Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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Me vuelvo rápidamente para ver quién me habla. Pero el grupo de niñas me mira, entero, compacto, sus caras sonrientes, burlonas, crueles.

–¿Quién dijo eso? –pregunto.

Nadie contesta. Santiago está repleto de voces murmurantes, escurridizas. Siento que mi pulso se va. Tengo miedo. No puede ser cierto.

Por eso, esta noche estoy aquí. Con las manos agarradas a la baranda de mi palco en el teatro. Para ver. Para saber. Todo es un chisme, pienso. Y temo. Temo que no lo sea.

Las luces. Tanta luz. Toda la luz. Me duelen los ojos. Las lámparas de los palcos son nuevas. Todo el mundo comenta, mirándolas. Son las lámparas de gas, con el sistema inventado por Claro y Urmeneta, donado al Teatro Municipal. Las mujeres, lanzando grititos de admiración.

Los hombres, inflando el pecho, explicándoles el funcionamiento de las lámparas. Toda la explicación es mentira. Inventan cualquier cosa. Pero da lo mismo, porque las mujeres no entienden nada. Oyen, boca y ojos muy abiertos, y pestañean, sonriendo. Por qué la gente sonríe tanto, pienso.

Conozco exactamente el funcionamiento de las lámparas, con su combustible de gas butano, aunque puede ser también metano o propano, donde hay una llave reguladora del gas y el aro selector de aire, que se abre y se cierra. Me lo explicaste tú mismo, amor.

Me miran desde los otros palcos. Sé que me veo rara sola en el palco. Es el único palco en que hay una sola persona. Tensa, no puedo estar más tensa.

De pronto, violentas, se abren las cortinas rojas del fondo de la platea. Ah. Eres tú. Al fin. Apareces caminando, rápido, erguido, tan delgado, por la alfombra roja de la platea. Viniste, amor, pienso. Gracias, Dios mío, pienso después. Viniste. Sube.

–Sube a mi palco –digo en voz baja–. Sube luego, amor. ¿Qué esperas?

2

Vienes entrando, a grandes pasos. Como siempre, envuelto en tu amplia capa negra. Miro tu aro de la oreja izquierda, la moda de los soldados de Napoleón. Qué delgado estás.

Ah, tu rostro. Suave, algo largo, con una nariz definida, grande. Tu boca.

Amo tu rostro. Todo en él son huesos. Pero no eres un hombre frágil. Tu larga huesería, fuerte, dura. La siento en la carne y me erizo de placer. Sube pronto, pienso.

Tus ojos. Oscurísimos. Brillan en la oscuridad. Metidos tan hondo en tu rostro que parecen ojeras. Esta noche te brillan. Qué bello estás, esta noche. Llegas al centro del teatro, levantas los ojos y miras con calma hacia los palcos. Como si estuvieras solo. ¿Es que acaso no sabes cuál es mi palco? Sube. Quiero besarte delante de todos. Aunque lo sepan en la casa cuando les llegue el chisme, que es lo único que aquí, en Santiago, se desplaza más rápido que el aire.

¿Pero qué pasa? Ni siquiera miras hacia acá. Te informo que eres el único hombre del Teatro Municipal que no me mira, pienso, picada. ¿Qué haces?, pienso casi en voz alta. No puedo creerlo. No vienes a mi palco. En vez de eso...

Te veo entrar al palco de José Tomás Urmeneta. No puedo creerlo. Por qué entras allá... Creo que me caeré. Pero sigo mirándote. Veo como te acercas a Manuela. Manuela, la mayor, la hija paralítica de José Tomás Urmeneta, siempre en su silla de ruedas, siempre tiritando de frío, siempre con chales de gasa en los hombros. Heredera de todo el cobre de Chile. Te estás acercando a ella, amor. Qué pasa. Veo paso a paso, célula a célula, cómo te acercas a ella. Y no lo creo. No puedo creerlo.

¿Qué pasa, amor? ¿Qué te pasa? ¿Por qué no vienes?

Entonces veo como tomas, delicadamente, uno de sus largos y esqueléticos brazos enguantados en raso blanco. Y besas largamente su pequeña mano esmirriada. Dios, qué haces, amor, qué estás haciendo, pienso. Qué broma es esta. Pareces dispuesto a que todos te vean. Sí. Es evidente. Estás haciendo esto para que lo vea todo Santiago. Por qué. Qué pasa.

La Urmeneta tiene los labios cerrados. Los aprieta hasta dejarlos blancos en una especie de sonrisa de satisfacción. Casi no puedo respirar. El aire se retira de mi palco. Todo se enrarece. Estoy en otro país, en territorio enemigo. Todos miran al palco Urmeneta y luego al mío. Los ojos, como en un partido de tenis. La pelota, de lado a lado de la cancha.

–Amor mío, qué estás haciendo, por Dios –digo en voz baja.

Te veo quedarte junto a ella, como si te hallaras en el tablón de asalto de un barco, balanceándote ante el abismo, tranquilo, mesurado. Tu boca resuelta, de los que han tomado una decisión final. Tienes la decisión empuñada en tu mano. En tu cuerpo. En platea, los jóvenes de Santiago, con las cabezas en alto, te miran, sonríen. Oigo susurros. Escucho frases. –Buena la jugada de Carabantes, astuto este nortino, sabe perfectamente dónde está la gallina de los huevos de oro –oigo, entre jirones de conversación.

Te sientas junto a Manuela. Miras el escenario. Tus ojos hacen un cuidadoso recorrido en el trabajo de no mirar hacia mi palco. Tu mentón está rígido. Tienes un gesto en la boca que nunca has tenido. Te conozco tanto, amor. No puede ser cierto. En ese momento, la Urmeneta tirita. Su figura angulosa se estremece, un lujoso atado de huesos, envueltos en raso blanco. Entonces te veo, amor.

Te levantas, y despojándote de tu capa, esa capa, amor, con que me cubriste a mí, a mí, en las noches, en tu casa, mi capa, te la sacas y se la pones sobre los hombros. El forro granate, que tiene mi olor, amor, parpadea un segundo y luego desaparece alrededor de ella. De su espalda de huesos de pollo. A continuación, veo lentamente todo lo que sucede. Te sientas y pasas el brazo por sobre los hombros de Manuela. Atrás, en las sombras, papá y mamá Urmeneta sonríen. El pacto está sellado. La Urmeneta estira la cara, una sonrisa, se acurruca en tus brazos y tirita. Eso solo se hace con una novia. Estás comprometido con ella.

En ese momento comienza a abrirse lentamente el telón y se oyen los compases de la obertura de Ernani, con sus notas terribles, llenas de presagios y terrores.

Me tambaleo. Me afirmo desesperadamente en la baranda del palco. No puedo creerlo. Clavo las uñas en el borde de terciopelo. Los susurros callan. Todos me miran. El tiempo, la vida, se detienen. Me pongo de pie.

Aprieto mi cartera de malla metálica. Recuerdo la frase en el coro: –Mañana en la ópera, verás que tal vez tu Alvar Carabantes, no es tan tuyo.

Estoy ante el palco Urmeneta. Empujo la puerta. Cómo he llegado, no lo sé. Abro la cartera metálica. Saco la pequeña pistola. Cierro los ojos, apunto.

–¡Cuidado! –grita alguien.

Y antes de que los gritos de los Urmeneta comiencen, suena un estallido. Otro estallido, que no es el de mi arma. Las lámparas estallan. Todo el teatro queda a oscuras. Y entonces, comienza el incendio.

SEGUNDA PARTE

1857

1

–¡Más rápido, vamos! –grito, en medio del viento de la tarde.

Mis talones, sin espuelas –jamás las usaría– golpean el vientre de mi yegua que se tensa en un galope tendido. De pronto, la Amapola frena de un golpe brusco. Sus pezuñas sacan piedras del borde, bajo el cual nace la quebrada. Mierda. Se ha acabado el cerro. El abismo de la quebrada se abre, una boca verde oscura. Se me olvidó que por aquí se llega mucho antes al borde de la quebrada. Desmonto de un salto. Me acuesto sobre la planicie y siento junto a mi cara el pasto suave de la cumbre, ese que nadie ha tocado nunca.

Miro el cielo tendida en la cumbre del cerro. Me parece estar bajo el agua.

Así debe ser cuando uno se muere, pienso. Siento que mi vida corre en mi interior como un caballo rojo. Esto es lo que más me gusta en el mundo. Correr a caballo. Y subir galopando el cerro. Y escaparme de la fabricación del dulce de membrillo, una de las tareas que impone mi abuela Sara a todo el mundo. Odio pelar membrillos y odio más el dulce de membrillo. En la casa del Tata, todos los años hacen toneladas, no sé para qué. Es pésimo.

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