Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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–Ahora sí –digo.

Benjamín lo mira.

–Carabantes, hazle caso –dice–. Ella sabe más que nadie de monturas. Tienes suerte. Te podrías haber desnucado en el galope. Si es que tuvieras nuca, por supuesto –ríe.

Carabantes está muy confuso. Mira al suelo. Parece un niño.

–Gracias, Jerónima –dice, en voz baja–. Y adiós.

Eso último lo dice tragándose la palabra hacia adentro, guardándola dentro de él. Nunca he oído algo que me conmueva más.

Me gusta que diga mi nombre. Suena bien en su boca.

–Adiós –le digo.

Comienzan a marchar al trote y luego, cuando van llegando al portón, ya van galopando. Tienen justo el tiempo para pasar el cerro con la luz de la tarde.

Siento una mezcla extraña de tristeza y felicidad.

En ese momento, siento la mano de hierro de la Gumercinda.

–Venga, niña –dice–. En esta casa todo lo quieren urgente, no hay tranquilidad ninguna –rezonga.

–¡Pero, Gumer! –digo–. Me estaba despidiendo...

–¡Qué despedida ni nada! Tiene que ser hoy y ahora. Son órdenes de misiá Sarita, ¿oyó?

–¡Orden de qué, Gumercinda, por favor! –Trato de soltarme, pero ella me pesca con su mano de hierro.

Me lleva casi arrastrando.

–Vamos –dice–. Es importante, niña.

–Ya, Gumer, suéltame –digo–. Me gustaría acompañarlos al cerro. No van a saber cuál es el sendero correcto.

–Ni lo piense –ordena ella–. A su pieza, ahora ya.

–¿Qué te pasa, Gumer, linda, mi sol? –me acerco a ella e intento darle un beso. Ella me quita la cara.

Ahora qué, pienso. Siempre en esta casa está pasando algo trágico.

Entramos a mi pieza. La Gumercinda cierra la puerta, abre los cajones y los tira todos sobre mi cama. Luego abre el armario y hace lo mismo.

–Usted no se me mueve de aquí hasta que armemos su baúl –dice–. Quiero que se pruebe toda la ropa. Lo que no le quede bien se queda aquí.

–Gumer, ¿qué pasa, por favor?

La Gumercinda parece encorvarse todavía más.

–Se me va a Santiago usted, mi niña, hoy mismo –dice. Pero su voz sale como desde debajo de la tierra. Se mira la pechera del delantal–. Son órdenes de misiá Sara. Debo hacerle su equipaje completo. Usted no vuelve.

Me detengo. Abro la boca y no me sale ningún sonido. La cierro y la vuelvo a abrir.

–¿Qué? –digo, después de un rato. La voz me sale ronca.

–Lo que oye, niña. Se me va a Santiago. Misiá Sarita dio orden de empacarle toda la ropa decente que tuviera. Los pantalones de don Gonzalito, no –me advierte.

No puedo dejar de mirarla. Estoy ahí, parada, como una tonta, en el centro de mi pieza.

–¿Qué? –vuelvo a decir.

La Gumercinda se sorbe las narices, como un grifo.

–¿No le dije, mi niña? –dice–. ¿No le dije yo que usted estaba estirando mucho el hilo con misiá Sarita? Bueno, ahora se rompió –afirma–. Dice que ella ya no se puede seguir haciendo responsable de usted. Que deberá irse a Santiago con su abuelo. Que allá otros se ocupen de que crezca y se eduque como corresponde.

Quedo como tonta, mirando al vacío.

–Tú –digo, mirando a la Gumercinda, apretándome contra ella–. Tú, tú eres la que se ha hecho responsable de mí. Tú, Gumer...

Tengo ganas de vomitar. La guata me sube y me baja. El corazón me late a diez mil latidos por minuto. Me mareo. Me siento en la cama sobre la ropa.

La Gumercinda me estrecha entre sus brazos. Me pongo a llorar con sollozos. Tengo un miedo intenso. Como si me estuvieran empujando al vacío desde un globo aerostático.

–¿Por cuánto tiempo? –le pregunto.

La Gumercinda me mira.

–No sé nada yo... Pero parece que es para harto...

No se atreve a decir la palabra “siempre”.

Ella se sienta en la banqueta tapizada, en desolación.

–Juanito Pino la va a ir a dejar en el coche grande, el de don Pedro.

Y entonces, la Gumercinda se pone a llorar con unas lágrimas gruesas, que le corren por su cara de cuero, que parece un papel café.

Me abrazo a ella, pero se me deshace. Todo se me deshace.

30

Parto. Gonzalo llega por detrás y me abraza. Sigue muy pálido. Su piel está helada, translúcida. Lo abrazo muy fuerte.

–Adiós, ratoncita –me dice–. En un día o dos estoy allá. Allá hablaremos.

–Odio esto –le susurro al oído–. Odio esta manera de hacer las cosas.

–Yo también –me contesta, en voz baja.

Bajo, vestida de viaje. El traje no es mío, por supuesto. Es uno viejo de Consuelo. La Gumer me lo ha arreglado. Odio heredar trajes. Me aprieta de todos los lados. Odio los vestidos.

Juan Pino carga mi baúl y lo pone atrás en el coche.

La Ita se acerca, con las tías. Me mira de arriba abajo. Me abrocha el botón del cuello.

–Me aprieta –digo.

–No importa –dice–. Ahora tienes que aguantar las cosas de la vida. Ya no podrás hacer lo que quieras. Comienzas una nueva vida. A ver si ahora empiezas a comportarte normalmente, para variar –agrega.

Era infaltable. No podía faltar ese agregado, pienso.

El Tata se acerca y me abraza, cariñoso.

–Llego en unos días más, después de organizar los turnos para el túnel. Ahí veremos varias cosas. Habrá que comprarte ropa y otras cosas. Te recibirá la Juana Rosa en Santiago –dice en voz alta, después–. Cuando no estoy, ella queda a cargo de la casa.

La Ita se acerca. Me pone cerca su cara tirante para que la bese. No lo hago.

–Adiós, Ita –digo, mirándola fijo.

–No mires de esa manera –dice nerviosa–, como si quisieras pegarle a la gente. Y, por lo que más quieras, trata de peinarte bien todos los días, por Dios –dice–. Que no parezcas una leona escapada del circo. Por supuesto, dejas esos pantalones viejos aquí, ¿no? Servirán para trapear el suelo. Allá deberás ponerte vestido, como la gente. Y no andar contestando insolencias. Adiós.

Se da media vuelta y entra a la bodega, con las llaves que le tintinean en la cintura. Se pone a sacar lentejas y a pesar azúcar.

Eso es todo, pienso. Se me ponen los ojos brillantes de lágrimas y me da rabia. No lloraré, por la mierda, pienso.

La Ita es de fierro enlozado, pienso.

La Pita y la Consuelo vienen a despedirse. Las dos han llorado. Se les nota. Tienen los párpados rojos, hinchados. Es la primera vez que me dan un poco de pena. Lo único que quieren ellas en este mundo es irse a vivir a Santiago. Y resulta que yo, la que no quiere irse, se va castigada a la capital.

Las dos se acercan.

–Adiós, Jerónima. –Y luego, me susurran, al oído–: Muérete, imbécil, en Santiago.

Pero lo dicen en voz tan baja que solo yo las oigo.

Subo al coche. El traje cruje. Los asientos como de un hule negro resbalosos, heladísimos, crujen también.

La Gumercinda me mira. Me abrazo a ella, llorando con hipo, sintiendo que la vida se me va lejos, que toda mi infancia ha sido cortada de cuajo. De un hachazo.

Vuelvo a subir al coche. Juan Pino huasquea a los caballos. La Gumer sigue al coche un rato, medio corriendo, teniéndome de la mano por la ventanilla, hasta que los caballos alcanzan velocidad y tiene que soltarme. Saco la cabeza por la ventana y me quedo mirándola, yéndose hacia atrás, hacia el pasado, viendo cómo se va volviendo más y más pequeña, mucho más de lo que es.

Y entonces, siento fuerte que yo ya no soy yo.

31

Es horrible. Voy sola, dentro de un coche cerrado como cárcel, helado, resbaloso, que salta como los mil demonios, irreconocible, vestida con un vestido horrible heredado, con un cuello inmenso, blanco. Parezco una huérfana y eso soy. Llevo un abrigo de viaje con capucha de piel, que tampoco es mío. Tengo el pelo desenredado hasta las lágrimas por la Gumercinda, y apretado con una cinta oscura de raso azul que me tira tanto que no puedo cerrar los ojos. Apenas pasamos la primera curva de la cuesta, me lo suelto y tiro la cinta azul por la ventanilla. Cae arriba de un cactus candelabro.

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