Con la creación de las diócesis de La Serena y San Carlos de Ancud, la vida de la iglesia recibió un nuevo impulso. Los informes de las visitas ad limina , documentos que desde 1859 fueron enviados a Roma por los obispos de las cuatro diócesis, ofrecen una útil descripción y proporcionan datos estadísticos seguros sobre el desarrollo de la provincia eclesiástica chilena. Entre los asuntos más importantes abordados están las visitas pastorales, el funcionamiento parroquial, la administración de los sacramentos, las obras de beneficencia, la formación del clero, el estado de los seminarios y la incorporación de nuevas congregaciones religiosas 942 .
Con estas fuentes es posible articular una visión orgánica de las diócesis. Otro aspecto que ofrecen estas fuentes es la individualización de los problemas y desafíos que los obispos tenían en la relación de la Iglesia con la sociedad en el tránsito hacia un estado aconfesional 943 .
Esta herramienta pastoral, rigurosamente desarrollada en el periodo hispánico, interrumpida desde fines del siglo XVIII, cuando la cumplió el obispo Francisco José Marán entre 1796 y 1798, con intentos de retomarla en el inestable periodo comprendido entre 1810 y 1830, se revitalizó decididamente en el decenio de 1830. El obispo Manuel Vicuña, como se ha indicado antes, realizó la visita de toda la diócesis después de 1832.
Desde 1840 en adelante se reinstaló la práctica de la visita pastoral, con alta frecuencia a través de la sucesión episcopal. En las cuatro diócesis se comprueba que esta acción fue ininterrumpida. La primera tarea de los obispos, una vez que se instalaban y asumían el gobierno de sus diócesis, fue recorrer todas las parroquias, impulsando la reforma y la administración eclesiástica, dando orientaciones para la renovación del culto divino, así como las prescripciones precisas para la conservación de los archivos y la revisión sistemática de los inventarios parroquiales 944 .
Las visitas realizadas después de 1840 fueron, de norte a sur del país, las de La Serena, cuyo primer obispo, Agustín de La Sierra, la realizó entre 1847 y 1851; Justo Donoso, entre 1854 y 1856 945 , y Manuel Orrego, entre 1872 y 1874. En Santiago, Rafael Valentín Valdivieso cumplió con la visita entre 1853 y 1858. En Concepción la hicieron Diego Elizondo y Prado entre 1841 y 1843, y José Hipólito Salas entre 1855 y 1864. Por último, en Ancud la realizaron el primer obispo Justo Donoso entre 1850-1851, y Juan Francisco de Paula Solar, entre 1858-1860, y por procurador en 1875.
Las visitas ofrecen una visión del estado de la Iglesia en su plano menor, el de las parroquias. Respecto de ellas los informes destacan algunos aspectos, como su gran extensión, similar al que tenían durante la monarquía. Eran diferentes, sin embargo, los contingentes de población que debían atender. Como se ha indicado en otra parte, el crecimiento demográfico fue sostenido en el siglo XIX, y entre 1835 y 1875 la población se duplicó; por su parte, la estructura parroquial pasó de 133 parroquias en 1845 a 160 en 1880, es decir, crecieron cerca del 20 por ciento. Otra característica digna de tener en cuenta fue que la parroquia mantuvo su tipología rural, a pesar del crecimiento demográfico.
El estilo pastoral se ceñía a la reforma trentina europea del siglo XIX, y por otro lado, como método se conservaba la misión anual de tipo circular, que se remontaba a la monarquía.
Las parroquias contaban con sus respectivos párrocos —con una alta sucesión parroquial—y varias de ellas tenían vicarios cooperadores; pocas eran administradas por congregaciones religiosas.
Labor muy fundamental de las parroquias fue llevar los registros de matrimonios, nacimientos y defunciones, lo que realizaron hasta 1884, cuando se dictaron las leyes laicas. Un aspecto relevante fue la catequesis. En todos los decretos de visita el obispo mandaba que se enseñara el Catecismo Breve del Sínodo de Santiago de 1763, del obispo Alday. Este catecismo tuvo vigencia hasta muy entrado el siglo XX, aun cuando a fines del siglo XIX llegaron nuevos catecismos, a través de las congregaciones religiosas recién establecidas. En este sentido, los obispos de Santiago permitieron el uso y difusión de otros catecismos, sin perjuicio de lo cual en los decretos de edición de ellos mandaban incluir el catecismo sinodal 946 .
En fin, el perfil del cura párroco y de los vicarios era un retrato del concilio de Trento: residentes, responsables de la administración parroquial en todos sus aspectos, austeros, de alto celo apostólico y de buenos hábitos.
En forma paralela a la práctica de la visita pastoral los obispos fortalecieron y restablecieron los seminarios diocesanos. Muy importante fue la creación de nuevos seminarios diocesanos, los cuales permanecen, con las fluctuaciones propias de los tiempos, como organismos de reclutamiento y formación del clero secular 947 . En las diócesis nuevas de La Serena se fundó el seminario conciliar San Luis Gonzaga, en 1848, y en la de Ancud se erigió el año 1845. Respecto de los seminarios del periodo hispánico, el de Santiago fue unido al Instituto Nacional en los comienzos del proceso emancipador, medida carente de toda lógica, razón por la cual el obispo Vicuña logró su separación del Instituto Nacional, con administración autónoma en 1835. En la formación de los seminaristas tuvo especial importancia el presbítero argentino Pedro Ignacio Castro Barros, fallecido en 1849. El seminario de Concepción fue restablecido solo en 1855, por el obispo José Hipólito Salas 948 .
Estos seminarios se caracterizaron por la estructura curricular de la formación. En los aspectos generales el currículo se organizó con las ciencias naturales, la filosofía y los idiomas. Estos últimos eran el latín, el castellano y el francés, materias impartidas durante todos los años de estudios. En cuanto a la formación teológica, se impartían cursos de Derecho Canónico y Sagradas Escrituras, de Historia Eclesiástica y Elocuencia, de Teología Dogmática y de Moral. En lo relativo a los recursos bibliográficos destacaban textos de autores chilenos, como Justo Donoso, con las Instituciones de Derecho Canónico y El Párroco Americano; José Orrego, con Los Fundamentos de la Fe , y, en el último cuarto de siglo, la copiosa producción jurídica, eclesiástica y teológica del presbítero Rafael Fernández Concha. Finalmente, es interesante subrayar la influencia francesa, hecho que se deduce de la abundante bibliografía teológica gala que se conserva en las bibliotecas de estos seminarios. A modo de ejemplo, existen las colecciones de Bossuet, Fénélon, Montalembert, Chateaubriand, la fundamental y extensísima Patrología de Migne (griega y latina), e incluso tuvieron acceso al Acta Sanctorum de los bolandistas, además de contar con un conjunto de textos de orden litúrgico, escritos de predicadores, enciclopedias y diccionarios 949 .
Un aspecto muy interesante que debe valorarse es que varios seminarios que no pertenecían a la diócesis de Santiago evolucionaron como colegios de enseñanza primaria y secundaria. En el siglo XX la sección seglar de los seminarios fue separada de la eclesiástica, si bien la seglar conservó el nombre de los patronos de esos institutos religiosos. En La Serena derivó hacia un colegio de enseñanza general básica y media, que llevó el mismo nombre del seminario conciliar; en Copiapó tomó el nombre de Colegio Católico Atacama, y en Valparaíso, el de San Rafael. Los obispos de las cuatro jurisdicciones recibieron en 1918, por intermedio del Nuncio Sebastián Nicotra, la instrucción romana de separar a los estudiantes 950 .
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