Su interpretación de la historia Argentina viene de la mano de las lecturas de Ciro Lafont, Rodolfo Puiggrós, Milcíades Peña, José Hernández Arregui, José María Rosa entre los más destacados y citados. No puede faltar en el análisis el tratamiento de la antinomia cultura popular - cultura ilustrada. El análisis, como hemos visto anteriormente, se asienta en la perspectiva dependentista. Ortiz habla de “nuevas determinaciones” en el concepto de “dependencia estructural”. La ambigüedad reside en las categorías desarrollo-subdesarrollo en tanto “versiones coloniales del neocapitalismo” (Ortiz, 1972: 92). Se recurre a los estudios de André Gunder Frank y sus tesis sobre la dependencia estructural de América latina: a) el subdesarrollo latinoamericano es consecuencia del desarrollo capitalista; b) los países periféricos alcanzan mayor desarrollo industrial capitalista clásico “cuando y allí donde sus lazos con las metrópolis son más débiles” (Ortiz, 1972: 93). Semejante reconstrucción tiene por objeto determinar quién es el sujeto de la cultura nacional y de la nacionalidad. De modo que “una cultura nacional solo puede ser forjada por aquellos que lucharon por un desarrollo autónomo y por un proyecto nacional” (Ortiz, 1972: 94). Para este análisis, la contradicción principal será imperio-nación. Y aclara: el imperialismo es un hecho fundamentalmente político previo al proceso económico social. Como tal, el imperialismo contó con la anuencia de Mitre, Sarmiento, Avellaneda y Roca. La historia del imperialismo es una historia trágica:
contaría el exterminio del pueblo y la economía paraguaya, la aniquilación del gaucho y la montonera, la consolidación de la oligarquía terrateniente con la expulsión del indio, el fraude electoral, la entrega de nuestra economía (ferrocarriles–inversiones británicas que bajo Juárez Celman alcanzaban 154.000.000 de libras), las corrientes inmigratorias frente a una raza criolla vencida, el enriquecimiento de Buenos Aires y el empobrecimiento del interior; la ocupación militar del país; y como característica permanente, el vaciamiento de nuestra cultura y la irrupción de las corrientes europeas (Ortiz, 1972: 98).
2.2. c. La dependencia cultural y sus expresiones
Lo vimos anteriormente: más que el problema de la división de clases sociales y ante la imposibilidad de contar con el sujeto proletario, encargado de llevar a cabo la redención revolucionaria, se asume al “pueblo” como protagonista de la historia. Pero hay algo que impide que este pueblo pueda ser: su dependencia cultural. Aquí las afirmaciones de Ortiz contrastan con los guiños hechos a Heidegger en la primera parte de su escrito y con su interpretación posterior de América Latina. La cultura latinoamericana padece de europeísmo. Se entenderá entonces cuál será la función del intelectual latinoamericano. Veamos cómo esta interpretación se patentiza en aquel estilo de Ortiz, pocas veces conocido. La cita es larga, pero la transcribimos ya que no conocimos personalmente a ese Ortiz:
La infiltración cultural es quizá, el modo más sutil de dominación. Europa universalizó las creaciones de su espíritu, imponiéndolas como paradigmas a toda la humanidad. Sus categorías y conceptos, símbolos e intuiciones parecen agotar la creatividad del hombre. Su pensamiento se ha hecho “mundo” y sin reconocer límites ni fronteras, ha horadado las culturas y civilizaciones más dispares.
Existe una concepción “europea” del hombre, de la historia, de la razón, del arte y la filosofía, del progreso y la civilización, en fin, de la totalidad del saber. Quienes no los poseen y realicen, son nada. No tienen historia, ni ente, ni filosofía.
El filósofo elabora una filosofía de esa cultura europea. Porque la disyuntiva de ser o no ser salvaje, se reduce a la de ser o no ser europeo. Los grandes principios del viejo mundo tienen la misión de rescatar de las tinieblas a las zonas marginales del planeta. Pareciera que la realización de la cultura europea, es la realización de la humanidad.
Pero de pronto nos damos cuenta que es precisamente poseyéndolas cuando “no somos”. Somos “Europa” y en una suerte de enajenación total, vivimos una existencia ‘extrañada’. Creyendo conocernos, nos ignoramos, nos perdemos como “conciencia veraz”.
La cultura y la filosofía en América Latina han sido, en muchas ocasiones, esta imagen ilusoria, esta representación mistificada de la realidad. Se han construido como pensamiento imitado, como una transferencia superficial y episódica de ideas y principios, de contenidos teóricos motivados por los proyectos existenciales de otros hombres, por actitudes ante el mundo que no pueden repetirse o compartirse en razón de diferencias históricas abismales.
Un pensamiento auténtico tiene que operar como herramienta crítica, buscando desenmascarar las ideologías que encubren nuestra historia. Sería algo así como un autoanálisis de nuestra conciencia colectiva. Pero simultáneamente a esta tarea “destructiva”, es imprescindible descubrir los grupos humanos y los movimientos populares que permanentemente en forma activa o pasiva, resistieron la alienación cultural. Y en la práctica histórica, crearon una cultura que los expresara.
Esta es la responsabilidad del intelectual latinoamericano. Por lo tanto, la responsabilidad del filósofo: desmontar, desentrañar los valores y contenidos de nuestra cultura desde el proceso histórico real, donde juegan un papel fundamental los elementos económico-políticos. Pero no es solo una tarea hermenéutica, de interpretación. El pensar auténticamente latinoamericano será verdadero si es sub-versivo, revolucionario, si contribuye a gestar un proyecto liberador (Ortiz, 1972: 98-100).
Citando a Salazar Bondy, (28) Ortiz entiende la función de la filosofía como aquel saber que esclarece la conciencia y abre la posibilidad de pensar nuevos horizontes históricos. Subyacen aquí las metáforas de una filosofía como guía, elucidadora del futuro, cuasi profética y con fuerte lenguaje clínico, interpretación criticada por Cerutti. (29) Sin embargo, Ortiz señala que el verdadero filosofar latinoamericano es un filosofar “para” la liberación, es decir, “si contribuye a gestar un proyecto liberador”. No se problematiza aquí si esta filosofía es “de” o “para” la liberación” ni tampoco se señala cómo se gestará dicho proceso. Pero es claro que el trabajo del intelectual reside en operar sobre la conciencia social de los pueblos, develando aquellos contenidos que impiden desplegar su potencialidad. ¿Voluntarismo?, ¿optimismo histórico ingenuo?, ¿qué pasó luego con este modo de entender el trabajo intelectual, la producción de teoría y la tensión entre epistemología y política?, ¿qué tuvo que haber pasado para alejarse de aquellas pretéritas convicciones? Porque en este texto el discurso lleva el peso de las convicciones; no son las “presunciones” a las que Ortiz acostumbra a expresar en sus textos posteriores. De ahora en más, el lenguaje y estilo provocador, la convicción sobre la necesidad de des-europeizar el pensamiento, la impronta subversiva del pensamiento, la necesidad de explicitar el proceso de dependencia, serán huecos significativos en la nueva “argamasa” categorial. Algo pasó. Leyendo sus últimos textos desde este primer texto, parece que el derrumbe fue total, y de los escombros hubo poco para recuperar y re-utilizar. Quedó solo la geografía, el terreno, quedó solo América Latina, con sus mismas imperfecciones de antaño y quedaron también las preguntas; no ya los diagnósticos. Ahora contaría con otros materiales conceptuales y epistemológicos con los cuales volver a construir un hogar más seguro, ¿más tranquilo?,… quizá.
La segunda parte de su trabajo culmina con referencias a las expresiones de la dependencia cultural: el predominio político de Estados Unidos luego de la primera guerra mundial, la escolástica española, el romanticismo, el positivismo que coincidirá con la “irrupción del capitalismo financiero”.
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