TEMPORADA CON LOS MUERTOS
FERNANDO ÁNGEL LARA & QUCHO
VOL. 1
LIBROS INVISIBLES
PUBLICAMOS MUNDOS POSIBLES
D.R. 2017, Por la obra: Fernando Ángel Lara y Qucho.
D.R. 2017, Por la presente edición: Libros Invisibles.
Primera edición, 2017.
Diseño de portada: Punto&Coma.
Ilustraciones de tapa e interiores: Qucho.
Proyecto gráfico e impresión: Punto&Coma, servicios editoriales.
ISBN-13: 978-1541248298
ISBN-10: 1541248295
Esta obra se terminó de imprimir en octubre de 2017.
Se hizo un tiraje de 500 ejemplares.
Impreso y hecho en México.
Agradecimientos
Por mi madre:
María Dolores Lara Rodríguez.
Por enseñarme lo más importante de la vida: el amor.
Libre, sin exigirlo, sin condiciones: sólo amar.
Eternas gracias.
Por mi padre:
Manuel Angel Zenteno.
De ti heredé ser un cabrón.
Y que debía de ser, quien yo creía, y estaba destinado a ser.
Eternas gracias.
Y Gracias:
Aide Tezza.
A tiempos difíciles; la mejor amistad
Dedicatorias:
Para todo escritor agazapado detrás de una botella muerta, y que lucha contra una hostil página en blanco.
Y para todo aquél que trabaja en un bar hasta que termina la noche.
Gracias por cada trago servido.
Voy a hacerlos cómplices del juego de la escritura.
Donde no hay reglas, ni orden. Sólo palabras.
***
Volveré mi rostro hacia las regiones infernales,
levantaré a los muertos y se comerán a los vivos.
¡Haré que los muertos superen en número a los vivos!
La epopeya de Gilgamesh
(Hace casi cinco mil años)
introducción
Estaba en el bar El Molachos, con pluma en mano y la libreta llena de mi mala escritura; la botella de cerveza a un trago de terminarse. La conversación de unos ebrios hace unos días me taladró el cerebro.
Aquel día me encontraba en la barra, escuchaba tan atento que no había tocado la bebida que tenía enfrente, prestaba atención, aunque era una conversación que ya había escuchado varias veces en el mismo sitio, pero cada que la oía me emocionaba como la primera vez. Al principio, creí que era una absurda verborrea, un delirio de borrachos. Y para ser sincero, sí lo era, y cualquiera los habría ignorado, pero yo necesitaba tanto de esos delirios que los arropé. Hablaban sobre un pueblo maldito en el cual, durante la noche, los zombis se levantaban de la tierra para acechar a los pueblerinos.
Absurdo, ¿verdad? Pero les diré la razón por la cual me sumergí en ese inadmisible disparate.
Toda mi vida había querido escribir algo, no por tener la etiqueta de escritor, sino porque sentía que algo dentro de mí, se quemaba por salir.
Admiraba a mis contemporáneos que eran publicados en la revista Temporada en el infierno, revista con temas de literatura, arte, música y fotografía, etc. Crecí devorando esas páginas, y siempre soñé con escribir algo digno para ser publicado en ellas.
Llegué a escribir varias cosas y las mandé de prisa, y con la misma fuerza me fue devuelto un correo de rechazo.
Algo me hacía falta. ¿Inspiración, originalidad, libertad?
Posiblemente más lo último. Les cuento por qué.
Estaba encadenado a un trabajo que odiaba y que lo único que hacía de bueno era que no me hacía preocupar en otras cosas más que sacar la chamba. Me ahorraba inquietudes, pero me amputaba la capacidad de las iniciativas personales. De arriesgarme. Así que me arriesgué, y escapé de esa cárcel de ocho horas diarias de sentencia.
En el bar, me motivaba e invadía el deseo de escribir. Pero también el de una sutil venganza a esos editores de la revista. Les mandaría algo que jamás habían leído en sus vidas: el pueblo zombi.
Y esa leyenda, o mito, o pacheques de los pueblerinos, me alteraba como una mujer seduciéndome al oído. Y en realidad eso era, era la musa que por fin me susurraba desde una tumba fría y peligrosa, incitándome a bajar con ella, a acurrucarme en su pecho, y a hacer el amor a tres metros bajo tierra.
Apagué mi sentido común y me creí los relatos de los zombis nocturnos. Sean sinceros, si escucharan algo así, ustedes también irían de inmediato. Es un curioso magnetismo que todo humano tiene hacia los problemas. Además, ¡zombis reales! A huevo que debía de ir. Así que me dije una potente frase motivacional: ¡chingue su madre!, y tomé la decisión de partir hacia el pueblo zombi.
Al llegar me alojé en un pequeño cuarto que estaba arriba de un bar, abajo de otro bar, a las afueras del pueblo.
Me instalé sabiendo que no debía desperdiciar un sólo momento.
Era la hora de la victoria. O de morir en el intento. Ya que el miedo a la vida no debe ser morir, sino el quedar anclado en un sitio, a una vida rutinaria.
Pero siento que el verdadero miedo en sí no es vivir y no ser recordado, sino, el vivir y no recordar el haber vivido.
i
De todos los pueblos que he conocido, ese en el cual me adentré era el más descolorido y triste, parecía que entraba a una tierra donde el gris era la única paleta de color existente. Y todo y todos, parecían haber sido olvidados por la vida. La brisa matutina, afilada, calaba al respirarla. En las noches todo se empapaba de un rocío delgado como el que cobija una lápida recién regada. Y el parque Aromero, en medio del pueblo, como todo parque que en la noche se transforma siniestramente, era un enorme cadáver. Atravesarlo era como transitar por las entrañas de un animal donde los árboles son los huesos, las rocas los órganos, y las raíces forman el sistema circulatorio que dan vida a ese muerto que te tragará sin compasión.
El viento rasguñaba la maleza provocando un rechinido similar al de unos dientes cariados.
La primera noche iba a ser funesta y bizarra. Algo se aproximaba hacia mí con sus mandíbulas húmedas y sedientas. ¿Si hubiera sabido lo que se avecinaba hubiera reaccionado de otra forma? No lo creo. Y no era que adorara los problemas, sino que ellos tenían un romance insaciable conmigo. ¿A quién no le gusta que le coqueteen?
***
Me instalé en ese cuarto que estaba arriba de un bar, debajo de otro, y después bajé para tomarme una cerveza en la barra. Ahí escuchaba una conversación entre dos borrachos de la localidad. Me sentía como un espía atendiendo conversaciones ajenas. Pero todo escritor lo hace. En cuanto se marcharon apuré mi cerveza y enfilé a mi destino.
Al cruzar la terrecería hacia el pueblo, el cielo se ennegreció, como si una garra carcomida lo tapara. Se escuchaban chillidos y graznidos; eran murciélagos, cuervos, y zopilotes que surcaban los aires y se lanzaban en picada sobre mí. Me tapé la cabeza y me agaché esperando que los dientes de esas ratas voladoras y los picos de las aves me pincharan sin remedio. Pero no sucedió. Luego de unos segundos levanté la mirada y todo estaba tranquilo, como si nada hubiera pasado. ¿Había sido una advertencia? ¿O la bienvenida a las entrañas de esa república de no muertos?
Claro: también era posible que aquello que había inhalado en el baño no fuera conchanacar en polvo.
No hice mucho caso y seguí el camino. Saqué mi reproductor de música y seleccioné Raise the dead, de Hollywood Vampires, nada más para irme ambientando. Caminar con la música a todo volumen hace las distancias más cortas.
***
La primera tarde entrevisté a la señora Ofelia Garza, de setenta y cinco años, viuda, y a su perra, Greta Garbo, también viuda.
Acababa de atravesar el pedazo de terracería que conectaba la avenida donde estaba el hotel con el pueblo, y desde ahí vi a la señora Garza conversando con su mascota, que era una perrita de esas de pelo grisáceo que lucen como alfombra percudida. Todas las viejitas tienen una igual en casa, a veces hasta dos. La señora estaba sentada en una banca mientras le daba de comer a las gordas palomas pedazos de pan integral. Y luego ellas mismas se preguntan por qué dejan un cagadero esas cabronas.
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