Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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Esto es más grande que yo, pienso. No puedo. No podré irme sola a...

Entonces, los veo.

Los campesinos.

Ahí están, sentados en una de las laderas del cerro, junto a tarros humeantes, teteras rotas. Tienen mantas en la tierra. Han hecho un fuego. Veo a perros escuálidos, niños inflados, con la cara en punta. Se ven como distraídos, absortos, mirando fijamente a la lejanía. No hablan. No se mueven. Como si estuvieran paralizados.

Golpeo las paredes del coche.

–Juan Pino, para –digo–. Quiero despedirme de ellos.

–No puede bajar, niña, órdenes de don Pedro –vocea desde afuera, él–. Debemos llegar con algo de luz a Santiago.

Y le pega un huascazo a los caballos. Justo en el hocico, donde les duele.

–¡No los huasquees! –grito. Pero el viento apaga mi voz. Silba furibundo, lleno de rabia creciente y ráfagas heladas.

Vuelvo a ver a otro grupo de campesinos sentados. Esperan. Esperan algo. Pero nada llega. El silencio y el viento compiten en la cumbre.

Entonces, lo veo a él.

Es Carabantes. Más allá, veo a la comitiva. Se les ha adelantado. Acerca su caballo al coche. Me ve por la ventanilla. Mira mi cara manchada por las lágrimas. No quiero que me vea llorar. Vuelvo la cabeza. Se queda quieto, mientras el coche pasa, a toda velocidad, a su lado. Levanta levemente su mano grande al pasar. Ha visto mis lágrimas. Me mira fijo con esos ojos que parecen entender todo.

Me mira con esa especie de luz oscura que le hacen esas ojeras algo violeta que tiene alrededor de los ojos.

El coche se aleja.

En ese momento, me acuerdo.

–¡La Amapola! –grito–. ¡No me despedí de ella!

Me pongo de pie dentro del coche.

No me despedí de ella.

No puede haber nada peor, pienso. Nada de lo que venga puede importarme ya.

Y entonces me pongo a llorar sin consuelo.

TERCERA PARTE

1857

1

Llegamos. Es la última hora de la tarde. El coche se detiene ante un gran portón cerrado.

Es la casa del Tata. Ocupa toda la manzana. Calle de los Huérfanos con calle de los Baratillos Viejos. Parece una fortaleza de una cuadra por lado. Ventanas embarrotadas a la calle, por todo el muro. Junto al portón de entrada hay un alero con el espacio para el escudo de armas de los Larraín. Está vacío. Junto al portón de entrada hay otra puerta, más estrecha. Me asomo y es una tienda de velas de cera, cordobanes, lazos, riendas para caballos. Gonzalo me ha contado que ahí vive el maestro Larra, hijo natural de algún Larraín anterior, que lo han protegido permitiéndole vivir ahí como zapatero a cambio de achicar su apellido, convirtiéndolo en Larra, tan solo. Quién acepta algo así, pienso. También sé que le llevan almuerzo desde la cocina. O sea, las sobras. Yo no habría aceptado eso, ni muerta.

Entramos a un amplio patio de adoquines. En ese momento, alguien se adelanta chancleteando y abre la puerta de entrada a la casa.

–A la horita que me viene llegando, Pino –rezonga con voz ronca.

Es una vieja que tiene los ojos muy abiertos con la extrema tirantez del moño. Es muy baja, más que la Gumercinda, incluso, y tiene cara de acidez. No me mira de lo encorvada que anda. Se adelanta y abre las dos hojas de la puerta de la casa.

–Pase, no más, señorita Larraín –dice, con una voz como si viniera desde adentro de un tarro–. Soy Juana Rosa Arriagada, para servirla. Estoy a cargo de esta casa en ausencia de la señora.

Y se inclina un poco delante de mí. Me da vergüenza. Para servirme en qué, pienso. Estoy nerviosa. Me mira fijo, como una araña que tejiera su tela.

–¿Tiene agua? –dice Juan Pino, resoplando–. El coche llegó muy embarrado.

–Cómo no lo ibas a embarrar tú, si tienes la manía de no pasar por los puentes y cruzar los ríos por abajo –dice ella, rezongando. Cuando habla, la nariz se le va para los suelos.

Es horrible, pienso.

Pero es verdad lo que dice. Conoce a Juan Pino.

Miro hacia arriba. Aunque es de solo dos pisos, la casa es muy alta. Veo la triple altura que sube hasta una claraboya. Hay una baranda aérea en lo alto, formando un corredor.

–¿Cuándo llega el Tata? –digo.

–Usted querrá decir el senador don Pedro Larraín Gandarillas –recita la Juana Rosa, digna, con una voz que es como piedras precipitándose cuesta abajo.

Me echo para atrás el pelo. Me lo he soltado en el camino y me molesta con el vestido. Se me enreda en los botones de adelante. Estoy rabiosa y cansada. No he comido nada desde hace siglos. No sé qué hago aquí, en realidad.

No me gusta la Juana Rosa.

Entonces me vuelvo altanera, como la Ita. La miro desde la cabeza hasta los zapatos.

–Yo le digo Tata y así le diré siempre –declaro–. Lo que le estoy preguntando es cuándo llegará. Llévame a mi pieza –digo después, sin mirarla.

–Sí, señorita Jerónima –dice ella, mostrando de inmediato una docilidad ratonil sorprendente–. Tengo que ir a la cocina a buscar la llave. El senador me ha encargado que las piezas que no se usan permanezcan cerradas. Le abriré de inmediato la suya. Se la barrí bien ayer y...

–Voy contigo –digo.

–Pero...

–Apúrate –repito, en voz más alta–. Quiero conocer la casa. –La Juana Rosa no dice nada.

Comenzamos a cruzar los patios. Y me sorprendo.

Por supuesto, la casa no es pequeña, sino gigantesca. Hay kilómetros de pasillos, corredores eternos, pisos de tablas lustrosas, anchas. Me podría perder en ellos. Los patios se abren de pronto, sorpresivos, adoquinados. Cuento cinco. En los primeros, hay pilas de agua en el centro, con un limonero a cada lado, que botan hojas en el círculo de agua sobre la piedra. Luego la galería, sostenida por pilares delgados, empotrados en piedras de moler y cubierta de baldosas. Las piezas rodean cada patio. Altas. Todo es alto. La luz llega indirecta, ensombrecida por la galería. Hace frío, aunque es verano.

Hacia el fondo, los patios van haciéndose más desordenados, se ven tarros vacíos, jaulas rotas, sin pájaro alguno, tablas, banquetas cojas. Parece que todo lo que hubiera sobrado de la Creación se hubiera amontonado aquí, más las cosas traídas de Europa por generaciones de Larraínes y Gandarillas.

La Juana Rosa camina adelante. Sus ojitos de guarén movedizos van palpando el aire desde la penumbra.

–La Gumercinda te manda saludos –miento de pronto, sin saber por qué.

La Juana Rosa me mira.

–Psh, qué me va a mandar saludos esa –dice, hablando desde un solo diente–. Su pieza, señorita Jerónima –y abre una puerta.

Quedo con la boca abierta. Es una pieza gigantesca. Se puede caminar por ella durante minutos. Hace un frío horrible adentro. Y huele a humedad. Algunos cuadros de santos en las paredes encaladas. El cielo, altísimo, lleno de molduras barrocas. Al centro más molduras y una gran lámpara. Al centro, hay una cama de bronce, alta, alta. La colcha es azul, tejida a mano. Las ventanas muestran el ancho de los muros, con asientos, para mirar.

La Juana Rosa abre las cortinas color rojo oscuro. Más ventanas con reja que dan al otro lado, al de la calle... No, no sé cuál calle es.

–Una doncella personal se encargará de usted, señorita –dice la Juana Rosa–. Se llama Aurelia Vivar. Se la presentaré en un momento más. Estará para cuidar de su ropa, aseo, y cualquier cosa que usted necesite. Le traerá el desayuno en las mañanas, se encargará de vestirla y acompañarla en cualquier salida que haga, ¿me entiende? En Santiago, las señoritas de familia no salen solas –agrega, con los labios tan delgados que me convenzo de que solo tiene un tajo en vez de boca.

En ese momento oigo voces fuertes dentro de una de las piezas contiguas. Se interrumpen unos a otros. No puedo creerlo. Son ellos.

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