Juan Eduardo Vargas Cariola - Historia de la República de Chile

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El proceso de emancipación que culmina en 1826, con la incorporación de Chiloé a la República de Chile, abre paso a lo que este volumen denomina La búsqueda de un orden republicano. El título indicado encierra, en realidad, lo que constituyó el gran desafío que se enfrentó entonces: reemplazar el orden monárquico por el republicano, esto es, por la libertad moderna, en una sociedad que desconocía cómo llevar a cabo esa verdadera revolución, en la que todavía muchos se desenvolvían de acuerdo con el imaginario del Antiguo Régimen y en la que no se podía hablar todavía de la existencia de una nación. Los caminos que se propusieron para vencer ese reto fueron variados y pusieron de relieve que las diferencias entre los grupos que se disputaban el poder nacían de la mayor o menor libertad que pretendían establecer. Como bien se sabe, se impusieron _nalmente quienes dieron vida a un autoritarismo presidencial que importó, en lo fundamental, instaurar un orden que dejó el control del parlamento y del poder judicial en manos del ejecutivo, quien fue dotado además de las armas necesarias para suspender las garantías individuales en caso de amenaza externa o interna. Sobre esa base, el país, antes que otros de América Latina, alcanzó una sorprendente estabilidad, si bien ese logro fue objetado y rechazado por quienes estimaron que se vivía bajo una dictadura, y propugnaron que el camino por seguir no era otro que reponer la libertad ganada en los campos de batalla y perdida debido al régimen despótico que, según sostenían, se implantó a partir de 1830. El desarrollo de esa lucha política, marcada por la intolerancia y la violencia, forma parte de la trama principal de un relato que convierte en una suerte de actores colectivos al espacio geográ_co, a las ciudades, al campo, al ejército, a la marina y a la Iglesia; y en los protagonistas individuales a las mujeres y a los hombres, al tiempo que sugiere que el destino de unos y otros dependió de ellos mismos, pero también de fuerzas que les resultaron desconocidas e inmanejables.

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LAS MISIONES

Hubo dos estilos de misiones que se desarrollaron simultáneamente en la iglesia y por primera vez, en el siglo XIX, en América Latina. Por una parte, estaba la misión ad gentes , realizada entre pueblos que no eran cristianos, y que se continuó dando en las diócesis del sur, especialmente en Concepción y Chiloé, donde permanecía una población significativa de comunidades originarias que constituían un desafío pastoral de predicación.

Para estas poblaciones se impulsó una acción directa, apoyada tanto por el gobierno como por la Iglesia, destinada a restablecer las misiones entre los grupos indígenas, que estaban estancadas desde fines del siglo XVIII y con mayor profundidad a partir de 1810, como consecuencia del proceso emancipador. El restablecimiento de las misiones se inició a partir del decenio de 1830, con los esfuerzos realizados ante la Santa Sede para encontrar congregaciones misioneras que optaran por establecerse en Chile. Los resultados positivos se observaron en 1837, al llegar un grupo importante de franciscanos italianos, quienes se instalaron en las diócesis del sur 951 .

Por otra parte, desde fines del siglo XVIII se desarrollaba en Europa una misión en ciudades y campos, como acción de reforma eclesiástica. En la segunda mitad del siglo XIX los obispos latinoamericanos lograron establecer la misión popular , con trabajos pastorales directos en los sectores urbano y rural. Esta actividad fue puesta en práctica, como iniciativa interna, por el arzobispo Valdivieso, quien impulsó la misión circular a través de la red parroquial. Este servicio fue fortalecido principalmente por las nuevas congregaciones religiosas que se incorporaron en el último tercio del siglo XIX. Mediante ellas se introdujo el estilo de misión popular, tanto en métodos como en contenidos. Fue considerable el efecto producido por las actividades de esas comunidades religiosas misioneras, lo que se manifiesta desde los contenidos de la predicación hasta una nueva arquitectura religiosa. Los tres siglos y algo más que tanto en Chile como en el resto del continente no habían conocido más que cuatro o cinco comunidades religiosas, fueron enriquecidos con nuevas expresiones religiosas.

MISIÓN AD GENTES

En el fondo archivístico del Ministerio del Interior rotulado como Asuntos Eclesiásticos 952 , se conservan algunos volúmenes que contienen misivas, informes, solicitudes y observaciones sobre las preocupaciones materiales y pastorales de las autoridades civiles y eclesiásticas en materia de misiones.

El territorio de misión ad gentes propiamente tal se encontraba en las diócesis de Concepción y Ancud, y en el nuevo e incipiente Territorio de Magallanes. La zona de Magallanes en el periodo que cubre este capítulo tuvo una presencia mínima y precaria de franciscanos. La presencia misionera considerada como una política pública fue resuelta avanzado el decenio de 1880, al incorporar a los religiosos salesianos, con una tarea exclusiva en la zona.

El estado de la iglesia en la jurisdicción de Concepción era deplorable hacia 1830. José Ignacio Cienfuegos le hacía presente al gobierno ese año que por todas partes había escombros y objetos de desolación, que no había catedral ni seminario ni escuela de primeras letras, que 12 seminaristas asistían al Instituto de la Provincia de Concepción, y que 12 curatos carecían de párrocos 953 .

Sin embargo, en materia de política de misiones hubo desde antes de 1830 una acentuada preocupación centrada en el sur. Así lo testimonia el oficio de 12 de diciembre de 1821, por el cual se le dieron facultades especiales al fraile Victorino Navarrete, OP., para que pasara a la plaza de Valdivia en calidad de misionero. Entre las facultades se consultaba la concesión de 40 días de indulgencia para los que oyeren la misión; la posibilidad de levantar altar y celebrar misa en oratorios; otorgar en cuaresma las cédulas de comunión y confesión, y dispensar ciertos problemas matrimoniales, como consanguinidad y adulterios 954 . Otra muestra del interés por las misiones fue la solicitud del prelado de Santiago, de 14 noviembre de 1824, de cuatro misioneros para Valdivia.

Esta preocupación se hizo aún más manifiesta como tarea de política pública, pues en los años 1836 y 1837 el propio gobierno gestionó la contratación de misioneros en Italia para venir a Chile. El fraile franciscano Zenón Badía fue comisionado a Roma para estos trámites. Si bien la historiografía da cuenta de la misión de Badía, la documentación del Archivo Nacional Histórico 955 permite establecer con más detalle el ritmo de su trabajo. Badía zarpó de Valparaíso el 3 de diciembre de 1835, y tras siete meses de navegación llegó a Trieste, donde se encontró con José Vernet, franciscano catalán de 35 años. Viajó con este a Ancona, y, tras una cuarentena obligatoria, siguieron a Roma, adonde llegaron el 25 de agosto de 1836.

En la audiencia con el papa, este le informó que la diócesis de Santiago sería elevada a arzobispado, con al menos dos sufragáneas. La curia romana le dio facultades a Badía para buscar misioneros que trabajaran en Chile. En agosto de 1837 desembarcaron 27 misioneros en Valparaíso.

La tarea misionera en Chile fue dirigida, desde 1832, por figuras destacadas de la orden franciscana. Descollaron los frailes franciscanos Manuel Unzurrunzaga, prefecto de misiones, y Diego Chuffa, que lo sucedió en ese cargo. Estos dos prefectos enviaron una numerosa correspondencia al gobierno, exponiendo sus políticas sobre misiones, estado de las iglesias, personal religioso en ellas, obras constructivas y datos estadísticos religiosos de algunos centros misionales, como bautizos y matrimonios. A esta documentación, datada desde 1840 en adelante, se debe sumar la documentación de la obra capuchina, la cual se responsabilizó de las misiones en la zona de Valdivia después de 1850.

Una vez encaminada la actividad misionera en los decenios de 1830 y 1840, el estado adoptó una decisión relevante: desde 1847 las misiones fueron reguladas por un marco legal, lo que le dio a esa actividad una neta orientación de política pública. El referido marco legal se definió mediante tres decretos datados el 20 de mayo de 1847 y que fueron firmados por el presidente Bulnes y su ministro de Culto Salvador Sanfuentes. El primer decreto dispuso que todo religioso ocupado en el servicio de alguna misión de infieles debería elaborar anualmente una memoria de sus trabajos durante el año transcurrido y de los progresos que mediante ellos se hubiera reportado. Estas memorias se elevarían al fin de cada año al prefecto de misiones, quien debía formar con ellas una general, en que se especificara lo relativo a cada misión, “y la trasmitirá al Ministerio de Culto con la prontitud que le permita la colectación de estos datos”. Por el segundo decreto se obligó a los misioneros a conocer el idioma araucano, para lo cual el Estado había publicado la gramática y el diccionario de dicha lengua. El tercer decreto ordenó el incremento de la “dotación mensual de diez pesos que hasta ahora han gozado los maestros de escuelas misionales de Coyanco, Quilaguin y San Juan de la Costa […] a quince pesos […] con la condición precisa de que mensualmente acrediten tener por lo menos 20 alumnos indígenas”.

La norma consultó el mecanismo de acceso a esos recurso: “deberá presentar mes a mes cada maestro una lista nominal de los alumnos indígenas […] será firmada por el misionero, y por el Juez del distrito […] las que serán visadas por el gobernador” 956 .

Los informes enviados al gobierno por el prefecto de cada comunidad religiosa, así como los elaborados por el encargado de la misión in situ se conservan en buen número después de 1860, y en su mayor parte siguen la regulación de la ley, por lo cual los contenidos son similares y se encuadran en aspectos religiosos, como la estadística sacramental. Se conservan, asimismo, informes con análisis de la política misional.

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