Juan Eduardo Vargas Cariola - Historia de la República de Chile

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El proceso de emancipación que culmina en 1826, con la incorporación de Chiloé a la República de Chile, abre paso a lo que este volumen denomina La búsqueda de un orden republicano. El título indicado encierra, en realidad, lo que constituyó el gran desafío que se enfrentó entonces: reemplazar el orden monárquico por el republicano, esto es, por la libertad moderna, en una sociedad que desconocía cómo llevar a cabo esa verdadera revolución, en la que todavía muchos se desenvolvían de acuerdo con el imaginario del Antiguo Régimen y en la que no se podía hablar todavía de la existencia de una nación. Los caminos que se propusieron para vencer ese reto fueron variados y pusieron de relieve que las diferencias entre los grupos que se disputaban el poder nacían de la mayor o menor libertad que pretendían establecer. Como bien se sabe, se impusieron _nalmente quienes dieron vida a un autoritarismo presidencial que importó, en lo fundamental, instaurar un orden que dejó el control del parlamento y del poder judicial en manos del ejecutivo, quien fue dotado además de las armas necesarias para suspender las garantías individuales en caso de amenaza externa o interna. Sobre esa base, el país, antes que otros de América Latina, alcanzó una sorprendente estabilidad, si bien ese logro fue objetado y rechazado por quienes estimaron que se vivía bajo una dictadura, y propugnaron que el camino por seguir no era otro que reponer la libertad ganada en los campos de batalla y perdida debido al régimen despótico que, según sostenían, se implantó a partir de 1830. El desarrollo de esa lucha política, marcada por la intolerancia y la violencia, forma parte de la trama principal de un relato que convierte en una suerte de actores colectivos al espacio geográ_co, a las ciudades, al campo, al ejército, a la marina y a la Iglesia; y en los protagonistas individuales a las mujeres y a los hombres, al tiempo que sugiere que el destino de unos y otros dependió de ellos mismos, pero también de fuerzas que les resultaron desconocidas e inmanejables.

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MISIONES FRANCISCANAS

En 1840 el franciscano Unzurrunzaga envió un valioso informe al gobierno, en el cual se daba antecedentes sobre la situación de Chiloé 957 . Según el franciscano, dicha provincia comprendía 19 mil 991 habitantes, todos católicos, y 94 capillas en los diferentes departamentos. Ellas eran atendidas por cinco misioneros del Colegio de Castro, que vivían en las cabeceras de departamento. Cada misionero tenía un asistente secular, llamado fiscal, que no recibía estipendio. Los misioneros eran financiados por el Estado, y, además, recibían obvenciones de los blancos. Incluso los ornamentos habían sido costeados por el fisco, encargándose los misioneros de su reposición.

El informe proporciona interesantes datos sobre los indígenas hacia los cuales se dirigía la actividad misionera. Hablaban en su “idioma natal” y eran perezosos en acudir a la instrucción religiosa y en llevar a sus hijos al bautismo. En relación a otros hábitos el informe indicaba que vestían poncho y calzón, no usaban camisa ni sombrero y no consumían comida española. Sembraban “lo justo y necesario”, y tenían poco ganado para el trueque, pues no hacían comercio. Como era lo habitual en estas memorias, se subrayaba la embriaguez, la ociosidad y los vicios de los naturales. Se aludía a la práctica de supersticiones “con reserva”, a la falta de un claro sentido de la propiedad, y a la resistencia de los indígenas al matrimonio legal. Entre las causas del estancamiento de aquellos, para los misioneros era determinante la dispersión en que vivían.

Sobre los araucanos el informe es bastante más severo al recalcar que vivían en “completo estado natural”, lo que era explicable, pues no se fundaban misiones desde 1776. El informe proponía avanzar con dos misiones en Villarrica.

En Concepción se organizaron cuatro misiones destinadas a Arauco, Tucapel, Santa Bárbara e Imperial para atender a alrededor de 10 mil indígenas. El informe hacía presente que nada se había logrado con la guerra, y que el gran medio para incorporar a los naturales eran las misiones, por lo cual era necesario restablecerlas, repoblar algunas zonas, introducir blancos, reorganizar los colegios de misiones, como los de Chillán y Castro, e instalar otros.

Las políticas recomendadas por el informe eran mantener las construcciones de los mapuches, instruirlos en el idioma castellano, convertirlos a la fe cristiana, reducirlos a pueblos en sus mismas tierras, e impulsar el establecimiento de habitantes blancos entre ellos.

Las memorias de las misiones anuales de 1842 y 1849, firmadas por el viceprefecto franciscano Diego Chuffa, destacaban que las misiones de Valdivia tenían templos, y que solo dos carecían de ellos (San José de la Mariquina y Quinchilca), que había nueve misioneros y que los tres curatos eran atendidos por los misioneros (informe de febrero de 1842). En noviembre de 1842 Chuffa informó nuevamente sobre el estado de las misiones en Valdivia, La Unión y Osorno. En otra misiva de noviembre del mismo año, Chuffa expuso que algunas misiones no tenían escuelas de indios, que los caciques las solicitaban, y adjuntaba un presupuesto que comprendía las maderas y el valor del trabajo para la construcción de la escuela Juan Bautista 958 .

Un informe de 1862, del prefecto general de misiones fray Dionisio Pardini, describió la actividad misionera en toda su complejidad y expuso en forma concisa la historia del decenio de 1850, con juicios evaluativos y observaciones varias 959 . De aquel se desprende que después de la revolución de 1851 quedó en pie la misión de Nacimiento, con dos misioneros, fray Benigno Banise y fray Estanislao Leonetti. La misión de Mulchen fue incendiada por los indígenas y completamente destruida, y la de Tucapel lo fue en su mayor parte. La misión de Lebu, que se principiaba a edificar, quedó paralizada, y sus útiles fueron dispersados por la mencionada revolución.

En 1862 el gobierno juzgó oportuno fundar una misión en Mulchen, y para ello dictó en junio del mismo año un decreto, encargando al intendente de Arauco que escogiera el lugar más a propósito y cediera los terrenos necesarios. En agosto del mismo año el gobierno dio el exequatur al nombramiento de Dionisio Pardini como prefecto. Este se dirigió a la Araucanía, y de acuerdo con la autoridad provincial dio comienzo a la reedificación de la misión de Mulchen. A petición del intendente de Arauco la prefectura encargó a fray Alejandro Manera la dirección de las obras, quedando desde entonces de primer misionero en dicho punto. Un segundo misionero, fray Leonardo Fomati, se incorporó poco después a Mulchén.

A mediados de noviembre de 1862 la prefectura volvió a poner a fray Buenaventura Ortega en la antigua misión de Tucapel, en la que había sido su primer misionero, con el objeto de reedificarla provisionalmente para que a principio del siguiente invierno pudiera volver a dicho punto el segundo misionero, fray Buenaventura Díaz. De todo lo anterior resultaba que al concluir el año 1862 existían en la Araucanía tres misiones observantes, completamente establecidas en lo relativo a lo material de la construcción.

A fines de noviembre de 1862 el intendente de Arauco, con ocasión de ir con el ejército a poblar la antigua ciudad de Angol, le pidió a la prefectura un sacerdote misionero para aquel lugar, haciendo ver que era indispensable fundar ahí una misión, por ser un punto muy avanzado. Fue este fray Apolinar Moretti, a quien se le construyó una casa y un oratorio provisionales.

La prefectura había cuidado de que las nuevas construcciones contaran con “una pieza grande para reunir a los cholitos en clase, debiéndoseles enseñar a leer y escribir, para enseguida iniciarlos en la gramática castellana, y aritmética enseñándoles al mismo tiempo el rezo y la doctrina cristiana”. Esta parte de la enseñanza correspondía al segundo misionero, lo que explica la razón por la cual la prefectura, con el acuerdo del obispo de Concepción, dispusiera que cada misión tuviera dos sacerdotes.

En 1862 el guardián del Colegio de Chillán, fray Victorino Palavicino, envió un informe analítico y político sobre el estado de la misiones. El texto es importante, porque Palavicino centró su análisis en un periodo de 10 años 960 .

Con 12 años “de frecuente trato con los indígenas”, con publicaciones en la prensa y con la edición de un opúsculo sobre “la conversión y civilización de los araucanos”, el misionero se sentía autorizado para intervenir “en una cuestión que tantas veces ha sido objeto de largas discusiones”, y para evitar “algunos de tantos desastres” que habían tenido lugar.

Para fray Victorino Palavicino uno de los medios de civilizar a los araucanos, estimado inútil en la prensa del país, eran las misiones “dirigidas a desarrollar las facultades morales del araucano”. Observaba que cuando en la prensa se hablaba de la civilización de los indígenas, se consideraba como los únicos medios de llevarla a cabo la conquista, el comercio, la industria, las artes y la filosofía, pero nunca la religión. Tras hacer una descripción de la labor misional en la segunda mitad del siglo XVIII y de sus positivos resultados, subrayó que con la emancipación “fueron todas las misiones abandonadas, pues los misioneros eran en su máxima parte españoles”.

Hizo notar Palavicino que “en la actualidad en todas partes las artes y la industria han progresado, menos en los araucanos”, y agregó que las misiones, después de su restablecimiento, no pudieron desarrollar su acción civilizadora. Creía que las misiones eran establecimientos precarios, “más bien tolerados que admitidos”, que el sistema seguido no era el adecuado y que, por tanto, nada se había podido avanzar con los indígenas.

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