Otro zombi, y otro, y otro, se formaron afuera del baño. Uno llevaba el brazo cercenado de uno de los jóvenes. Todavía con la cascara de guamúchil apretada entre los rígidos y pálidos dedos del recién muerto. Don Cuervo, que comenzó a sudar como en baño de vapor, se congeló. Recordó el juego de las estatuas de marfil que jugaba cuando niño y se quedó inmóvil. La puerta de su habitación estaba abierta, y su mujer dormía ignorando el peligro. Los zombis, cuyo instinto y naturaleza es famélica, decidieron enfocar su aletargado andar a la habitación donde la comida siempre está servida.
Don Cuervo miraba la escena, envuelto en pánico. Sabía que no podía haber contado con mayor suerte en una tragedia; ya que él estaba siendo ignorado. Su cerebro comenzó a trabajar, y la única solución que le quedaba para salir vivo de ese precario escenario, era que en cuanto los zombis comenzaran a devorar a su vieja. Él tendría que levantarse, subirse el pantalón, y correr por unas armas para acabar con esos despojos andantes. La esposa sería la carnada. Y le parecía una excelente idea.
Sentado, el sudor le brotaba por cada poro. Las manos le temblaban, al igual que las piernas que ya comenzaban a acalambrarse. Sus ojos fallaban, la vista se encaprichaba en fracasar. La forzaba en mirar entre las sombras, confiando en su sentido auditivo para que le avisara de las mordidas, del desmembramiento, de los gritos de la vieja por el festín que se anunciaba. Y justo ahí fue que cometió el segundo error de la noche.
Su vena cacaria no resistió el estrés y de un pedo chillón, el tan anhelado splash, llegó por debajo de su peludo trasero.
El sonido del pedo hizo que los zombis, que aún no entraban a la habitación, dieran media vuelta y vieran lo que habían pasado por alto. Fijaron sus ojos sin parpados, algunos apenas conservaban un globo ocular como de costumbre, para ver y oler la cena ya servida en el retrete. De inmediato se abalanzaron, hambrientos y sanguinarios, sobre ella.
Don Cuervo agarró el encendedor que tenía en el bolsillo y un aromatizante. En segundos, una lengua de fuego nacía de la combinación de esos dos utensilios. Un zombi lanzó una mordida a la oreja, pero Don Cuervo le prendió fuego en la “maceta”. Luego lo pateó haciéndolo caer para incendiarle el cuerpo entero; el zombi empezó a tronar como castañuelas en fogata. Se retorcía y sollozaba a sus pies. Otro, con la mandíbula chueca y sin dientes ni labios, fue el siguiente en entrarle al quite. Don Cuervo volvió a arrojar la llamarada directo a la cabeza, luego una patada a la rodilla del amarillento muerto. Pero este no cayó; siguió caminando hacia su cena. Al tenerlo tan cerca, el fuego que quemaba la carne muerta, en cualquier momento lo haría también con la viva. Don Cuervo lo empujó del abdomen, hundiéndole la mano en la carne putrefacta, hasta que logró quitarlo de enfrente y golpear con los otros dos zombis. Éstos, al contacto con la carne del primero, comenzaron a arder también. Se asaron de pie un rato sólo para desplomarse. Y todo esto lo hacía en posición de cague. El olor de la carne, corrompida y quemada, mareaba.
—“Me quería levantar, pero no podía, no por el zombi que se achicharraba a mis pies (el primero), o los otros, sino porque no dejaba de cagar. ¡De la chingada, mijo! Me dio chorrillo ahí mero. Me solté todo por el méndigo susto”.
El fuego comenzaba a esparcirse. Y eso no era el único problema: un último zombi entró al baño, bien encabronado por el hambre.
—“El hijo de la chingada se metió cuando yo ya estaba inclinado limpiándome la cola. Me madrugó por la espalda el desgraciado. Sentí sus manos en los hombros ¡Mira, mijo! me pongo chinito de sólo recordar esas… esas garras frías, ásperas, cochinas, puercas sobre mí. Volteé antes de que pudiera poner sus mandíbulas en mi espalda. Con los pantalones y calzones abajo, y el pedazo de rollo entre las nalgas, que parecía cola de zorrillo, forcejeé con el muerto, lo metí a empujones a la regadera, tirando la cortina, azotándolo en el mármol de la pared y estrellando su cráneo frágil y asqueroso. Vi parte de sus sesos caer como vomitada combinada con excremento en el suelo de la regadera. Era una cosa asquerosa, hijo. Todo quedó en la regadera, esparcido y embarrado. Me hice para atrás, tropecé con el zombi que se quemaba, mi pantalón y los calzones se me prendieron, y de inmediato sofoqué las llamas a bola de fuertes palmadas en la ropa, quedé nuevamente sentado en la taza y agarré el encendedor y el aromatizante, y quemé al desgraciado que estaba en la regadera”.
El zombi se comenzó a deshacer en partes chamuscadas. Luego cayó despedazándose en el piso de la regadera.
Yo quería vomitar mientras escuchaba la historia. Basquear todo el sillón de recordar que hacía poco yo había bebido agua del piso de la regadera. Había pegado mis labios y mi lengua ahí. Prácticamente la había besado y chupado. ¡Había lamido literalmente del piso donde un desgraciado zombi se había diluido a pedazos! Si vomitaba era como sacármelo, expulsarlo de mi organismo, pero no pude. Estaba por preguntarle la fecha exacta de los hechos cuando se anticipó a mi peor augurio: fue anoche. De ahí en adelante me sentí de la chingada. De repente estaba al borde de la muerte por el virus Z. Lo sentía ya en mi organismo. ¡Estaba infectado!
Siempre creí que la peor infección que me podría dar era una diarrea en la escuela, o en el trabajo, pero esa tarde me di cuenta de que siempre hay algo peor.
Pero sigamos con el relato: Don Cuervo se quitó los pantalones y los chones chamuscados, tomó su talega aguada que se campaneaba, y la cuidó de que no se le quemara. Abrió la regadera, agarró una cubeta de la ducha y comenzó a sosegar el incendió en las otras partes del baño. Con el palo del destapacaños atizó unos últimos cabronazos en la cabeza achicharrada de cada zombi. ¡Órale, putos!
El baño quedó como el sanitario del diablo, ése donde se caga sobre los cuerpos de los pecadores.
La vieja de Don Cuervo no se despertó hasta que salió el sol. Cuando lo hizo, lo sorprendió barriendo el cochinero, luego de lo cual comenzó a chingarlo todo el día. Él no alegó nada. Había burlado a la muerte, y su vieja le resultaba el menor de los males. Además, nunca le confesaría que había pasado por su cabeza la posibilidad de usarla como carnada zombi. Su mujer nunca sabría que había estado a un pedo de morir.
Cuando terminó la historia, yo estaba sudando a mares. Y no todo era por el calor: la idea de convertirme en un muerto vivo me ardía. Traté de mil maneras de preguntarle cómo y con qué había limpiado la regadera, pero obtuve ninguna certeza. Así pasé a mi otra duda: tratar de descubrir cuánto tiempo se tardaba una persona en convertirse en zombi. No había manera de que Don Cuervo tuviera la respuesta; a los chavos ebrios se los comieron, sólo dejaron huesos, un pie lleno de hongos de uno, y los huevos peludos de otro. Despreocupado, me dijo que jamás se había hecho esa pregunta. Mientras, yo respiraba como en labor de parto al desconocer mi suerte.
—¿Qué te sucede, hijo, te dio miedo mi relato? Pues no qué para eso estás aquí, cabrón. Además, los zombis no salen hasta ya noche y… —volteó a la ventana— todavía quedan unas horas de sol. No mames, no es para que pongas así de pálido. Aquí llevamos viviendo mucho tiempo así, y así seguiremos, ya que nadie tiene a donde ir. Aquí estábamos confinados. Yo lo estoy a mi gorda por venganza, la cabrona me corto mis plantas de huamúchiles, dejándome sola una, que porque dizque le estorbaban. Sólo estoy esperando el momento justo para vengarme. Ayer se me fue, pero ya vendrán otras oportunidades.
—¡Qué romántico! Pero yo estoy bien, es sólo qué… —no quería, o no me atrevía a decirle el desmadre mental que sufría— es qué… —y dije la primera pendejada que me vino a la cabeza—…Astrid… una… una chava que conocí, me gusta y yo a ella no, y por eso estoy así —Mi voz se quebró por la mentira que saqué para cubrir mi verdadera ansia que resultó ser más verdadera de lo que creía. Después de que saqué esa joya de respuesta, pensé que hubiera sido mejor haber vomitado.
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