Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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Viento Joven

I.S.B.N. edición impresa: 978-956-12-3283-9.

I.S.B.N. edición digital: 978-956-12-3453-6.

2ª edición: junio de 2019.

Editora General: Camila Domínguez Ureta.

Editora Asistente: Camila Bralic Muñoz.

Director de Arte: Juan Manuel Neira Lorca.

Diseñadora: Mirela Tomicic Petric.

© 2018 por Ana María del Río.

Inscripción Nº 293.231. Santiago de Chile.

Derechos exclusivos de la presente edición reservados para todos los países.

Editado por Empresa Editora Zig-Zag, S.A.

Los Conquistadores 1700. Piso 10. Providencia.

Teléfono (56-2) 2810 7400.

E-mail: contacto@zigzag.cl/ www.zigzag.cl

Santiago de Chile.

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com| info@ebookspatagonia.com

El presente libro no puede ser reproducido ni en todo ni en parte, ni archivado ni transmitido por ningún medio mecánico, ni electrónico, de grabación, CD-Rom, fotocopia, microfilmación u otra forma de reproducción, sin la autorización escrita de su editor.

Índice

Primera parte

Segunda parte

Tercera parte

Cuarta parte

Quinta parte

Sexta parte

Séptima parte

Octava parte

Novena parte

Décima parte

Undécima parte

PRIMERA PARTE

1863

1

La calle se ve negra en esta noche del año 1863. Es el aniversario de la apertura del Teatro. Una ocasión solemne.

Estoy en el centro del universo, infinitamente pequeña, en medio de la noche. Siento a mi solo corazón en el punto medio de algo, no sé, tal vez en el centro del miedo, de la felicidad, todo junto.

Lustrosos, como bichos oscuros, los coches se mueven lentos bajo el aire helado. No sé por qué hace tanto frío. Hay tantos coches que apenas se puede circular en esta noche. Calesines, forlones, todos cerrados, parecen cucarachas grandes. Los caballos se mueven, con las narices húmedas, inquietos.

Todos se han dado cita en el Teatro Municipal. Veo el coche de los Valdés, el de la Martina Barros, el de los Amunátegui, el coche viejo de los Egaña, el de los Urmeneta, el de los Vial, los Subercaseaux, los Echaurren, los Errázuriz, los Eyzaguirre. El Teatro estará repleto, pienso.

Que estén todos, qué importa. Lo único que sé es que voy atrasada. Y que esta noche es demasiado importante para mí. Ojalá que no haya sonado el tercer gong. Juan Pino, el cochero, no se apura. Va a tranco lento, sin importarle mi agonía.

–Juan, por favor, ¿podrías ir un poquito más rápido? –le digo con mi voz más encantadora.

Pero ni siquiera se da vuelta a mirarme. Sé por qué. Está enojado. Tuvo que salir de la cama para venir a dejarme al Teatro Municipal. Tuvo que sacar el coche grande y enganchar de nuevo los caballos, bajo el frío. Aunque tampoco debería estar tan enojado. Venir a dejarme al Teatro es una excusa perfecta para él. Lo conozco. No se quedará esperándome en el pescante. Va a ir a tomarse uno, dos, cinco vasos de pipeño, allá, al garito de la calle Matucana. Llegará, después de la ópera, a buscarme, rojo como tomate, moviéndose lento como un buzo en el fondo del mar, rezongando. Juan Pino siempre está rezongando por algo.

Me subo un poco el escote, hundiendo los hombros. Pero después cambio de idea, me enderezo y me subo los pechos, resaltándomelos. Ya que el traje es escotado, que me vean escotada. Que digan lo que quieran. Igual lo harán. Ya he pasado por la inspección moral de mi casa. Las tías Ovalle me miran con el vestido puesto, el pelo suelto, con la orquídea que me ha regalado el Tata y se llevan las manos a la cabeza.

–Esta niñita es un desastre, Pedro –dicen–. Mírale el pelo, desmelenado. Y ese escote, por Dios. Si parece no sé qué. De todo, menos una niña como debe ser.

Fantástico. No quiero parecer una niña como debe ser. Sé que el Tata no les hace caso. Porque las tías Ovalle no fallan: encuentran que todo es una indecencia. Con ellas, una va a la segura.

Pero yo no transo. Será este vestido y ningún otro. Es el único que quiero llevar esta noche. Mi mejor vestido. El que me trajo Elisa de París.

Elisa, pienso en un relámpago. Ojalá estuvieras aquí. Por qué tuviste que irte. Pero tenías razón. Siempre la tuviste. En realidad, no podías quedarte.

Juan Pino huasquea con rabia a los caballos. Los trata horrible. Más bien, los maltrata. Sé que ellos lo detestan. Cualquier día lo matarán a coces mientras los esté herrando. Pero esta noche, ah, esta noche necesito que vuele. Apúrate, por favor, ruego en silencio. Que no me oiga. Si me ve ansiosa, frenará los caballos. Él es así.

Me paro y me siento dentro del coche. Huele a hule viejo y está heladísimo. De verdad es una noche fría. El corazón salta como un animal escapado de mi cuerpo. Voy a verte. Sé que estarás ahí. Tienes que estar, amor.

Sé que todo Santiago estará ahí. Dentro del Teatro Municipal, recién refaccionado. Familias conocidas, en los palcos con nombre. Los otros se agolparán en el gallinero, allá arriba, desde donde los cantantes se ven enanos, gritando, entusiasmados, coreando las arias de ópera que todos se saben: La donna è mobile, La traviata, El barbero de Sevilla de Rossini.

Mierda, Juan Pino, por favor, corre más ligero, pienso.

Al fin llegamos. Antes de detenernos me tiro a la vereda con el coche andando. Juan Pino se asusta.

–Niña de porquería –rezonga.

Me da lo mismo. Entro corriendo. No hay nadie en el hall. Han subido todos. Corro. Me tropiezo, me tomo el vestido con una mano, y me lo subo. No hay nadie en la gran galería de espejos ovalados. Corro a todo chancho por las inmensas baldosas blancas y negras. Tengo un calor horrible, mi cuello arde bajo el pelo suelto. Transpiro bajo el vestido de Worth traído por Elisa; mi pulso salta como un corzo y entro.

Estoy sola en mi palco. Sin mamá, papá, hermanos. Soy hija única. La mamá se murió cuando yo nací. Mi papá se fue de la casa del Tata esa misma noche. Nunca quiso conocerme. Pasó toda su vida en Punta Arenas administrando tierras del Tata. Murió el año pasado. Me encogí de hombros cuando me lo dijeron. Hoy se termina el luto y es mi cumpleaños.

Mejor estar sola, pienso.

Esta noche nadie entrará en mi palco, excepto tú.

Porque entrarás, ¿no, amor?, pienso. Se me aprieta el corazón. La duda duele. Miro ansiosamente hacia la puerta de gruesas cortinas rojas. Las niñas de los palcos se paran y se sientan. Muestran sus vestidos. Ahora están de moda las gasas floreadas y los vestidos estilo imperio. Los encuentro horribles. Voy vestida justo al revés. Un vestido ajustado, sin crinolina, de una tela que cae, pesada, vertical. Con toda esa gasa y vuelos, las niñas se ven como mariposas gordas.

Tengo miedo. Miedo de lo que me han susurrado en el coro. Mi corazón galopa. Creo que soy la única que viene porque tengo que venir. Porque tengo que saber.

Porque si no te veo, me muero, amor. Por eso.

Suena el segundo gong. Todos se precipitan a sus palcos.

Dónde estás, amor.

Las arcadas del frontis quedan desiertas. Están a punto de tocar el tercer gong.

–Si vas a la función de gala de mañana, tendrás una sorpresa con tu Carabantes, Jerónima Larraín –me han dejado caer durante el ensayo.

Oigo, pero no puedo creer lo que oigo. Toda mi piel se ha puesto alerta, como un animal, al acecho. Miro hacia atrás. Todas hablan animadamente.

–¿Qué sorpresa? –digo.

Aparento calma. Pero el miedo me quema.

–Qué tanto preguntas por Alvar Carabantes, tú, Jerónima Larraín –dice la Trini Rodríguez de la Cuadra, mirándome fijo–. Estás comprometida con ese viejo con facha de ropero de tres cuerpos. –Todas ríen.

–No –digo–. No lo estoy.

–Es igual. Mañana en la ópera verás que tal vez tu Alvar Carabantes no es tan tuyo –dice la voz nuevamente, saliendo de entre el coro de caras iguales.

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