Ángeles Ródenas - Repensar los derechos humanos

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En el presente libro se analiza, con la profundidad que se merecen, los presupuestos y fundamentos filosóficos que operan en el trasfondo de los derechos humanos; los límites de los derechos humanos y los conflictos en su aplicación; y, finalmente, los derechos jurídicos derivados de los derechos humanos, así como los deberes jurídicos correlativos a aquellos.

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En cierto sentido, el cosmopolitismo ha sido, en palabras de Boaventura de Sousa Santos, el privilegio de aquellos que pueden permitírselo. El modo en que propone revisar el concepto es identificando los grupos cuyas aspiraciones son negadas o hechas invisibles por el uso hegemónico del mismo, pero que pueden ser útiles para un uso alternativo. “¿Quién necesita el cosmopolitismo? La respuesta es simple: cualquiera que sea una víctima de la intolerancia y la discriminación necesita tolerancia; cualquiera cuya dignidad humana básica es negada necesita una ciudadanía mundial en alguna comunidad o nación dada. En suma, aquellos excluidos socialmente, víctimas de la concepción hegemónica del cosmopolitismo, necesitan un tipo diferente de cosmopolitismo”58. Esta alternativa, que Santos califica de “cosmopolitismo subalterno”, contiene un proyecto emancipatorio e inclusivo basado en las luchas de grupos sociales, redes, iniciativas, organizaciones y movimientos contra la exclusión económica, social, política y cultural. Homi Bhabha propone el término de “cosmopolitismo vernáculo” para describir experiencias de emancipación de las personas tradicionalmente marginadas. Ellos constituyen una comunidad concebida o imaginada en la marginalidad59. El cosmopolitismo vernáculo subraya los aspectos conjuntivos del cosmopolitismo, “el hecho de que el arraigo étnico vernáculo no niega la apertura a la diferencia cultural o el impulso de una conciencia cívica universalista y un sentido de responsabilidad moral más allá de lo local”60.

Pero el rechazo del cosmopolitismo crítico al individualismo atomista no se vincula a una ontología de los grupos como realidades o entidades acotadas. La falsa oposición entre individualismo y comunitarismo no tiene en cuenta la variedad de formas particulares de afinidades, afiliaciones, elementos compartidos o conexiones que condicionan de modos relevantes y diversos las experiencias y acciones de los individuos. Un cosmopolitismo revisado no se centra tanto en la noción de grupo como una entidad de formas fijas y límites definidos, sino en la idea de agrupaciones como una variable conceptual contextualmente fluctuante61. Esta concepción intermedia concibe, pues, a los individuos como sujetos situados, no en contextos cerrados, sino en redes de solidaridades plurales que se organizan de modos diversos y variados. En su base se encuentra un concepto heterogéneo y plural de cultura, conforme al que nuestra identidad cultural se conforma a una variedad de elementos de distintas tradiciones. Las identidades son modeladas por el conflicto y el encuentro entre realidades diversas.

El giro que se aprecia entre filósofos, sociólogos, historiadores o teóricos políticos desde la identidad a la solidaridad viene a representar el reconocimiento de la contingencia del proceso de formación de la identidad62. Este se encuentra condicionado por elementos histórico-sociales, incluido el modo en que se distribuye el poder en cualquier contexto social. Reconocer esta contingencia implica atribuir mayor valor cívico al debate abierto y respeto a la voluntad individual para decidir cuál es la identidad propia.

Para gran parte del cosmopolitismo alternativo, la autonomía individual constituye la base adecuada de la diversidad. No son las narraciones de colectividades definidas las que configuran indefectiblemente las vidas de los individuos, sino que son estos los que construyen su modo de ser y sus proyectos mediante una actitud reflexiva que desarrollan en el marco de las opciones e influencias que ofrecen las convenciones sociales. Por ello, para este cosmopolitismo, lo que tiene de valor la diversidad es lo que hace posible para la agencia humana, las posibilidades que ofrece para las elecciones humanas63. Pero, entonces, en él se revela de un modo difícilmente resoluble la tensión entre la autonomía individual y la lealtad a los vínculos de solidaridad. Mientras el cosmopolitismo extremo resuelve esta tensión interpretando que las obligaciones especiales se basan en consideraciones morales de orden general (reciprocidad, cooperación, confianza, institucionalización, coercitividad, eficiencia en la consecución del bien universal, etc.), muchos de los nuevos cosmopolitas estiman que esa interpretación pasa por alto el aspecto particular que confiere valor a las relaciones concretas y que puede generar obligaciones particulares. En muchos casos ese aspecto se interpreta en términos de actitudes o emociones64. El cosmopolitismo, lejos de ser el nombre de la solución al conflicto entre requerimientos éticos diversos, es el nombre del desafío65, es un proyecto de mediación o negociación, no de reducciones o totalizaciones66. Se enfrenta, así, a un difícil dilema entre diferentes opciones que implican diferentes concepciones del universalismo y su oposición al particularismo.

En primer lugar, el cosmopolitismo puede adoptar una concepción del universalismo fundamental de acuerdo con la cual las exigencias de la moral cosmopolita no están determinadas de modo completo a priori y es en el contexto de relaciones concretas donde una variedad de condiciones históricas, culturales e institucionales posibilitan diferentes concreciones de los principios universales.

En segundo lugar, un planteamiento cosmopolita práctico puede no aspirar a afrontar el problema de la fundamentación moral de los principios universales con el fin de lograr el más amplio acuerdo global desde distintas posiciones éticas y buscar compromisos tanto para atribuirles significado en contextos particulares como para traducirlos en acciones concretas. No se trata de “cambiar de fundamento, intercambiando un fundamento ‘ideal’ humanista-naturalista-universalista, del tipo adoptado por los teóricos de los derechos naturales, por un fundamento ‘positivo’ político-histórico-institucional, sino más bien que tenemos que abandonar la intención de ‘fundar’, sin renunciar, ciertamente (ni mucho menos) a los objetivos de una política de derechos humanos; de ahí deriva, la idea de una política de derechos sin fundamento y la idea de que los ‘derechos’ en sí mismos sin fundamentos ontológicos o trascendentales, pero con una historia polémica de conquistas y resistencias”67. La fuerza de la institucionalización de lo universal no implica la absolutización de ciertas formas institucionales en las que se corporiza, sino el hecho de que son el lugar de interminables disputas acerca de cuál es la base de sus propios principios o de su propio discurso68.

En tercer lugar, desde una determinada interpretación del universalismo contextual, que niega la posibilidad de un punto de vista abstracto, los mismos argumentos que fundan obligaciones en contextos particulares son los que han de fundar obligaciones más amplias a medida que se amplíen los vínculos sociales y los compromisos que se vayan adquiriendo. Lo que se requiere para ello es un diálogo transfronterizo en el que se avance hacia exigencias compartidas a partir de la mutua transformación de las posiciones de partida. Desde posiciones ya más cercanas al particularismo moral, el diálogo habrá de ser transcultural, pudiendo conducir a una concepción híbrida de los derechos humanos capaz de incorporar un vocabulario y significados particulares mutuamente inteligibles. En palabras de Santos, “teniendo en cuenta que el debate provocado por los derechos humanos puede convertirse en un diálogo competitivo entre diferentes culturas sobre los principios de la dignidad humana, es imperativo que tal competencia incentive a las coaliciones transnacionales a correr hacia la cima y no hacia el fondo (¿cuáles son los estándares mínimos absolutos? ¿Cuáles son los derechos humanos más básicos? ¿Cuáles son los denominadores comunes más bajos?”69.

Por último, algunos modelos de justicia global asumen una posición normativa dualista que considera que existen dos registros normativos no reconducibles a unidad: lo moral, que trata de nuestras obligaciones universales para con todos los seres humanos; y lo ético, que se refiere a las obligaciones vinculadas a nuestras relaciones densas, nuestros proyectos y nuestras identidades colectivas particulares. Los requerimientos morales débiles —lo que debemos a las otras personas en general— no agotan la existencia de deberes éticos respecto de aquellos con quienes tenemos relaciones sociales densas.

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