Ana María del Río - Jerónima

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Corre el año 1857 y Jerónima Larraín, nieta de un importante senador, ha vivido toda su vida en el campo, rodeada de una familia que se ha empeñado, sin mucho éxito, en domar su carácter espontáneo y libre. Todo cambiará cuando su abuelo decida que es hora de su estreno en sociedad, en Santiago, una ciudad bullente de cambios culturales y sociales. A través de su íntimo y apasionado relato, Jerónima cuestiona los roles impuestos por una sociedad centrada en la tradición y en el qué dirán, las desiguales relaciones entre aristócratas y trabajadores, y la sumisión de las mujeres en todos los ámbitos de la vida. Estas inquietudes la llevarán a relacionarse con los jóvenes del Partido Liberal, para horror de su abuelo conservador, y a descubrir la tragedia de un amor imposible.

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–Todavía podemos recuperarnos esta noche –oigo hablar lento, a Estéfanos–. Todo es cuestión de seguir jugando. Tenemos que volver hoy.

–¿Quién firmó los documentos anoche? Lo que es yo, no; no me acuerdo –se oye a uno.

–Me, neither –ríe otro.

Risas desvaídas. Voces blandas, lacias.

–¿Los Gatos Plomos duermen en este patio? –digo, mirando a la Juana Rosa.

Ella levanta su cabeza horrorizada con el sobrenombre. Estira su cogote lo que más puede.

–Usted se referirá a don Estéfanos, a don Constantino y a don Estanislao Larraín Alcalde, ¿no es cierto, señorita Jerónima?

–Me refiero a los Gatos Plomos –digo.

No sé por qué, la Juana Rosa me da tanta rabia.

Entonces, los veo salir. Vienen de una sala que está entre los dos patios.

Tienen cara de sueño y caminan envueltos en grandes batas de raso. Tienen la piel pálida como una hallulla cruda. Creo que Tefo se pinta los ojos con khol.

Sin embargo, se parecen al Tata en algo indefinible. Tal vez en el mentón, levemente salido.

Los Gatos Plomos me miran de hito en hito. No pueden creer que yo haya aparecido en sus territorios.

–Voici la petite fille préférée de notre père. Comment allez vous? –dicen.

Odio cuando hablan francés. Tiran saliva en cada palabra y no se les entiende lo que dicen.

No les contesto. Los miro sin parpadear hasta que dan vuelta la cabeza.

Entran a otra pieza, que está al frente del patio, abriendo la puerta con la llave. La Juana Rosa se precipita hacia ellos.

–¡No, esa pieza, no, jóvenes! Pero por Dios santo, ¿por qué tienen la llave? Es la pieza de don Pedro...

–Ay, mujer –dice Constantino, haciéndola a un lado y abriendo–. No molestes, ¿quieres?

–Pero es que don Pedro tiene estrictamente prohib...

–Ya, ya –dice Constantino bostezando–. Es que me corté un dedo y necesito algo para ponerme encima.

Abren los armarios y la cómoda. Es una habitación gigantesca la del Tata. Dos camas de caoba oscura navegan en la oscuridad, como barcos. Una es la de la Ita, que no vendrá jamás. Abren un armario y de un cajón caen varios pares de guantes.

–¡Estos son! ¡Los de cabritilla francesa! –dice Constantino.

Toma una tijera del velador, acerca el guante, le corta limpiamente un dedo y se lo pone en su dedo herido. La Juana Rosa se persigna.

–Hizo tira el guante, don Constantinito –dice, demudada–. Qué voy a hacer ahora cuando me pregunte su papá.

–Inventas, pues, Juanita Rosa –le dice Estéfanos.

–¿Supieron lo que me dijo hoy Fuenzalida en el bar? –dice Talo–. Que el papá va a comprar un palco permanente en el Municipal para cuando el teatro se inaugure en septiembre. Y afírmense: será palco completo.

Luego me vuelven la espalda. Ya han olvidado el tema. Pelean por quién va a ocupar primero el baño en la tarde cuando comiencen a arreglarse para salir de noche. Cierran la puerta de su pieza y ya no los oigo más. Quedo sola.

2

Me siento al borde de la pila y los sollozos me mueven de arriba abajo, como una corriente subterránea. Lloro desbordándome. Me han dejado sola en esta casa espantosa, con esta vieja horrible y esas caricaturas vivientes. Todo lo que vale la pena se ha muerto o ha desaparecido.

De pronto, siento una suave presión en el hombro. Levanto la cabeza y veo una mano grande, morena, que me tiende una naranja Thompson inmensa, recién sacada del árbol.

–¿Quieres? Son muy buenas –oigo.

Es una mujer joven. Algo maciza. De hombros anchos, vagamente militares. Firme, atlética, un poco más alta que el común de las mujeres. Y serena. Nunca había visto un óvalo de la cara más suave que el que tiene ella. Está vestida de un modo extraño. Como elegante, pero con género pobre. Falda larga de bayeta y chaquetilla corta, entallada. Su cara tiene algo que tranquiliza, que pone las cosas al derecho.

–No llores –dice, acariciándome el pelo–. No será tan terrible.

No sé cómo sabe que lloro por eso. Precisamente por estar ahí, sola, sentada en la pileta, sola en el mundo. O rodeada de gente horrible.

Vuelvo a llorar. Nadie me ha acariciado el pelo nunca. Solo lo he leído en novelas.

–Ya, ya, mi niña –dice ella, haciéndome cariño en la cara, en el cuello. Tiene la mano seca, cálida, grande, de buen olor.

–Quién eres –pregunto.

–Me llamo Aurelia Vivar –dice ella–. ¿Y tú?

Entonces aparece la Juana Rosa desde detrás de un pilar, como un guarén, acechando. Camina a pasos cortos, rápidos. Como los guarenes. Sostiene una bandeja con una taza humeando.

–Me la tratas de usted a la señorita Jerónima –dice, furibunda–. Cómo se te ocurre tutearla. No eres negra, ¿no? Porque los negros tutean a todo el mundo. Yo no los aguanto. Y cuántas veces te he dicho que te pongas el delantal –dice–. Los dos que te pasé. Primero el azul marino, ese es el base. Luego la pechera blanca, almidonada. En esta casa las cosas no andan al lote, ¿oíste?

En medio de su barbilla se balancea un inmenso lunar oscuro.

–Y no llegues diciendo tu nombre completo. Eres Aurelia y punto –dice–. Eres la doncella de la señorita Jerónima Larraín, nieta del senador Larraín, para que sepas. Estás para lo que se le ofrezca, ¿entendido? Para todo lo que necesite, aunque no te lo diga. Le cuidas, le lavas y le planchas su ropa blanca y la de color, mantienes su pieza impecable y la acompañas a todas partes, ¿me entiendes? A todas –agrega, dándose media vuelta y yéndose hacia la cocina con la bandeja, que aún humea.

Aurelia Vivar no dice nada. Se queda mirándola, balanceando un poco la cabeza. Sonríe.

–¿Vamos? –dice, mirándome.

La sigo. No sé por qué, pero me da confianza. Caminamos por los anchos pastelones color piedra. Pasamos varios patios. En mi mano, la inmensa naranja pelada comienza a entibiarse. No tengo hambre. Mi llanto se ha calmado.

3

Aurelia Vivar se pone un delantal azul marino que saca de un armario.

–Lo primero es lo primero –sonríe, abotonándoselo.

–Si no quieres, no te lo pongas –digo–. Esa vieja a mí me carga.

–Dejemos los enfrentamientos y las peleas para cosas más importantes –sonríe Aurelia, metiendo los grandes botones café en los ojales. Su cara se ilumina y veo sus dientes parejos y blancos.

–De dónde vienes –digo.

–De Ovalle –dice ella–. Pero hace tiempo que vivo en Santiago. En realidad, nunca he sido doncella –sonríe–. Pero no tenía trabajo y había que ponerle el hombro. Trabajaba en otra cosa antes de venir acá.

Me gusta Aurelia Vivar. Siento como si la conociera desde hace mucho.

–En qué –le pregunto.

–Era cobradora de carro –dice ella.

–¿Eras qué?

–Cobradora de carro. De los carros a tracción de sangre. ¿Nunca has andado en carro?

–No. ¿Dónde está la sangre?

Aurelia ríe.

–Sí, el nombre es horrible –dice–. La sangre es porque son tirados por seres vivos. ¿Te imaginas? Pesados carros de metal de más de una tonelada de peso, arrastrados por caballos.

–Pobres animales –digo.

–Sí –concuerda ella–. Yo también pensaba lo mismo. Aunque son percherones fuertes, robustos. Había algunos conductores que eran muy crueles. Pero, de todas maneras, es entretenido andar en ellos. Algún día iremos.

–¿Y por qué te saliste de ahí?

Aurelia se encoge de hombros y mueve la mano delante de sus ojos, como apartando algo.

–Cosas –dice–. Un hombre me perseguía. Me molestaba. Hasta que me aburrí.

La miro con admiración. Parece no tenerle miedo a nada. Y a tomar todo como viene. Sin aspavientos.

Aurelia comienza a ordenar la pieza. Saca sábanas del armario y hace la cama muy rápido, estirándolas con una sola mano. No sé cómo lo hace. Parece que no diera ninguna importancia a todo eso. Luego saca toda mi ropa del baúl y la mete en el armario, colgada y planchada.

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