien librada, lo olvidase o prefiriese no relatarla para no empañar su figura. Pero con todo ello, la coincidencia y la claridad de las descripciones, descartando algún exagerado panegírico, llevan a creer que, efectivamente, la personalidad magnética de Stauffenberg suscitaba siempre la admiración y la confianza de todos aquellos que le trataban.

El escultor Thormaelen valoraba de Stauffenberg el que fuera un hombre de acción: “Rapidez, acción inmediata, dispuesto siempre a la acción que su pensamiento y corazón creyeran que requerían las circunstancias. No se daba en él separación alguna entre pensar y hacer, entre sentir y actuar”.

El carácter alegre y extrovertido de Stauffenberg quedaría reflejado en estas palabras de 1962 del entonces capitán Burkhart Müller-Hillebrand, su posterior jefe en el Estado Mayor: “En aquel tiempo (finales de 1930) conocí en él a un compañero que destacaba por su inteligencia, personalidad y cultura. A eso se añadía su carácter alegre, aunque no por ello superficial, como era en aquellos tiempos frecuente entre muchos oficiales”.

El coronel Bernd von Pezold recordaría en 1963 el magnetismo de Stauffenberg, que se manifestaba en todo momento: “Era imposible que no se destacara de todos, incluso aunque estuviera en reuniones numerosas. Aun sin querer, pronto se convertía en el centro de toda la reunión; de él partía una fuerza de atracción notable. Incluso aunque estuviera debatiendo entre hombres de mediana cultura, lograba trasladar las discusiones a un nivel elevado”.

En 1962, el coronel Wilhelm Bürklin, coincidía con la apreciación de Von Pezold de que Stauffenberg tenía esa capacidad para elevar el nivel de cualquier discusión: “Le caracterizaba su especial camaradería cordial y totalmente natural. Esto era más de valorar por cuanto se reconocía en general su capacidad y dotes por encima del término medio. Toda conversación alcanzaba de inmediato un alto nivel; gustaba además de las discusiones animadas, que no se agotaban debido a su apasionado temperamento”.

Esa admiración por el carácter de Stauffenberg podía llegar a los límites de este compañero suyo, Eberhard Zeller: “Se percibía en él fuerzas geniales inalcanzables, que hacían que siempre estuviera en el lugar dirigente, y que lograra despertar la alegría de estar con él, de trabajar con él. Las sospechas que fuerzas bajas e innobles pretendían hacer recaer sobre él, desaparecían en cuanto se le miraba. Su figura daba la impresión de que en él se conjugaban fuerza y nobleza”.

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