Tulio Elí Chinchilla - Crítica a la mitología del discurso constitucional

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Crítica a la mitología del discurso constitucional: краткое содержание, описание и аннотация

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Este libro condensa reflexiones que fue decantando el profesor Tulio Elí Chinchilla durante los últimos diez años en sus cursos de Derecho Constitucional de pregrado y posgrado en la Universidad de Antioquia. Las anotaciones en borrador destinadas a los estudiantes se transformaron en un volumen de rigurosa crítica al discurso constitucional que impregna las prácticas institucionales en Colombia y que se enseña bajo la Carta de 1991. Con actitud de sospecha, el autor indaga por los pilares del constitucionalismo colombiano y desvela algunas de sus abstracciones y entelequias. De esta manera, invita a los estudiantes de Derecho y Ciencias Políticas a pensar críticamente los discursos y las prácticas que dan pie a la institucionalidad y al saber en el que se están formando y habrán de desempeñarse.

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La cualidad de norma jurídica con plena fuerza normativa, que se otorga a todos los textos constitucionales formulados como mandatos, comporta la aplicabilidad directa de tales normas y la obligación de darles un efecto real o efecto útil, sin importar el formato que adopten: valores, principios o directrices políticas. Este es un componente de la nueva cultura jurídica, que entre nosotros tiene un primer avance en el Acto Legislativo n.o 3 de 1910, y cuya máxima expresión se logra con la Carta de 1991 y la jurisprudencia de la Corte Constitucional. De esta guisa se supera la idea profesada en el siglo xix de que solo la ley tenía el carácter vinculante por ser la fuente de verdaderos mandatos jurídicos imperativos.

Acorde con la cultura jurídica dieciochesca, la constitución, en cambio, contiene normas cuyo destinatario es, ante todo, el legislador y el alto poder ejecutivo; por lo tanto, mientras el legislador y el poder reglamentario no desarrollaran los derechos constitucionales, estos mantendrían su tenue obligatoriedad como ideales plausibles y promesas al ciudadano; ello por cuanto, según esta postura, solo el formato normativo de ley obliga plenamente. No sorprende, entonces, que el artículo 6 de la venerable Ley 153 de 1887 estableciera que, en caso de contradicción entre la ley y la constitución, se daría aplicación preferente a la ley, ni sorprende que esa misma ley ordenara incorporar el Título III de la Constitución de 1886 como título preliminar del Código Civil, para que sirviera como pauta interpretativa en la aplicación de este. Incluso para Kelsen las normas de la parte orgánica de la carta contienen deberes jurídicos plenos, mas no así las de la parte dogmática (derechos fundamentales, por ejemplo). Bajo esta visión, los derechos fundamentales no poseen esa fuerza vinculante plena de ley, por cuanto su contenido obligacional (titular, sujeto obligado, deberes específicos, etc.) depende de decisiones legislativas o reglamentarias. De esta forma, cuando el derecho al debido proceso nos garantiza que el juez juzgará conforme a las “formas propias de cada juicio” (Const. 1991, art. 29), solo la ley procesal nos dirá cuáles son tales formas: la norma constitucional necesita de la ley para adquirir realización plena. En total contraste con esa concepción tradicional, nuestra Constitución de 1991 incorpora al debido proceso una abundante gama de garantías sustantivas y lo dota de un núcleo esencial: el derecho de defensa, la presunción de inocencia, la contradicción probatoria, la doble instancia, la no reforma peyorativa de la sentencia apelada, etc., las cuales operan independientemente de la regulación legislativa de tal derecho y son de aplicación directa o inmediata para los casos concretos a decidir.

Pero, si bien bajo la Carta del 91 la doctrina y la jurisprudencia proclamaron la virtud de la aplicabilidad inmediata (eficacia directa en Alemania y en España) de todos los enunciados del texto fundamental, este principio, de tan profundo anclaje en la calidad de norma plena y primera (fuente formal de derecho) definida en el artículo 4, no es sostenible para gran número de disposiciones constitucionales. De entrada, llama la atención que en el constitucionalismo europeo tal fuerza normativa directa de los preceptos constitucionales —con el solo texto constitucional el juez puede decidir, sin necesidad de desarrollo legal o reglamentario— solo se predica de los derechos fundamentales, ese pequeñísimo grupo de derechos de garantía reforzada, pero no para todo el texto constitucional (solo para los Grundrechte, en el art. 1 de la Ley Fundamental alemana, y los derechos fundamentales en sentido restrictivo del art. 53 de la Constitución española).

En nuestro modelo constitucional no cabe la aplicabilidad directa de aquellas instituciones y derechos cuya configuración y funcionalidad la Carta expresamente ha dejado en manos del legislador, caso de los mecanismos de participación ciudadana para que el pueblo ejerza su soberanía (arts. 3 y 103). Por lo cual nada sabemos sobre qué es y cómo se realiza un referendo, un plebiscito, una revocatoria del mandato hasta consultar la Ley estatutaria 134 de 1994. Otros preceptos de textura muy abierta y alcance difuso (valores supremos como la paz o la justicia, principios fundamentales como el Estado social) requieren de un desarrollo legal o reglamentario mediante normas-regla para ser invocados como derechos subjetivos o deberes. Igualmente, la mayoría de los derechos sociales de prestación codificados constitucionalmente solo adquieren contenido para ser realizados y tornarse justiciables cuando la ley o el decreto reglamentario respectivos los dotan de configuración. Así, entonces, el derecho a la seguridad social pensional, por ejemplo, es exigible únicamente en los términos de la Ley 100 de 1993 y sus desarrollos reglamentarios que determinan los requisitos para que surja el derecho a la pensión de una persona y la base de liquidación de la mesada pensional. ¿Qué medidas económicas (por ejemplo en materia de comercio exterior) pueden reclamar los agricultores colombianos para hacer efectiva la protección especial que les promete el artículo 65 de la Carta? Solo aquellas que la ley-marco respectiva y sus decretos reglamentarios les otorgan. Y aun ciertos derechos fundamentales como el debido proceso, a pesar del tenor literal del artículo 85 (Const. 1991) necesitan de una concreción legal, ya que solo la ley puede señalar el juez competente y las formalidades procesales (garantía de la reserva legal). Con todo, en ciertas decisiones audaces, la Corte Constitucional ha dado eficacia directa a principios como el Estado social, por ejemplo con la Sentencia C-776 de 2003 declaró inexequible el impuesto al valor agregado (iva) a los bienes de primera necesidad.

Fetichismo, panconstitucionalismo e intoxicación

Aun manejando un concepto restrictivo de constitución —carta fundamental—, su ámbito material de regulación debe limitarse al máximo e incluir, en un reducido conjunto de preceptos, solo los asuntos rigurosamente necesarios para moldear la estructura básica del poder público (configuración de órganos fundamentales y sus competencias, procedimientos para la toma de decisiones trascendentales, relaciones interorgánicas básicas y derechos y garantías constitucionales). Temas como la tipificación de ciertos delitos, formalidades procesales específicas de los juicios, causales de disolución matrimonial, funciones de servidores de segundo rango en la jerarquía orgánica o derechos laborales de grupos específicos de empleados son ajenos al objeto propio de la constitución.

El primer mito de nuestro constitucionalismo —sobre todo a partir de 1991— empieza por un concepto fetichista de la carta, que la presenta como una entidad sacrosanta con poderes mágicos sobre la realidad. En tal visión mítica subyace la fe (ficción engañosa) de la constitución como el remedio milagroso de todos los males sociales y la idea de que, por eso, todo lo importante debe estar en ella. Corolario: la única garantía de eficacia de una determinada regulación es erigirla en rango constitucional, aunque ya tal regulación se encuentre vigente en normas de rango legal (leyes o decretos con fuerza de ley) o en reglamentos.

En este sentido, la Carta de 1991 acusa una antitécnica exuberancia tropical (trescientos ochenta artículos, algunos con varias páginas de extensión) cuyo prolífico contenido incluye los más exóticos asuntos, desde el número de mesadas pensionales de los jubilados (art. 48) hasta los derechos convencionales de los trabajadores de Inravisión (art. 77). Esta expansión material desoye una verdad constatable empíricamente: la eficacia de una constitución es inversamente proporcional a su extensión. Además, incluir en la carta un excesivo número de temas legales o reglamentarios erosiona el concepto mismo de constitución, lo trivializa e invita al permanente reformismo constitucional, lo que es contrario a su estabilidad. Satisfacer esta concepción distorsionada tiene su costo: casi cincuenta enmiendas han sido introducidas a la Constitución de 1991 en veintisiete años.7

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