Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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Quiero irme, pienso. Pero no sé adónde.

27

Cuando despierto, corro hacia la ventana. Un loco apuro gozoso se agita dentro de mí, como un animal recién nacido.

Los cerros derraman sus primeras sombras azules sobre el valle. Desde mi pieza se ve una gran parte de la casa. Parece una gran magnolia ajada, algo pútrida, llena de ruidos, olores, susurros, secretos.

Veo a Carabantes. Es muy alto, en realidad. Delgado, pero fuerte. Tiene manos grandes, qué bien. Camina por el parque mirando los árboles. Se inclina a recoger pequeñas cosas, que no alcanzo a ver: piedritas, semillas de eucalipto. La brisa oscura y fría de la mañana le toca la cara.

En ese momento aparece Gonzalo. Hablan en voz alta. Carabantes está impresionado. Le cuenta que cuando venía por el cerro, presenció la escena de la Isabel Mairena y las demás embarazadas abortando sobre la acequia.

–Fue en el mismo momento en que nosotros veníamos bajando –dice–. Las divisé en una de las vueltas del cerro. Estaban como locas. Con la mirada perdida. Yo me había adelantado al grupo, para avisarles por si encontrábamos algún atajo para pasar. Nos había dado bastante miedo atravesar por el sendero de la saliente. Y en una de las vueltas, me encontré con ella, frente a frente. Estábamos muy cerca. Aullaban roncas, silenciándose el dolor. Ella, la que dices que se llama Isabel Mairena, estaba a horcajadas sobre la acequia. Detrás de ella había otras mujeres más allá. Se habían metido una vara de coligüe entre las piernas y bombeaban para adentro. Ni un grito. Lanzaban gruñidos ahogados. Puro dolor. Las varas salieron ensangrentadas. Y poco después, comenzaron a caer coágulos en la corriente. Hasta que cayó el feto entero. Entonces, grité. Ella alzó la cabeza y me vio mirándola. Me acerqué. Ella, rápida, tomó la escopeta que tenía junto a ella. Me ahuyentó con gruñidos, como los de un animal. Me fui. Di un rodeo y desvié al grupo. Dejamos de seguir el agua y nos internamos en el cerro, entre los cactus y los espinos. No puedo sacarme de la cabeza a esa mujer con la vara sangrienta –termina Carabantes, con voz ahogada.

Quedan en silencio un rato.

–Es la desesperación –dice Gonzalo, luchando con las lágrimas–. No tienen qué comer. Nada que darles a los hijos. Menos van a tener para las guaguas. Yo tengo la culpa –agrega–. Debería haber conseguido que mi padre hiciera algo con esta situación. Que les diera algún trabajo, aunque fuera absurdo. Los conozco desde chico, Carabantes. Ellos me vieron crecer, me enseñaron a pescar en el río, me hicieron sandalias, me enseñaron a andar a caballo, a tirar con honda. Hablé con mi padre acerca de darles un poco de tierra y me echó a gritos destemplados. Pero igual, yo...

–Tú no tienes la culpa –dice Carabantes, tomándolo por los hombros y remeciéndolo.

–Al revés –dice Gonzalo sonriendo triste–. Todos tenemos la culpa. Los dueños de fundos, las familias. Todos los que comemos cuatro comidas diarias. Toda la clase terrateniente de este país.

Carabantes se pasa la mano por el pelo.

–Las cosas de esta envergadura son siempre inexplicables –dice–. Realmente, no puedes intervenir en algunas cosas. En verdad, uno puede intervenir muy poco en la marcha del mundo. Solo hay que vivirlo. Y duele. Todo debería ser distinto. Pero es como es.

Gonzalo mira a Carabantes.

–Gracias –dice–. Es bueno saber que uno no está tan solo. Volvamos –agrega–. Deben estar esperándonos para almorzar.

En ese momento el sol sale por detrás del palomar del último piso e inunda violentamente el frente de la casa.

La Gumercinda llama con el gong. El almuerzo está servido. Las provisiones se acaban. Los garbanzos están recocidos, los tomates, verdes. Las tías se miran unas a otras. Se nota que el Tata no está. Cuando él sale, la Ita manda a hacer todas las comidas que a él le cargan.

Después de almuerzo, las tías se miran unas a otras. Cuchichean interminablemente. No pueden olvidar lo de ayer con la Isabel Mairena. Hablan de que alguien debería llevar este asunto a la justicia. Pero nadie lo hará, por supuesto.

–Yo no sé por qué esa gente hace esas cosas atroces –dice una de las cuñadas, sonándose.

–Tal vez porque les pasan cosas atroces, tía –dice Gonzalo.

–Es que este asunto es espantoso –dice la tía Pelagia–. Me tiene sumamente...

Y guarda silencio.

–Sumamente qué –dice la Pita, mirándola con sus grandes ojos fijos, sin pestañas.

La tía Pelagia abre los ojos grandes y después los entorna. Es miope.

–Sumamente, linda. Solo eso, sumamente –dice.

–No. Está mal. Hay que decir qué. Tan sumamente qué –dice Pita–. Hay que terminar las frases cuando uno habla. ¿O no?

–Ay, linda, por el amor de Dios, no te pongas agresiva ahora conmigo, en este minuto, que no lo puedo soportar –dice la tía Pelagia. Y se pone a llorar de inmediato, como si abriera una llave.

La Ita mira a su hija y la manda a su pieza, castigada.

La Pita mira hacia el cielo como pidiendo ayuda y sale del comedor.

–Qué lata esta familia –susurra cuando pasa a mi lado–. Muero del bostezo.

Pasan todos al living. Las visitas se sientan y se consultan con los ojos. Deben partir en un rato más.

La tía Mercedes abre la tapa del piano.

–Tóquenos algo, Gonzalito –dice–. Algo alegre. Para consolarnos de esto tan horrible que ha pasado allá afuera con esa gente.

Esa gente. Allá afuera. Dios, pienso. No entenderán nunca nada.

La Ita levanta las cejas.

–Jerónima, anda a ordenar tu pieza –dice–. He entrado recién y está el cochambre. No es posible que dejes todo tirado como un nido de pájaros.

Inicio la marcha hacia la puerta. Entonces, Gonzalo cierra la tapa del piano. Todos reclaman.

–O toco con Jerónima dándome vuelta las páginas o nada –dice, firme.

Las tías le hablan todas al mismo tiempo a la Ita.

–Ya, ya, ya, que se quede por hoy –dice la Ita, finalmente–. Pero deberá hacerlo después. –Y me mira con los ojos fulminadores bajo sus cejas oscuras, típicas de los Alcalde.

–Esta niñita es increíble. Ni siquiera ha tenido la regla y se las arregla para que siempre se esté hablando de ella –dice una tía cuando me adelanto hacia el piano.

Pongo la partitura en el atril y me paro junto a Gonzalo.

La regla. La Rosario Mairena, una de las hijas de la Isabel, me dijo que las mujeres sangraban cuando se daban un beso con un hombre. Es bien asqueroso. A mí no me va a pasar. No pienso besarme con nadie, nunca. No quiero la regla. Tienes que estar sentada, como empollando, durante días. No puedes galopar ni bañarte en el tranque. Horrible. Ojalá no me venga nunca, pienso.

Los Gatos Plomos conversan como descosidos con los amigos de Gonzalo. Los tapan a preguntas sobre el norte. Han oído que allá se juega fuerte. ¿Dónde? ¿Cuánto es la postura máxima?

Los liberales hablan del juego, dan detalles de las apuestas en las peleas de gallos. Y de las partidas interminables de póker, en casas particulares, en las que se juegan minas enteras en una sola noche. Hasta se cuenta la historia de un minero que desesperado por no tener ya más dinero, apostó a su mujer y la perdió. Las tías elevan los brazos al cielo.

–No puede ser, eso es pecado –exclaman.

–Será pecado, pero sucede –dice Benjamín–. La belleza de la historia comienza después. Cuando la noticia llega a oídos de la esposa, ella se pone de pie, hace su maleta y llega esa misma noche a la casa del ganador, un rico minero de la zona. Este, perturbado, le dice que deja nula la apuesta y le pide disculpas. La mujer del perdedor insiste: usted me ha ganado, usted debe tenerme. Resultado: el minero, un caballero, le asigna un ala completa de su suntuosa vivienda y ahí ella vivirá hasta su muerte, sin que el ganador haya insinuado jamás un solo acercamiento.

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