Charlaine Harris
El club de los muertos
3º Sookie Stackhouse
Este libro está dedicado a mi hijo mediano, Timothy Schulz, que me dijo llanamente que quería un libro todo para él.
Bill estaba encorvado sobre el ordenador cuando entré en su casa. Se había convertido en algo demasiado familiar durante los dos últimos meses. Normalmente dejaba lo que estuviera haciendo cuando yo llegaba, hasta hacía dos semanas. Ahora, lo que más le atraía era el teclado.
– Hola, cariño -dijo, ausente, con la mirada clavada en la pantalla. Había una botella vacía de True Blood grupo cero sobre el escritorio, junto al teclado. Al menos se había acordado de comer.
Bill no es el tipo de tío que suele ir en vaqueros y camiseta, pero vestía unos pantalones informales y una camisa a cuadros escoceses de tonos azules y verdes. La piel le brillaba y su densa melena negra olía a Herbal Essence. Se las bastaba solito para provocar un estallido hormonal en una mujer. Le besé el cuello y no reaccionó. Le besé la oreja. Nada.
Había pasado seis horas seguidas de pie en el Merlotte's, y cada vez que un cliente me racaneaba con la propina o me daba una palmada en el trasero, me recordaba a mí misma que no tardaría en estar con mi novio, disfrutando de un sexo increíble y unas atenciones absolutas.
Parecía que eso no iba a pasar.
Inspiré lenta y sostenidamente, clavando la mirada en la espalda de Bill. Era una espalda maravillosa, de hombros anchos, y tenía planeado verla desnuda y con mis uñas clavadas en ella. Había contado con ello con mucho ahínco. Espiré lenta y sostenidamente.
– Estaré contigo enseguida -dijo Bill. En la pantalla había una foto de un distinguido hombre de tez morena y pelo canoso. Era del tipo Anthony Quinn, sexy y con aspecto de poderoso. Había un nombre al pie de la foto, seguido de un texto: «Nacido en 1756, en Sicilia», comenzaba diciendo. Justo cuando abría la boca para comentar que los vampiros sí que aparecían en las fotos a pesar de las leyendas, Bill se volvió y se dio cuenta de que estaba leyendo.
Pulsó un botón y la pantalla se quedó en blanco.
Me lo quedé mirando, apenas creyendo lo que acababa de pasar.
– Sookie -dijo, tratando de sonreír. Tenía los colmillos replegados, por lo que no estaba del humor que había esperado encontrarle; no pensaba en mí carnalmente. Al igual que los demás vampiros, sus colmillos se extendían completamente sólo cuando estaba lujuriosamente predispuesto para el sexo o para alimentarse y matar. A veces, ambos tipos de lujuria se entremezclan, y así es como acaban muertos todos los colmilleros, aunque, si alguien me pregunta, pienso que a éstos lo que les atrae es precisamente el peligro. Si bien se me ha acusado de ser una de esas patéticas criaturas que revolotean alrededor de los vampiros con la esperanza de atraer su atención, sólo me relaciono con un vampiro (al menos voluntariamente): el que estaba sentado justo delante de mí. El mismo que me guardaba secretos. El mismo que apenas se alegraba de verme.
– Bill -dije fríamente. Algo se estaba cociendo, a fuego alto, y no era precisamente la libido de Bill («libido» estaba en mi calendario de la palabra del día).
– No has visto lo que acabas de ver -dijo con calma, mirándome con sus ojos castaño oscuro sin parpadear.
– Vaya, vaya -repliqué, quizá un poco pasada de sarcasmo-. ¿Qué te traes entre manos?
– Tengo una misión secreta.
No sabía si echarme a reír o dejarlo allí plantado. Así que me limité a alzar las cejas y esperar más datos. Bill era el inspector de la Zona Cinco, una de las divisiones vampíricas de Luisiana. Eric, jefe de dicha división, nunca le había hecho un encargo a Bill que tuviera que ocultarme. De hecho, yo solía formar parte del equipo de investigación, aun a pesar de que muchas veces no fuera por voluntad propia.
– Eric no debe saberlo. Ningún vampiro de la Zona Cinco debe saberlo.
El corazón me dio un brinco.
– Entonces…, si no estás trabajando para Eric, ¿para quién lo haces? -me arrodillé, pues tenía los pies destrozados, y me apoyé sobre las rodillas de Bill.
– La reina de Luisiana -dijo, casi en un susurro.
Dado que se puso tan solemne, procuré mantener una expresión neutra, pero no sirvió. Empecé a reírme, en breves carcajadas que no fui capaz de reprimir.
– ¿Lo dices de verdad? -pregunté, sabiendo que así debía de ser. Bill era un tipo muy serio. Pegué mi cara a la suya para que no pudiera ver mi expresión divertida. Volví los ojos hacia arriba para echar una mirada rápida a su cara. Parecía bastante cabreado.
– Hablo muy en serio-contestó Bill con una voz tan acerada que me esforcé por cambiar mi actitud.
– Vale, a ver si lo entiendo -dije con un tono razonablemente moderado. Me senté en el suelo, crucé las piernas y posé las manos sobre las rodillas-. Trabajas para Eric, que es el mandamás de la Zona Cinco, pero ¿también hay una reina? ¿De Luisiana?
Bill asintió.
– Entonces ¿el Estado se divide en zonas y ella es la superior de Eric, porque éste regenta un negocio en Shreveport que está dentro de la Zona Cinco?
Bill volvió a asentir. Puse una mano sobre mi cara y agité la cabeza.
– Y ¿dónde vive? ¿En Baton Rouge [1]?
La capital del Estado me parecía el lugar más apropiado.
– No, no. En Nueva Orleans, por supuesto.
Ya, por supuesto. La capital de los vampiros. Según los periódicos, no se podía tirar una piedra a la Big Easy sin darle a un no muerto (aunque sólo un necio lo intentaría). La industria del turismo estaba experimentando un gran aumento en Nueva Orleans, pero no se trataba de la misma gente de antaño, bebedores profesionales y juerguistas traviesos que llenaban la ciudad para ir de fiesta a lo grande. Los nuevos turistas eran los que querían codearse con los no muertos, tomarse algo en un bar de vampiros, visitar a una prostituta con colmillos y disfrutar de un espectáculo sexual con no muertos.
Eso era lo que había oído decir, aunque yo no había estado en Nueva Orleans desde que era pequeña, cuando mis padres nos habían llevado a mi hermano Jason y a mí. Habría sido antes de cumplir yo los siete años, porque ellos murieron cuando tenía esa edad.
Mamá y papá habían muerto casi veinte años antes de que los vampiros apareciesen en las televisiones para anunciar el hecho de que se encontraban realmente entre nosotros, un anuncio que se dio justo después del desarrollo japonés de la sangre sintética, que era lo que mantenía con vida a los vampiros sin la necesidad de beber de los humanos.
La comunidad vampírica de los Estados Unidos dejó que fueran los clanes de vampiros japoneses los que dieran el primer paso. Luego, casi simultáneamente en la mayoría de los países con televisión (y ¿quién no la tiene hoy en día?), se reprodujo el mismo anuncio en cientos de idiomas distintos en boca de otros tantos vampiros de impecable aspecto y cuidadosamente escogidos.
Aquella noche de hacía dos años y medio, las personas vivas normales y corrientes supimos que siempre habíamos convivido con monstruos.
«Pero -y aquí llegaba lo importante del anuncio- ahora podemos dar un paso al frente para unirnos a vosotros en armonía. Ya no corréis ningún peligro por nuestra parte. Ya no necesitamos beber de vosotros para vivir».
Como os podéis imaginar, fue una noche de grandes audiencias y tremendo clamor. Las reacciones fueron muy variadas, según los países.
Los vampiros de las naciones predominantemente musulmanas se temieron lo peor. No queráis saber lo que le pasó al portavoz de los no muertos en Siria, aunque quizá la vampira de Afganistán tuviese una muerte -una muerte final, en este caso-incluso más horrible. ¿En qué estarían pensando para escoger a una mujer para esa tarea? Los vampiros podían ser muy listos, pero a veces daba la sensación de que no andaban muy al tanto del mundo actual.
Читать дальше