2.6.2. Babilonia
A diferencia de los egipcios, el Imperio babilónico sí permitió el desarrollo de actividades mercantiles por parte de los particulares. De hecho, el Código del rey Hammurabi (s. f.) contenía referencias a la regulación jurídica de la actuación humana asociada. El citado ordenamiento jurídico, conformado por las leyes de la antigua Asiria, se refería al contrato de sociedad, en los siguientes términos: “Si uno dio dinero en sociedad a otro, partirán las mitades ante los dioses los beneficios y las pérdidas que se produzcan” (Ley 99, p. 34). Como puede observarse, la norma pretendía que tanto las ganancias como las pérdidas fueran distribuidas en partes iguales entre los asociados, circunstancia que sufre un cambio en la civilización romana, ya que los asociados podían pactar un reparto distinto, en proporción a lo que fuera aportado por cada uno de los integrantes en dicha sociedad (Ángel, 2016).
2.6.3. Grecia
Fue en esta civilización donde se presentan los primeros antecedentes de expansión de la actividad económica. El desarrollo de las construcciones navales, la metalurgia y la cerámica permitió el surgimiento de una burguesía mercantil; sin embargo, las agrupaciones asociativas no se manifestaron hasta el siglo IV a. C. En dicho periodo surgió un contrato, llamado commenda, antecedente remoto de la sociedad en comandita.
2.6.4. Roma
La palabra sociedad, en su más amplia acepción, tiene el sentido de asociación: se aplicaba a toda reunión de personas que se proponían conseguir un fin común. Estas se asociaban unas veces con un interés pecuniario, religioso o político, ya para luchar contra un peligro o bien para generar recursos que el individuo aislado era incapaz de procurarse. En sentido restringido, la sociedad se distinguía de la asociación en general en que tenía por causa el interés personal de los asociados. En Roma, según Petit (1970), la sociedad era un contrato consensual, por el cual dos o más personas se comprometían a poner ciertas cosas en común para sacar de ellas una utilidad apreciable en dinero.
Así, se perfeccionaba el contrato de sociedad por el simple acuerdo de las partes y antes que hubiesen puesto en común los bienes que se comprometían a suministrar. Además, los contratantes eran libres de suspender la sociedad o de limitarla en su duración por un término o una condición. El acuerdo debía recaer sobre dos aspectos que constituían los elementos esenciales de ese contrato: a) era preciso que los asociados se comprometieran a poner ciertos bienes en común; estos podían ser de distinta naturaleza (dinero, muebles, inmuebles, industria o crédito); b) era necesario que tuvieran como objetivo un resultado lícito y común. Los beneficios y las pérdidas se repartían igualmente entre los asociados, porque se presumía la igualdad de las aportaciones; no obstante, ese reparto podía ser modificado por una cláusula expresa, conviniendo también que uno de los asociados tuviera una parte mayor en la ganancia que en la pérdida o, incluso, que participara en la ganancia, pero no en la pérdida. Así mismo, no se podría convenir que uno de los asociados sería excluido de los beneficios, aun soportando su parte de pérdida; semejante sociedad, en que los demás asociados tendrían la parte del león, era llamada leonina y estaba afectada de nulidad.
En el Imperio existían las sociedades universales, que abarcan la totalidad del patrimonio de los asociados, y las sociedades particulares, en las que los asociados no ponían en común más que objetos particulares.
Las sociedades universales, a su vez, eran de dos clases: a) la sociedad omnium bonorum, aquella en la que los asociados se comprometían a poner en común todos sus bienes, presentes y futuros; todas sus deudas se convertían también en carga común; y b) la sociedad omnium quae ex quaestu veniunt, que no comprendía ni los bienes de los asociados el día que contrataban ni los que venían más tarde a título gratuito, sino únicamente lo que adquirieran por su trabajo durante la sociedad (quaestus). Los asociados omnium bonorum eran, en general, los parientes a quienes un mutuo afecto o un interés recíproco determinaba a establecer entre ellos una comunidad de bienes. Por otro lado, las sociedades particulares eran de dos clases: a) la sociedad unius rei, en la que los asociados ponían en común la propiedad o el uso de una o varias cosas determinadas, para explotarlas y repartir los beneficios; estaba restringida a una sola operación: así, por ejemplo, dos personas, una que tiene tres caballos y la otra uno, se asocian para formar una cuadriga que venderán más ventajosamente; o también dos personas que se asocian para comprar en común un predio, explotarlo y repartirse los productos; y b) la sociedad alicuyus negotiationis, en la que varias personas ponen en común ciertos valores, con miras a una serie de operaciones comerciales de un género determinado, por ejemplo, el comercio de esclavos, vino, trigo, aceite, entre otros.
En estas dos clases de sociedades el activo se compone de la aportación de los asociados y de los beneficios realizados; el pasivo comprende las deudas que provienen de las operaciones de la sociedad. De estas últimas, las más importantes eran las sociedades entre banqueros: argentarii; las sociedades formadas para las empresas de transporte, trabajos públicos y suministros; y las sociedades vectigalium, encargadas del recaudo de los impuestos (vectigalia). En la época de la república, el arriendo de estos impuestos se determinaba a través de una subasta; se llamaban publicani los caballeros romanos a quienes se adjudicaban. Era una asociación de capitales; a la muerte de uno de los asociados, continuaba entre los supervivientes y los herederos del difunto. Además, estas sociedades constituían personas morales (corporaciones). Es regla general en derecho romano que ninguna persona jurídica puede existir sin una autorización legislativa; esta no se otorgaba más que a las sociedades vectigalium y a las que tenían por objeto la explotación de las minas de oro y plata y de las salinas.
2.6.5. Edad Media
Durante este periodo histórico se produce la configuración más antigua y aproximada de la sociedad comercial. El siglo XIII conoció la expansión de la economía marítima y en las ciudades italianas de Génova y Venecia; en efecto, el tráfico comercial marítimo se desarrolla con más auge. El instrumento a través del cual se concretaban los negocios asociativos se denominaba en Venecia collengantia y en Génova, societas maris. Eran contratos que reunían a dos o más socios; a uno de ellos se le llamaba gestor o tractans, el cual aportaba un cuarto del capital y se encargaba de efectuar el transporte; su socio era el denominado capitalista, quien aportaba las dos terceras partes de los gastos de la empresa marítima. La distribución se efectuaba al finalizar la expedición; el tractans recuperaba su cuarta parte más un cuarto de los beneficios obtenidos. El socio dueño del capital recuperaba su aporte, más la ganancia de la empresa marítima en sus tres cuartas partes.
Esta práctica fue utilizada hasta el siglo XVI, cuando en Florencia se obligó a registrar el contrato de commenda, así como que dicha sociedad adoptara una razón social y, a su vez, llevara una cierta contabilidad. Esta forma asociativa contribuyó al nacimiento de las sociedades colectivas y en comandita. El constante aumento en el intercambio de mercaderías provocó la necesidad de crear otras formas de vinculaciones asociativas.
El comercio terrestre, por su parte, también poseía formas organizativas semejantes a las commendas: la compagnia y la societas terrae. En la primera, los integrantes poseían vínculos entre sí y compartían los riesgos de la empresa; la societas terrae, en cambio, tenía una estructura similar a la de la commenda, quedando su vigencia reducida a la concreción del negocio o viaje.
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