Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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Todos brindan, levantando sus copas. Levanto la mía. Alvar Carabantes me mira. A través del cristal le veo los ojos enormes.

Sí, pienso. Tiene ojos especiales.

Sigue la conversación. Las tías preguntan cómo es encontrar una mina de plata. Benjamín explica todos los sudores de los mineros, de los pirquineros, las infinitas veces en que se halla una veta que no sirve para nada. Y la emoción cuando se halla una verdadera. Habla de los cientos de hombres que sueñan con encontrar una. Y luego vuelve a salir la cuestión del abandono de Copiapó por la zona central.

–Lo que es mi amigo Pedro León Gallo, él ya se cansó de esperar más –dice Benjamín.

Se hace un silencio.

El Tata pregunta si Gallo es el hijo de Candelaria Goyenechea.

–Sí, don Pedro –toma la palabra Carabantes–. El tercero de los hijos. El preferido de la tía Candelaria Goyenechea. Después de la muerte del tío Miguel, él quedó a cargo de Chañarcillo. La tía Candelaria ayuda a mucha gente allá. Dice que el tío Miguel Gallo hubiera sido igual de pobre si no hubiera hallado Chañarcillo. La tía Candelaria ha hecho incontables gastos por la zona norte. Hasta ha mandado a hacer de su propio bolsillo un ferrocarril que vaya de Caldera a Copiapó para el embarque del mineral. Ella misma llamó a Wheelwright y se lo encargó. Ahora las exportaciones son mucho más expeditas.

–Pero supongo y espero que ese niño, Pedro León, no estará pensando en hacer alguna tontería contra el poder establecido –se oye la voz de bajo profundo del Tata–. Las cosas se arreglan con el tiempo. Ustedes, los jóvenes, son demasiado impacientes. No saben esperar como es debido.

Una mirada de Gonzalo. Carabantes la pesca desde el otro lado de la mesa. Toca en el codo a Benjamín. Este capta.

–...Tiene usted toda la razón, senador, se lo aseguro: Pedro León Gallo no está pensando en hacer ninguna tontería –dice Benjamín. Y se concentra en su plato.

Ha captado a tiempo. El comedor del Tata no es terreno propicio para ideas liberales.

El Tata parte su pollo con ferocidad.

En ese momento, me comienza a caer bien Carabantes. Y no sé por qué, me da rabia conmigo misma.

Los miro. Han atravesado todo el desierto, reventando los caballos. Han venido a buscar apoyo económico a Santiago. Y creen. Creen intensamente en lo que van a hacer, en la ola que van a armar en el mar. Se me encoge el corazón. No veo de dónde van a sacar el apoyo, y menos, el dinero. Gonzalo dice que los santiaguinos son una sociedad terrible.

–Lo que pasa es que muchas cosas del norte no llegan a saberse en Santiago –dice otro de los jóvenes–. Chile es demasiado largo. Y digámoslo de frente. A Santiago no le importa el norte. Ni el sur. No le importa nada que no sea Santiago.

–¿Cómo se llama usted, joven, que habla tan bien? –dice la Ita, de pronto, sacando la voz.

–Manuel Antonio Matta.

–¿Matta? ¿Su papá es...?

–Un señor de apellido Matta –ríe Manuel Antonio.

Largo la carcajada y todos me miran. Me pongo roja de nuevo.

–Era una mala broma, perdón, tía Sara –dice Manuel Antonio–. Mi papá es Eugenio Matta. Casado con una Goyenechea. Soy primo de Pedro León.

–Ah –dicen las tías, como si se tranquilizaran.

En ese momento, Gonzalo levanta su copa.

–Salud. Por tenerlos aquí –dice.

–Salud –corean todos levantando su copa.

El Tata bebe en silencio.

Apenas comido el postre, saluda a los jóvenes y se retira a su escritorio.

El grupo de los liberales se queda hasta muy avanzada la noche en el salón. Las tías les hacen infinitas preguntas. No sé cómo resisten esta lata después del viaje gigantesco que han hecho. Cuentan que vienen a un fundo cerca de aquí, la Hacienda del Monte, de propiedad de don Diego Barros Arana. Allí se establecerán como cuartel general para estar cerca de Santiago. Todas las tías dicen a coro:

–Ah, El Monte. Buen clima El Monte.

Muero de sueño.

Trato de levantarme de a poco e irme sin que me vean. Cuando voy saliendo, disimulada, oigo la voz de Carabantes, que dice, con voz fuerte y clara:

–Y quiero agradecer, por último, a Jerónima, por habernos dejado el paso libre en esa quebrada hace un rato. Nos salvó la vida. Estábamos aterrados y a punto de caernos. De hecho, casi nos caímos. Nunca habíamos pasado por un paso tan angosto. Pero ella es una amazona consumada y se dio el lujo de dar la vuelta en redondo con su caballo en el aire. ¿Dónde aprendió a montar así a caballo? –dice.

Todos me miran como con lupa, con los ojos saliéndoseles.

Mi abuela aprieta más todavía su boca. Ya no se le ven labios.

–No fue para tanto –digo, encogiéndome de hombros–. Es porque iba en la Amapola. En otro caballo no hubiera podido hacerlo. Es una yegua excelen...

–Jerónima, sube a tu pieza ahora –dice mi abuela, mirándose las uñas–. Es demasiado tarde ya.

Saludo a todos y me encamino hacia la puerta del salón. Al salir veo que la Pita se baja el escote y se levanta el pelo. Mira a Matta con los ojos entornados.

–Y recuerda que estás castigada por haberte arrancado a caballo al cerro –agrega la Ita, en voz alta–. No podrás salir a caballo durante cuatro semanas. ¿Oíste?

–Sí, Ita –digo.

Maravilloso. Ella elige este momento para castigarme delante de todos. Salgo lenta, con movimientos calculadamente indiferentes, moviendo el pelo de lado a lado. Odio a la Ita por siempre jamás.

No me importa, no me importa, no me importa, voy repitiendo mentalmente, caminando por la alfombra del corredor, camino a mi pieza.

Pero me importa. Me importa ferozmente. Veo los ojos de Carabantes sobre mi cara. Estoy rabiosa.

–Señora Sara –lo oigo decir entonces–. Le ruego que esta vez haga una excepción. Si no fuera por Jerónima, nos habríamos caído barranco abajo. Ella nos ha salvado la vida, literalmente. Nos enseñó cómo atravesar la saliente y nos guió por ella. Se lo ruego encarecidamente: suspenda el castigo esta vez.

El silencio se sienta en todos los sillones del salón al mismo tiempo. Se oyen las respiraciones y las miradas. Finalmente, oigo, lejana, como dentro de una caja, la voz de la Ita, tensa, saliendo por entre sus labios comprimidos:

–Muy bien. Lo suspendo esta vez. Y conste que lo hago solo por usted y sus amigos y amigos de Gonzalo –dice.

Veo a Carabantes inclinándose y besándole la mano pequeña y arrugada. La Ita frunce más aún la boca, sin sonreír.

Gonzalo atraviesa el salón y se sienta en la banqueta del piano. Sus dedos corren súbitos sobre las teclas. Suena un vals.

Los jóvenes se miran unos a otros. Y como si se hubieran dado una señal secreta, se dirigen hacia donde las tías y las sacan a bailar. Benjamín baila con la tía Adela. Manuel Antonio Matta, con la Pita. A la Cleme la saca Miguel Amunátegui. Con el rabillo del ojo veo que Carabantes se dirige a mí. No. No. Por favor, no, Dios. Si la Ita me ve, me encerrará, lo sé.

–No sé bailar –le espeto cuando lo veo cerca.

–No pensaba en sacarla –me dice, con los ojos llenos de risa–. Soy un desastre. Recién Vicuña me está enseñando a bailar vals. Además, ya fue bastante con haber logrado que le suspendieran el castigo. Creo que no hay que tirar más la cuerda por hoy. ¿No cree?

–No creo en nada –digo. Pero sonrío. Me cae bien Carabantes. Me cae demasiado bien. Es como si hubiera estado con él toda la vida. Me siento a mis anchas con él. Despide un aire acogedor, como nunca he visto en nadie.

Cuando estoy sola, en mi pieza, abro la ventana y huelo la noche. Oigo pasar, eléctricos, los zumbidos de los últimos murciélagos rezagados hacia su refugio en los aleros. Y me llega intenso a las narices el olor a quemado de los potreros en roza.

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