¿Qué lógica tiene que un Estado pobre como el nuestro dedique inmensas cantidades de recursos a actividades que pueden ser financiadas y gestionadas por los particulares en vez de llevar dichos recursos hacia áreas prioritarias de la acción social del Estado adonde nunca llegarán los particulares?
Por supuesto, el hecho de que se privatice una actividad como la bancaria, como la de telecomunicaciones o como la de los servicios públicos no significa que el Estado deba desprenderse de su función constitucional de mantener el control, la supervisión y la orientación tarifaria de dichos sectores. Las funciones de la Superintendencia Bancaria no solo no se diluyen sino que deben afirmarse cuando el Estado se desprende de la propiedad de bancos y de compañías aseguradoras.
Las funciones reguladoras de los servicios públicos, ya sea acueductos, comunicaciones, telecomunicaciones y servicios públicos en general, no solamente no pueden debilitarse sino que tienen que fortalecerse al máximo, en la misma proporción que los propietarios y gestores de estos servicios sean particulares.
Así mismo, el control de las prácticas antimonopólicas y la vigilancia para que en el mercado se dé una libre competencia que proteja y beneficie a los consumidores tiene que ser una misión preeminente del Estado, como lo ordena la propia Constitución.
Las políticas de gasto público, para que contribuyan a un buen manejo de las finanzas públicas en países como el nuestro, deben buscar en todo momento, y así parezca paradójico, la “desprivatización del Estado”.
Hoy en día se ciernen muchos intereses privados sobre el presupuesto público: los unos quisieran que el gasto público no se evaluara frecuentemente, para así seguir gastando en áreas que no necesariamente son de mucha rentabilidad social; los otros porque quisieran ver perpetrados esquemas de gasto público que aparentemente buscan intereses públicos, pero que a menudo encubren subsidios altamente regresivos, como acontece en la educación superior cuando solo se financia la oferta de esta; y, en fin, hay frecuentes intereses que quisieran ver a un Estado que intervenga poco, que no aplique con rigor las normas antimonopolios y que resulte dócil a los intereses de los más hábiles o de los más poderosos para derivar hacia ellos rentas de los presupuestos públicos.
El Estado contemporáneo debe interferir poco para intervenir mejor. Es decir, no sofocar la iniciativa privada con papeleos y trámites inoficiosos, para concentrarse con la mayor eficiencia posible en el control de las prácticas que interfieren (a menudo en perjuicio del consumidor) el buen funcionamiento de los mercados; y al hacer las escogencias presupuestales nunca olvidar que los escasos recursos públicos debe destinarlos prioritariamente a atender las necesidades básicas de la población (como la salud y la educación), delegando al sector privado muchas actividades que este puede desarrollar (manteniendo siempre el control y la supervisión del Estado) y evitar así que se distraigan recursos públicos hacia gasto inoficioso, superfluo o regresivo.
V. EL APORTE KEYNESIANO A LA TEORÍA DEL GASTO PÚBLICO
Como ya se ha dicho, las teorías de Keynes tuvieron una gran influencia en los planteamientos de la Hacienda Pública a partir de los años treinta. Keynes escribió para un mundo de alto desempleo como el que experimentaba Inglaterra durante los años treinta, y su objeto principal fue proponer caminos para que la economía pudiera absorber esa masa ingente de desempleados que como un espectro invadía a Europa y a Estados Unidos.
Según el análisis keynesiano, los determinantes fundamentales de la inversión son la tasa de interés y el rendimiento marginal del capital. Por otra parte, desarrolló la llamada “teoría del consumo”, según la cual toda economía tiende a consumir una proporción constante del ingreso que percibe. Esto se conoce como la “propensión media a consumir”. Ahora bien: en una situación de recesión, en donde los inversionistas no encuentran oportunidades suficientemente atractivas de inversión, estos prefieren ahorrar, y como la inversión se ve así paralizada porque el ahorro no llega fluidamente a financiar la inversión, se requiere un factor que rompa ese círculo vicioso. Ese factor es el gasto público. El gasto público se irriga dentro de la comunidad, la cual lo destina aproximadamente en unas tres cuartas partes a consumir y en una cuarta parte a ahorrar. La propensión media a consumir, es decir, el porcentaje de cada unidad de ingreso adicional que se dedica al consumo es entre el 70 y el 80%. Estos consumos se traducen en mayores pedidos a los productores, los cuales ven disminuidos sus inventarios y se ven así estimulados para reponerlos, y si el nivel de gasto público se mantiene durante un tiempo se generará (por medio del aumento en los consumos) una inducción a los ensanches industriales, con lo cual se comenzará a reincorporar la masa de desocupados.
Otro punto importante que es necesario tener en cuenta al recordar el análisis keynesiano es el factor multiplicador, que conduce a que las sumas gastadas se traduzcan en sumas más considerables que las inicialmente gastadas. Este es otro de los factores decisivos cuando se considera la potencialidad del gasto público.
Los aportes keynesianos (aportes fundamentalmente teóricos) fueron de gran utilidad para salir de la Gran Depresión de los años treinta. Hacia 1932 comenzaron a aplicarse en la economía americana con las políticas del New Deal del presidente Roosevelt, y en Colombia durante la administración Olaya Herrera se comenzó también a aplicar una política de gasto público como elemento anticíclico para salir de la tremenda depresión de aquella época 19.
Estas teorías tuvieron naturalmente su incidencia sobre los conceptos de la Hacienda Pública. Por ejemplo, durante los primeros años de la recesión (1929-1931) todavía imperaba la tesis del equilibrio fiscal, según la cual el Gobierno no debería endeudarse para financiar gastos ordinarios sino que el endeudamiento se reservaba como un instrumento de última instancia para financiar obras especiales y gastos extraordinarios. En la Hacienda Pública tradicional no era de recibo una política de endeudamiento para financiar gastos ordinarios (sueldos, funcionamiento, etc.), como era el tipo de gastos que se requerían para afrontar el ciclo recesivo. Así mismo las políticas monetarias, en un comienzo, tanto en Estados Unidos como en Colombia, fueron muy restrictivas y han sido señaladas como uno de los detonadores que tuvo la Gran Depresión en los primeros años 20.
Poco a poco, y en la medida en que nos fuimos adentrando en la crisis, estas tendencias fueron cambiando. Tanto el Federal Reserve Bank de Estados Unidos como el Banco de la República en Colombia comenzaron a desarrollar una política más flexible de financiamiento al Gobierno central, con lo cual este comenzó a obtener recursos para financiar el gasto público. Pero fue un proceso de aprendizaje lento; y vale la pena mencionarlo porque históricamente viene a constituir, este, el momento de transición entre lo que podríamos llamar la Hacienda Pública tradicional y la Hacienda Pública moderna.
La ortodoxia monetaria del Banco de la República, naturalmente explicable dentro de los criterios de patrón oro con que fue organizado por la Misión Kemmerer, se puso de presente con mucha claridad durante la primera fase de la crisis. El ministro Esteban Jaramillo, en su Memoria de Hacienda de 1931, le dedicó al Banco de la República este párrafo, por cierto muy diciente: “Y en cuanto al Banco de la República, este establecimiento estuvo sometido hasta entonces a una organización férrea e intocable, menos para los bancos accionistas. Conforme a las ideas y los principios que entonces predominaban, el Banco de la República era una casa en cuyas puertas se podía leer: ‘Aquí no entran ni el Gobierno ni el público, los únicos que tienen acceso son los banqueros nacionales y extranjeros’” 21.
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