Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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Las tías suspiran extasiadas.

–¡Ese es un verdadero caballero! –dicen.

Las tías van al bargueño y sacan botellas y copas de coñac grandes, redondas. Los hombres las sostienen entre los dos dedos de una mano, acunándolas en la palma, mientras el licor se entibia.

Gonzalo pone sus manos sobre el piano y comienza a tocar. Tiene unas manos grandes, sorpresivas para él, mucho más fuertes que su cuerpo, llenas de venas. Las notas de un estudio de Chopin llenan el salón. Es una polonesa. No sé cuál. Gonzalo la toca maravillosamente y sus manos galopan, una manada fina sobre el teclado. Lo miro. Tiene los ojos ausentes. Está a mil kilómetros de aquí.

Después de la pieza, todos aplauden, las tías entusiasmadas comienzan a pedirle canciones. Gonzalo toca, distraído, sin partitura alguna, dejándose resbalar por las notas.

Me acerco a Carabantes.

–Siento lo del cerro –le digo–. No quería ser antipática, pero me puse nerviosa al verlos. Pensé que eran de aquí y que conocían la regla del paso por las salientes de la quebrada. Después me di cuenta de que eran nuevos. Y después me dio un poco de rabia que alguien me gritara que me devolviera.

Carabantes me mira sonriendo. Mueve la cabeza asintiendo.

–¿Siempre es así, usted?

–¿Cómo así?

–Así. Decidida. Con la mente clara. Y rabiosa.

–No soy rabiosa –digo, picándome.

Él me mira y se ríe. Tiene una risa contagiosa. Termino riéndome yo también.

–Bueno, sí, parece –digo–. Soy decidida, con la mente clara... rabiosa.

–No es mala combinación –dice él.

28

Después de esa noche, quedo como suspendida en el aire. El tiempo pasa denso, como una inyección de aceite. Los minutos se quedan pegados a las paredes, como caracoles de invierno, estáticos. Nada se mueve, excepto yo, que no puedo más de inquietud. Salgo al alba. Galopo locamente hasta la saliente de la quebrada y avanzo hasta la quebrada donde me encontré con ellos. Estoy ahí mucho rato. Luego vuelvo, también al galope. Camino rápido, ando atarantada, hago miles de cosas, me muevo para todas partes, ando corriendo por los pasillos. No sé qué me pasa. No logro dormir por las noches. Salgo a escondidas al bosque en la noche y me paseo por la oscuridad entre los árboles. Siento el vacío. El vacío de algo. De alguien.

El Tata está de regreso. Llega serio, reconcentrado. Días difíciles en el Congreso. Hay muchas críticas contra Montt y su indiferencia hacia la cuestión social. Con la sequía, la cuestión social está que arde aquí en el campo. Odio que le digan “la cuestión social”. Los campesinos tienen nombre, tienen estómago, tienen hambre, tienen alma, tienen rabia, pienso. Gonzalo me dice que me calle estas opiniones, por lo menos que no las diga en el comedor.

El Tata habla del nombramiento de Courcelle-Seneuil como el nuevo profesor de Economía Política y Asesor del Ministerio de Hacienda. Encuentra que Courcelle-Seneuil es un imbécil.

–Lo único que le importa es que vengan capitales extranjeros y vamos endeudándonos. Le importa un huevo la pobreza, la sequía, y le llena de pájaros y de sueños de empréstitos de dólares la cabeza a Montt –dice.

Hoy, después de almuerzo, el Tata ha mirado a Gonzalo con cara de piedra.

–Gonzalo, tenemos que hablar –dice–. Venga a mi escritorio, por favor.

Veo, con el rabillo del ojo, cómo Gonzalo palidece. Se endereza y camina detrás del Tata. Se ve muy pequeño al lado de él. Como un niño. Un niño asustado. Me hace una mueca al pasar junto a mí.

Esto se ve serio, pienso. Le aprieto la mano al pasar.

29

Después de mucho rato, la puerta del escritorio se abre y sale Gonzalo. Su palidez extrema me asusta. Le endurece la cara y lo hace mayor. Tiene los labios, sin color alguno, secos como la piel de una fruta dejada al olvido. Se acerca sonámbulo al piano. Levanta la tapa y comienza a tocar sin mirar las teclas.

La música invade el salón. Gonzalo toca. Es un mundo entrando dentro de otro. Los sonidos del piano martillean clavos invisibles que van entrando en él mismo y luego rebotan y salen afuera, convertidos en acordes, arpegios, que dilatan los oídos y estallan dentro de ellos, como floraciones súbitas, como sones de una batalla con un héroe que ha perdido. Es una polonesa de Chopin, creo. Tocada al extremo, dolorosamente. El viento se detiene. Solo queda la música vibrante, un caballo magnífico, parado en dos patas, galopando fuera de su piel.

Las tías, las cuñadas, las parientes suspiran desmayadamente, tiradas en los sillones.

–Es sublime como toca –dicen.

Otras se hunden en sus bolsos, buscando algo que no se sabe qué es.

Todos tienen tanto tiempo, pienso, mirándolos. ¿Por qué Gonzalo y yo parecemos ser los únicos a quienes el tiempo muerde los talones?

Vicuña Mackenna entra entonces al salón y se dirige a la Ita.

–Muchas gracias, tía, ya nos vamos –susurra, besándole la mano, sonriéndole–. Nos salvó de morir de hambre –dice–. Se lo contaré a mi mamá para que le agradezca personalmente.

La Ita saca una sonrisa no se sabe de dónde. Benjamín es el primero que logra sacarle una en años.

–Mándale saludos a la Carmencita –dice.

–Por supuesto –dice Benjamín.

No sé por qué ese sabe el idioma de las tías.

Más tarde, bajo corriendo a las caballerizas.

Llego justo cuando Gonzalo está terminando de revisar los caballos de la comitiva y de ajustar las cinchas.

–Váyanse por la parte más ancha –les está diciendo–. No busquen los atajos. Son muy difíciles. Este cerro es difícil. Muy alto. Adiós –dice. Tiene la voz quebrada.

–Gracias, amigo –dice Benjamín–. Le haremos caso.

Carabantes se acerca. Le pone la mano en el hombro. Lo mira de cerca.

–Qué te dijo tu padre, Gonzalo –dice.

Gonzalo permanece en silencio un instante.

–Sí, Gonzalo. Qué te dijo tu padre –dice Benjamín.

–Me inscribió en la Universidad de Harvard –responde Gonzalo, casi inaudible–. Ya es un hecho. Me sacó pasajes para Estados Unidos. Estudiaré en la Facultad de Ingeniería. Deberé convertirme en un ingeniero civil industrial y especializarme en hidráulica. Obras de riego y construcción de túneles. Son siete años de estudio. Parto en dos o tres meses más.

Sonríe dolorosamente. Le cuesta respirar. Nunca lo he visto así. Quedo en suspenso. Su piel tiene un color cristalino medio sonámbulo y parece próxima a estallar en el aire, como un vidrio en fundición.

–Lo más gracioso es que yo mismo le iba a pedir que me permitiera salirme de Derecho –dice después–. Mi sueño era estudiar piano en el Conservatorio de París. En el Conservatorio de Música y Danza. Por supuesto, se negó. Para él, todos los que estudian arte son maricones. Pero ahora... ahora ya es definitivo –dice–. Ahora ya estoy inscrito en una carrera que no quiero, en un país al que no quiero ir y tengo pasaje para un barco al que no quiero subir.

Se hace un silencio. Los de la comitiva no dicen una sola palabra.

–Adiós, amigos –dice Gonzalo–. Tal vez nos veamos antes de que parta. En Santiago. Considérenme como uno de los del grupo de liberales.

El grupo desmonta y lo van abrazando, uno por uno. El último es Carabantes.

–Es una promesa –le dice–. Nos veremos en Santiago. Ahí pensaremos qué hacer y le daremos vueltas a esto.

–No hay muchas vueltas que darle a algo que ya ha decidido mi padre –dice Gonzalo–. Pero sí. Nos vemos en Santiago. La revolución tiene que triunfar.

Carabantes sube a su caballo y me ve. Me acerco. Se ve gigante. Me gusta su capa. Le miro la bota.

–Se puso al revés el estribo –le digo–. Saque su pie.

Me obedece. Le arreglo el estribo. Luego, rodeo el caballo y lo hago con el otro.

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