Darío López - Los derechos humanos y el Reino de Dios

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El derecho a la vida es el más fundamental para todo ser humano en razón de haber sido creado a imagen y semejanza de Dios; y es fundamental porque el ejercicio de todos los demás derechos depende de la vida misma. Sin embargo, la realidad muestra que este derecho ha sido permanentemente vulnerado para la acción de personas, instituciones y sistemas que de muchas maneras lo han puesto en tela de juicio. En América Latina, se han dado mucho de estos casos y se siguen dando. Frente a esta realidad y en el marco de la misión integral, es urgente que el respeto de los derechos humanos sea evidencia del compromiso con Jesucristo, quien, por amor, entregó su vida por todos.
¿Cómo abordar desde la fe cristiana la problemática de los derechos unidos?
¿En qué sentido los derechos humanos constituyen un desafío y un clamor para todos aquellos que aspiran una sociedad digna del ser humano?
¿Qué factores han influido para que la iglesia adopte una actitud quietista frente a la violación de los derechos humanos?
¿Tienen relación los derechos humanos con la doctrina bíblica del reino de Dios?
¿Cómo cumple la iglesia su vocación de sal de la tierra y la luz del mundo en este campo?
¿Qué importancia tienen los derechos humanos en la enseñanza bíblica?
Este volumen reúne la reflexión de tres destacados autores –René Padilla, Darío López y Humberto Lagos- que escriben sobre el tema con conocimiento de causa; con estilos particulares nos proporcionan argumentos bíblicos-teológicos y misiológicos para centrar tanto la importancia del tema como la de la responsabilidad misionera de la comunidad evangélica que por razón de fidelidad al evangelio, debe concretarse en términos de defensa y promoción de los derechos humanos.

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Además, toda violación merece nuestro rechazo, sea quien fuere la persona o entidad que la cometa. Los gobiernos de todos nuestros países están suscritos a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, pero tiene que pasarse de las declaraciones a los hechos. Nuestros gobiernos se encuentran comprometidos con la violencia institucional que caracteriza a estos países, y en muchos casos con una abierta violación de los derechos humanos. Tal violación debe denunciarse en el nombre de la justicia de Dios. Sin embargo, la denuncia debe extenderse también a otros violadores, sea cual fuere su signo ideológico. Denunciar es exigir el reconocimiento de la dignidad humana de las víctimas, y los cristianos deberíamos ser los primeros en hacerlo, porque creemos que Dios creó a todos a su imagen y semejanza, y que Cristo murió por todos.

Habiendo vivido en Argentina durante los trágicos años de la represión militar, este tema fue de profunda preocupación para muchos de nosotros. Cuando concluyó la pesadilla, el gobierno democrático de Alfonsín nombró una comisión para que hiciera un estudio cuidadoso de las violaciones de derechos humanos que se habían cometido a lo largo de los ocho años. Se produjo, así, un estudio que llevaba el título de “Nunca más”. Fue el resultado de varios meses de trabajo de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, nombrada por el gobierno. En 490 páginas, presentó la conclusión sobre la base de miles de denuncias y testimonios relativos a la desaparición de alrededor de 9 000 personas.

Según los estudios de algunos organismos de Derechos Humanos, esta es una cifra sumamente conservadora. En Argentina, desaparecieron aproximadamente 30 000 personas. En el prólogo de ese libro, se decía que el objeto de la comisión no era juzgar, sino indagar la suerte de los desaparecidos durante los años del régimen militar que tomó el poder el 24 de marzo de 1976. Se habían acumulado 50 000 páginas documentales. La conclusión fue que la dictadura militar produjo la más grande y salvaje tragedia de nuestra historia. Muchísimas de las víctimas de la represión no tenían nada que ver con la subversión; por eso, se armó una guerra sucia, y en una guerra, decían los militares, hay muchos que mueren inocentemente. Tristemente, el trágico episodio de los desaparecidos descrito en Nunca más, fue posible porque la represión contó con el apoyo tácito de la gran mayoría de argentinos, quienes, una vez instaurado el régimen de terror, optaron por la complicidad del silencio, por temor, o porque restaron importancia a los rumores acerca de gente que desaparecía, o debido a que cedieron a la propaganda ideológica del gobierno y comenzaron a pensar que, después de todo, las Fuerzas Armadas estaban para eso.

Haciendo burla de ocasionales y valientes protestas en favor de los derechos humanos, se decía: «Los argentinos somos derechos y humanos». Bastaba criticar a la dictadura para ser puesto bajo sospecha como cómplice intelectual de la subversión. A las Madres de la Plaza de Mayo, esas valientes mujeres que semana tras semana reclamaban públicamente la devolución de sus hijos, se las calificó de locas. Nunca más nos plantea un desafío a los cristianos en toda América Latina. No podemos eludirlo. Ante todo, nos invita a un examen de conciencia: ¿dónde estábamos los cristianos mientras las máquinas de represión segaban la vida de miles y miles de jóvenes, obreros, estudiantes, empleados y profesionales? ¿Podemos quedarnos tranquilos con la idea de que quienes cometieron las atrocidades descritas en Nunca más fueron otros? Esa tranquilidad sería como la de Poncio Pilato después de lavarse las manos.

De lo primero que debemos arrepentirnos muchos cristianos, es de nuestra neutralidad frente a crímenes tan nefastos como los que se cometieron en Argentina y se siguen cometiendo en otros países del continente. Neutralidad es un eufemismo para indiferencia y desamor, insensibilidad y dureza de corazón. Con ese tipo de neutralidad, el “Nunca más” será sólo expresión de deseo encomiable pero sin fundamentos. Si algo queda claro después de todo lo que sucedió en Argentina, es que el costo de la neutralidad es demasiado alto como para que los cristianos estemos dispuestos a ser neutrales. El profeta no pudo callar frente a la injusticia cometida contra Nabot. El profeta no pudo callar frente a la injusticia cometida contra Uzías. La iglesia está llamada a ser conciencia de la sociedad.

II. El anuncio del evangelio como mensaje integral. La iglesia está llamada a difundir el evangelio como un mensaje integral. El evangelio es la buena noticia de la acción de Dios en Jesucristo, para hacer posible que todos los seres humanos sin excepción tengan vida y vida en abundancia. Es el mensaje de Dios para la restauración de su creación afectada por el pecado humano, a fin de que en ella se cumpla cabalmente el propósito del Creador. Es la proclamación de Jesucristo por cuya vida, muerte y resurrección, Dios ha sentado las bases para una nueva relación del hombre con su Creador, con su prójimo y con la creación. En circunstancias de violación de derechos humanos, es imperativo que no reduzcamos el evangelio a un mensaje que nos promete la salvación del alma y nada más. El evangelio abarca el cielo y la tierra, el presente y el futuro, la vida personal y la vida en comunidad, lo privado y lo público, lo espiritual y lo material; y, porque lo abarca todo, no excluye, no puede excluir el campo de los derechos humanos.

III. La acción por la justicia y la paz. La iglesia está llamada a la acción por la justicia y la paz. ¿Cómo trabaja la iglesia por la justicia y la paz? En primer lugar, por medio de la creación de comunidades donde se practica la justicia y el amor, donde desaparecen las barreras sociales y culturales, raciales, económicas, nacionales y sexuales. Diríamos comunidades paradigmáticas, comunidades donde se practica el respeto por los derechos humanos.

En segundo lugar, la acción de la iglesia por la justicia y la paz se da en términos de capacitación para el ejercicio de la ciudadanía de manera responsable. Como cristianos, somos ciudadanos del reino de Dios, pero también somos ciudadanos del mundo y debemos conocer nuestros derechos y deberes, porque nuestros derechos y deberes son deberes y derechos de los demás. De ahí la necesidad de una educación política.

En tercer lugar, la iglesia trabaja por la justicia y la paz conquistando espacios de libertad, espacios donde se nutra la esperanza. Por ejemplo, proyectos de acción comunitaria, proyectos para proveer trabajo para aquellos que no lo tienen, proyectos de educación para aquellos que la necesitan y proyectos de salud para aquellos sin facilidades en este campo.

Y, en cuarto lugar, la iglesia trabaja por la justicia y la paz en términos de la defensa de víctimas de la injusticia y en términos de un cuidado compasivo por ellas. En cuanto a quiénes reciben la ayuda, no podemos escoger a las víctimas. Estamos llamados a vivir la parábola del buen samaritano en el mundo moderno. Si algo me llama la atención de esa parábola, es que no se da ningún dato en cuanto a la víctima del ataque de los ladrones; el único dato que se da es que era un hombre, nada más. Su edad, su profesión, su raza, su ideología, las intenciones que tenía en su viaje, si era rico o pobre, no lo sabemos. Lo único que se sabe es que era un ser humano, un hombre que cayó en manos de los ladrones, y eso basta.

IV. La oración. Por último la iglesia está llamada a trabajar en el campo de los derechos humanos mediante la oración. Si algo se ve con claridad, es que «nuestra lucha no es contra sangre y carne, sino contra principados y potestades y contra poderes espirituales». La oración, que debe darse no sólo por las víctimas, sino también por aquellos que cometen la violación de los derechos humanos. Dice el apóstol Pablo que hemos de orar por todos los que tienen responsabilidades en el gobierno, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad. Este llamado no es de una oración que nos permita vivir tranquilos, sin preocuparnos de nada; es la oración por la creación de un ambiente donde hay respeto real por los derechos humanos, donde nadie es considerado inferior por su raza, su posición social o su situación económica, y nadie corre el riesgo de perder la vida por no estar de acuerdo con el sistema vigente.

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