En la actualidad, autores como Jeremy Waldron mantienen una postura crítica al control jurisdiccional. Sostienen “que el control judicial de la legislación es inapropiado como última instancia dentro del proceso de toma de decisiones en una sociedad libre y democrática”263. Agrega que “es políticamente ilegítimo en lo que concierne a los valores democráticos: al privilegiar el voto mayoritario de un pequeño número de jueces no elegidos y que no rinden cuentas, el control judicial priva de sus derechos a los ciudadanos comunes y deja de lado preciados principios de representación e igualdad política en la resolución final de cuestiones sobre derechos”264. Considera que si se cumplen los cuatro supuestos que el plantea “la sociedad en cuestión deberá resolver los desacuerdos sobre los derechos de sus miembros recurriendo a sus instituciones legislativas”265. Es decir, cuestiona que los jueces ejerzan tales funciones. No compartimos sus conclusiones.
¿Es posible que los jueces, a través de sus resoluciones, puedan “crear” derecho e introducir “reglas” de carácter general sobre los alcances y el sentido de las normas constitucionales? ¿Pueden imponer sus decisiones a la mayoría del Congreso cuyos integrantes gozan de “legitimidad democrática” al haber sido elegidos por la ciudadanía? ¿El modelo de democracia representativa está siendo alterado por las decisiones de los tribunales? ¿Cuáles son sus límites? Estamos ante conocidas preguntas que ponen en tela de juicio el diseño “clásico” de Estado y del ordenamiento jurídico y que cuestionan la legitimidad democrática del control constitucional, dando lugar a lo que autores como Bickel denominan la “dificultad contramayoritaria”266 o, utilizando otra expresión, la “objeción democrática”267.
Y es que, paralelamente a la consolidación de la propuesta de contar con órganos jurisdiccionales que actúan como garantes de la constitucionalidad de las leyes, se ha ido desarrollando un debate conceptual sobre la legitimidad democrática de los jueces, que involucra al propio modelo de Estado democrático y al clásico principio de división de poderes.
En la medida que las decisiones judiciales inciden en el ordenamiento jurídico, introduciendo, modificando o eliminando reglas, al margen de la intervención del órgano legislativo, se discute si los jueces pueden asumir tales roles. Más aún, pues las decisiones judiciales tienen impacto en la vida política e, incluso, en el diseño de politicas públicas, planteando el permanente debate sobre las fronteras entre la política y la justicia.
Este debate, en la actualidad, no se circunscribe al control de constitucionalidad de las normas. Incluye aquellas sentencias dictadas en procesos de tutela de derechos que adquieren efectos generales. Nos referimos, por ejemplo, a las denominadas “sentencias estructurales” que inciden en el diseño de politicas públicas, fijando mandatos u órdenes no solo al órgano legislativo, sino también el Poder Ejecutivo y a los órganos constitucionales autónomos. Este tipo de sentencias “en lugar de corregir las deficiencias de la legislación, intentan moldear la acción pública del Estado; en vez de ordenar la cesación de actos discriminatorios, disponen la adopción de programas generales encaminados a asegurar eficazmente el derecho a la igualdad”268.
La sentencia del Tribunal Supremo de los Estados Unidos respecto a la discriminación racial en las escuelas públicas (“Brown v. Board”, 1954) o, en fecha más cercana, respecto al matrimonio igualitario en el caso “Obergefell y otros v. Hodges, Director, Ohio Departament of Health y otros” (26 de junio de 2015), la sentencia del Tribunal Constitucional peruano sobre la legislación en materia de terrorismo que permitió revisar condenas impuestas por los tribunales militares solicitando al legislador que intervenga (STC Exp. N° 0002-2002-PI/TC), la sentencia sobre la impugnación del Reglamento del Congreso relativo al “tránsfuguismo parlamentario” (Exp. N° 0006-2017-PI/TC) que ha permitido la conformación de nuevos grupos parlamentarios, o las sentencias de la Corte Constitucional colombiana que declaran un “estado de cosas inconstitucional”, son algunos ejemplos de ello.
El cuestionamiento a la legitimidad democrática de los jueces constitucionales se presenta, pues es indudable que las “sentencias constitucionales (…) pueden tener consecuencias políticas de largo alcance”269 y, ciertamente, generar enfrentamientos y conflictos con los restantes poderes públicos, especialmente el Congreso cuyos integrantes, elegidos por el voto popular, aprueban las leyes. Para evitar posibles excesos se suele recomendar que “el Tribunal ejerza un judicial self-restraint”270, es decir, una “(auto)limitación judicial (que) se inspira en el valor de la deferencia hacia el legislador democrático”271, lo cual siempre deja un importante margen de discrecionalidad a los jueces.
En palabras de Víctor Ferreres “las circunstancias que dan lugar a la dificultad contra-mayoritaria son (…): 1) La menor legitimidad democrática de origen del juez constitucional, (…). 2) La rigidez de la Constitución, (…) 3) La controvertibilidad interpretativa de la Constitución, (…)”272. Agrega que no resulta suficiente para “negar relevancia a la objeción democrática en contra de la institución del control judicial de la ley” afirmar que el referido control está previsto en la Constitución que sí cuenta con legitimidad democrática y, además, que el control “es una institución antidemocrática al servicio del principio de los derechos, que debe prevalecer frente al principio democrático en caso de conflicto”273.
Sin embargo, en ocasiones este debate se plantea en forma inadecuada. Así lo destaca Manuel Aragón cuando afirma que:
(…), el problema de la relación entre democracia y justicia constitucional no puede residenciarse en la existencia misma de esa justicia, existencia que es necesaria, sino en el modo de actuación de la jurisdicción constitucional, (…), (…) se sitúa, exactamente, (…) en la interpretación constitucional, (…), para evitar la contradicción entre los dos términos de esa relación, aquella interpretación habrá de producirse de modo jurídicamente razonable, y por ello objetivable, (…) su única legitimidad reside en el derecho y no en la política, (…)274.
En este sentido, se pregunta Bernal Pulido “¿De qué manera debe interpretar la Constitución el Tribunal Constitucional para no restringir indebidamente la competencia del legislador?” y afirma que “la estructura del principio de proporcionalidad garantiza la mayor claridad conceptual y argumentativa posible”275. Una interpretación que desborde estos parámetros no se justifica.
Tampoco se justifica pretender eliminar el control jurisdiccional de la Constitución. Y es que hoy no se entiende una democracia moderna sin el aporte de los tribunales constitucionales o de la judicial review. Sus decisiones han generado cambios en los ordenamientos jurídicos, los cuales dejan de ser un derecho estático para convertirse en un derecho dinámico, donde la jurisprudencia adquiere un rol estelar. Por ello, es indispensable contar con integrantes de tribunales constitucionales y cortes supremas que asuman un rol responsable, y cuya elección recaiga en personas idóneas, autónomas e independientes.
Justificar la legitimidad democrática de los jueces constitucionales no significa permitir que se doblegue a las mayorías parlamentarias por razones políticas. Tampoco que los tribunales se conviertan en una segunda o tercera Cámara. No reemplazan al Congreso. El rol principal que corresponde a los tribunales es la defensa de la Constitución, los derechos fundamentales y, en definitiva, la promoción de una “cultura constitucional” que es indispensable en un Estado democrático. Como bien anota Marian Ahumada:
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