—¿Y mi relato te hizo recordarla? ¿Qué, parece un cadáver la cabrona? ¿Y cómo sabes que a ella no le gustas, hijo? ¿Eres brujo o qué chingados? En mis tiempos no andábamos con mamadas de esas. Nos gustaba una mujer y nos valía madre si nosotros le gustábamos o no. Se tenía que aguantar, y aceptar cuando uno demostraba sus intenciones. Punto.
—¿Y luego las golpeaban en la cabeza con un garrote y las arrastraban a su cueva?
—Pues claro. Pero lo que no sabes es que ya en la cueva nos cortaban los huevos.
Siempre es bueno aprender los viejos cortejos.
—A ver, ¿por qué crees que no le gustas? –seguía de necio.
—No, ya nada… Así déjele.
—¡Dejarle, madres! —Golpeó con el puño la mesa de madera y tiró los vasos vacíos —Tú sacaste el tema, tú andas llorando por eso, y tú estás en mi casa, ahora hablas o te saco las palabras a chingadazos. No le tuve miedo a esos hijos de la chingada que me querían comer, por lo tanto, tú, para mí, me la pelas, y dos veces. ¡Así que escupe, recabrón! Ya te compartí algo, sigues tú.
Por las buenas cualquiera habla.
Lo vi directo a los ojos y noté que sí se había enojado en serio. Respiraba precipitado por la nariz, el pecho le rebotaba y las grandes manos estaban empuñadas. Sentí que los golpes llegarían si no compartía mi sentir. Mi cabeza lidiaba con la desgraciada sugestión de la muerte, y todavía tenía que desahogar con el viejo mi cuestión amorosa… Todo por pendejo. Pero al mal paso darle prisa, si le decía lo que quería escuchar, podría irme lo antes posible a lidiar con lo que ya incubaba en mis adentros. No tenía que perder tiempo. Comenzaba a temer que la solución a una mordida zombi fuera como cuando me mordió un perro con rabia. Quince inyecciones en el ombligo. Y eso me daba más miedo que el convertirme en un muerto viviente. Se siente de la chingada. Malditos traumas de la niñez. Agarré aire y comencé a sincerarme.
—Astrid es su nombre, y es hermosa. De hecho, es la mujer más hermosa que jamás haya visto en toda mi vida.
—¿Nunca has ido a un tugurio ebrio?
—No.
—Muy bien, continúa. “La mujer más hermosa que hayas visto”, ajá.
—No parece un cadáver. La he visto una… no, dos veces y pues… creo que estoy enamorado de ella —me sentí confortado al poder decir lo que sentía en voz alta, y por fin fuera de mi cabeza. El viejo ya no se burlaba. Era como escupir una bola de pelo y no ser regañado.
—Ajá. ¿Es todo? —dijo.
—¿Todo? ¿Qué, se le hace poca cosa? ¿Qué no escuchó la palabra “e-na-mo-ra-do”?
—Sí, sí la oí. Y no entiendo. Tuviste el valor de venir al pueblo a pesar de lo que has escuchado, y de lo que sucede aquí, y te atreves a sentir pavor a una mujer o al amor. No, mijo, los huevos se cortan después del matrimonio, no antes.
—Lo que usted ignora es que ella tiene novio —respondí molesto por su falta de prudencia.
—Y lo que tú ignoras es que estás en un pueblo atestado de zombis nocturnos, y te da más culo, una pinche vieja mamona.
—¡Váyase a la chingada!
Recibí una cachetada de su vieja y pesada mano que me puso la cara roja y caliente al instante.
—Todo escritor necesita un buen putazo en la cara cuando sus palabras no son las indicadas. Ya lo descubrirás cuando comiences a escribir.
Lo miré con ganas de responder al golpe. Todo me molestaba en ese momento. Astrid, el viejo, yo mismo, el virus Z en mi organismo. Pero sabía que no estaba a la talla del viejo para un intercambio de golpes, después de todo, él acababa de pelear a muerte, y debía aún de tener la adrenalina en ebullición.
—Mira, hijo, te daré un consejo; después, quiero que te largues de mi casa, ¿estamos? Bien. Pon atención, lo diré sólo una vez.
Se quedó callado mirándome, mojándose los labios con la lengua. Parecía que pensaba lentamente su discurso, o que ya se la había olvidado al cabrón.
— ¿Estás poniendo atención?
—Sí.
—No seas tonto, así de fácil. Ten sexo con ella. Aunque tú creas que le haces el amor, o lo que quieras creer. Vienes de paso, estarás poco tiempo aquí haciendo tu trabajo, entonces… ¡Vive! No pretendas ser su amor, o remplazarlo, sé su aventura —me golpeó en el hombro para que agarrara el pedo—. No hay nada más seductor e irresistible para una mujer que un artista misterioso y que no volverá a ver jamás.
—Bueno, no estoy seguro, pero parece que su novio no la visita con frecuencia —me animé a confesarle viendo la coherencia en su sabia perorata.
—¿Entonces? ¿Qué te detiene, hijo? Mira, en un futuro cercano, cuando estés escribiendo esto en tu casa, muy lejos de aquí, ¿qué preferirás recordar?
—Sí, pero…
—Cállate, no me interrumpas. Sigo hablando.
Se hizo un silencio incomodo del que me sentí avergonzado.
—¿En qué me quedé? ¡Chingada madre! Por eso detesto ser interrumpido porque ya no recuerdo que… ¡Ah, sí! ¿Cómo prefieres recordar a esa jovencita, a esa mujer cuando ya termines tu labor y te hayas marchado? ¿Cómo aquello que nunca te atreviste a hacer por miedo? Si te rechaza sabrás al menos que tuviste el coraje para pelear por lo que amas. Que diste lo mejor de ti. No hay nada de malo en los fracasos cuando lo das todo. Déjame te digo: mata más la duda que la decepción. ¿Te gustaría atesorar un recuerdo hermoso de cada centímetro de su piel, un recuerdo de su flor entregada a ti en plena voluntad, y que sea una sonrisa la que te provoque cuando ya estés lejos? ¿O deseas mejor una lágrima en tu negro futuro? Yo no creo que seas un cobarde, estás aquí, en este pueblo maldito, de menos haz tu estancia un poco más placentera. Al fin de cuentas, hijo, ¡es primavera! (otro verso).
Jaque Mate por parte de Don Cuervo. En sus palabras encontré una sabiduría que evidenciaba mi falta de experiencia en la toma de decisiones, al menos con las mujeres. O en todo. Siempre me consideré tímido e inseguro con las mujeres. Deseaba hacer muchas cosas con ellas, fantaseaba: desde el inocente sujetar de manos hasta las películas tres equis que me proyectaba antes de dormir. Pero siempre, a la hora de la hora, era un zacatón.
v
Al terminar de recibir su consejo, me despedí de Don Cuervo, agradeciendo su hospitalidad y aguantándome las ganas de mentarle la madre por la infección que había contraído en su baño. Al estar de nuevo en el exterior, el sol rabioso seguía escupiendo su ardor a la tierra. Por suerte había llenado la botella de agua en la casa del viejo y comencé a beberla. Satisfecho por las nuevas páginas que tenía por delante, inicié mi peregrinar de vuelta.
Pese a estar consternado por la infección, el consejo acerca de Astrid me estrujaba el cerebro, el pecho, el estómago… y el pito. La cabeza de abajo desconoce siempre las preocupaciones de la cabeza de arriba, o sí las conoce, pero le valen madre. Es él, el ser más egoísta que existe en la faz tierra, sólo piensa en su beneficio propio, valiéndole madre las consecuencias.
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