–No tienes mucha ropa que digamos –dice–. Esos pantalones no te los puedes poner acá.
–Sí sé –digo–. Pero igual los traje, por si acaso. Y porque la Ita, mi abuela, no quería que yo los trajera. Para llevarle la contra.
Sonríe y me chasconea con su mano grande.
–Toda mi ropa es horrible y además, no es mía –digo–. Son vestidos de tías, transformados.
–Mmm, es cierto –dice, levantando los vestidos y mirándolos. Los sacude con su mano grande.
–En el campo yo andaba siempre con pantalones –digo–. Gonzalo me los prestaba. Son los mejores para andar a caballo.
–¿Gonzalo?
–Mi primo hermano. Es decir, no. Es mi tío, pero yo le digo primo hermano. Porque es casi mi hermano. Es el único que no... Es muy complicado de explicar –digo.
–Trata –sonríe ella. Y se sienta en la cama.
Y no sé por qué, comienzo a hablar.
–Es que soy huérfana. Mi mamá murió cuando nací. Mi papá no quiso verme. Ahora él también está muerto. La Ita no me quiere. Me mandó para acá... con el Tata, que es mi abuelo. No sé... me parece que sobro en todas partes –estallo en sollozos.
–Es muy, muy difícil. Pero es –oigo a Aurelia–. Te mandarán a hacer ropa nueva –dice–. Para tu estreno en sociedad.
–¿Mi qué?
–Tu estreno en sociedad. Vas a cumplir quince años, eres mujer y de familia conocida. Te estrenarás.
–¿Me... qué?
–¿Dónde vivías que no sabes nada de eso? ¿En una isla desierta? –sonríe Aurelia.
Siento que las lágrimas vienen de nuevo y las trago, desesperadamente.
Recuerdo a la Isabel Mairena. La veo a horcajadas sobre la acequia abortando a su último hijo, y a los grupos de campesinos sin trabajo, vagando por los campos, con la piel color de ostra y comiéndose el pasto. No hay caso. Me he puesto a llorar de nuevo.
–Llore, mi niña, llore –oigo a Aurelia–. Hay que llorar cuando hay que llorar.
Sale y vuelve al poco rato con una bandeja.
–Tómese esta leche caliente con vainilla y métase en la cama. Las sábanas están muy heladas –dice.
Luego me abraza y me da un beso en la frente.
Dios mío, eso no lo ha hecho nadie nunca. Un beso en la frente.
–Mañana todo será mejor –dice.
La contraluz de las velas hace temblar las cosas y sus sombras en la pieza.
La leche va cerrándome los ojos. Mi pelo enredado, suelto, se desparrama sobre la almohada, apaciguado. Es una cama muy grande, en realidad. La mano cálida de Aurelia me acaricia el dorso de mi mano. Es una sensación tan rica... tan tibia...
Con los ojos entrecerrados, oigo un grito lejanísimo en la calle.
–... vemariapurísima ... oncehandadoysere ...
–Es el sereno. Da la hora –sonríe Aurelia.
Como si a alguien le importara la hora a las once de la noche.
Entonces me duermo como una tabla.
4
Al día siguiente me despierto con las carreras y las voces.
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