Reyna Grande - La distancia entre nosotros

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Hay libros que nos transforman.Hay libros que ayudan a mejorar el mundo.Este es uno de ellos. Reyna tiene cuatro años y vive con su madre y sus dos hermanos en Guerrero, el segundo estado más pobre de México. Ya no recuerda a su padre, que emigró en busca de trabajo a Estados Unidos, El Otro Lado. Un día, su madre decide arriesgarse a cruzar la frontera para reunirse con él. Promete volver pronto con dinero suficiente para construir la casa de sus sueños y deja a los niños con la abuela paterna, una mujer cruel, endurecida por la vida.Sin embargo, pasan los años y la promesa del regreso no se cumple. ¿Se han olvidado de ellos? ¿Ya no los quieren? La distancia resulta insoportable, hasta que por fin reaparece el padre y logra llevarlos clandestinamente hasta El Otro Lado. Pero ahí las cosas no son como Reyna esperaba: entre ella y su entorno se abre una terrible distancia emocional. Por suerte, halla consuelo en sus hermanos, la literatura y su imaginación.Con una autenticidad y una fuerza irresistibles, Reyna Grande nos ofrece una extraordinaria historia de superación y da voz a los cientos de miles de niños que, con sus miedos y sus ilusiones, se ven obligados a abandonarlo todo para llegar a su Otro Lado. «Una obra esencial de la historia de los inmigrantes a Estados Unidos.»
BookPage"Este libro debería ser de lectura obligatoria en las universidades, o mejor aún, para los miembros del Congreso de Estados Unidos."
The Washington Independent Review of Books"Una autobiografía cautivadora e inspiradora Cuenta sin victimismo y con elegancia el dolor de una familia golpeada por continuas separaciones y traumas."
Publishers Weekly, reseña destacada"Una obra esencial de la historia de los inmigrantes a Estados Unidos."
BookPage"Una historia profunda que ensalza el poder de la determinación y el amor por los libros."
Los Angeles Review of Books"Un libro de una sinceridad brutal
Las cenizas de Ángela de la experiencia del inmigrante mexicano."
Los Angeles Times

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Los niños que llevaban la bandera marchaban con ella alrededor del patio. Cuando pasaron a mi lado me enderecé y apreté la mano contra el pecho en señal de saludo mientras cantaba el himno nacional tan fuerte como podía.

Mago me dijo que debería estar orgullosa de haber nacido en Iguala, ya que en esa ciudad se redactó el tratado que daba por finalizada la guerra de la Independencia de México. En Iguala se confeccionó la primera bandera mexicana, el 24 de febrero de 1821. Por eso a Iguala también se la conoce como cuna de la bandera nacional. La primera vez que se cantó el himno nacional fue allí, en Iguala.

Miré la bandera con nuevos ojos, con nueva admiración y, mientras cantaba, hinché el pecho, orgullosa de haber nacido en Iguala de la Independencia.

Mi escuela era pequeña. Era cuadrada y todas las aulas daban al patio. Disponía de dos baños, uno para niños y otro para niñas, pero no había agua corriente. Teníamos que llenar baldes con agua de un depósito y vaciarlos en el retrete. Al menos había un retrete. En casa no.

Cuando finalizaron las actividades de la mañana, formamos una hilera y los maestros nos hicieron pasar a las aulas. Nos sentamos en nuestros asientos y, tras una breve introducción, el maestro comenzó la clase enseñándonos el alfabeto. Dijo que deberíamos haberlo aprendido en el jardín de infancia, pero la mitad de los alumnos no habíamos ido al jardín. Mientras lo repetíamos con él, me sentía orgullosa de saber las letras de mi nombre porque Mago ya me las había enseñado. Cuando nos pidió que escribiéramos nuestros nombres, no tuve que mirar a la pizarra para deletrearlo: R-E-Y-N…

Sentí un golpe punzante en mi mano y tardé un segundo en darme cuenta de que el maestro me había golpeado con su regla.

—¿Qué estás haciendo? —me preguntó.

Sostenía la regla en la mano derecha y la golpeaba despacio una y otra vez contra la palma de la izquierda.

—Escribo mi nombre —le contesté—. ¿Quiere ver?

Levanté mi cuaderno nuevo para mostrárselo. Deseaba que se hubiera fijado en el bonito rizo de la i griega, tal como Mago me había enseñado a hacerlo.

—No escribirás con esa mano —me dijo al quitarme el lápiz de la mano izquierda y colocarlo sobre la derecha—. Si te veo usando la mano izquierda, tendré que pegarte otra vez, ¿entendido?

Mis ojos se llenaron de lágrimas porque el resto de los estudiantes se habían detenido a mirarme. Respiré hondo y asentí. Cuando se marchó, me quedé con la mirada fija sobre el cuaderno. Escribía y borraba, una y otra vez, y no importaba cuánto lo intentara, las letras no salían bien. ¡Era como si estuviera intentando escribir con los pies!

La abuela Evila y Élida siempre se habían burlado de mí por ser zurda. El padre de mamá también lo era y, como falleció una semana antes de mi nacimiento, ella decía que me había dado ese regalo a mí. Y yo siempre lo había visto de esa forma, como un regalo de mi abuelo, hasta que llegué a la casa de la abuela Evila. Ella no estaba de acuerdo con eso. Decía que la mano izquierda era la mano del demonio y que era malvado usarla. Algunas veces, durante la hora de comer, me golpeaba con una cuchara de madera y me ordenaba que comiera con la mano derecha.

—¿No sabes que el lado derecho es el lado de Dios? —me preguntaba—. El lado izquierdo es el lado del diablo. Tú no quieres ser malvada, ¿verdad?

Y como no deseaba tener ninguna relación con el diablo, sujetaba la cuchara con la mano derecha y trataba de comer de aquella manera. Pero solo comía un par de cucharadas antes de cambiar a la izquierda.

Al igual que mi abuela y que Élida, que me llamaba Patituerta, mi maestro me hacía sentir avergonzada por ser zurda. Él no entendía que el lápiz obedecía a la mano izquierda y no a la derecha. Intenté escribir mi nombre una vez más, pero las letras salían torcidas y feas, hasta tal punto que comencé a odiar mi nombre, al maestro y a la escuela.

Durante el recreo me encontré con Mago y Carlos junto al jacarandá del patio. En la entrada de la escuela había varias mujeres que vendían comida. Tenían canastas llenas de enchiladas, taquitos y picaditas. El olor a la salsa de chile guajillo, al queso fresco y a las cebollas llegaba hasta nosotros, y les pregunté a mis hermanos por qué no hacíamos cola para comprar algo.

Mago comenzó a reírse, y Carlos dijo:

—La abuela nunca nos da dinero para el almuerzo. Será mejor que te acostumbres.

Miramos cómo las mujeres colocaban la comida en platos de cartón y se los entregaban a los niños que habían llevado dinero. Nosotros no éramos los únicos que babeábamos por la comida. Casi la mitad de los estudiantes estaban recostados contra las paredes de las aulas, con las manos en sus estómagos vacíos mientras miraban los puestos de comida.

Yo, en cambio, miraba los recipientes de vidrio repletos de bebidas frescas en el puesto de comida: jugos de melón, sandía y piña. Podía ver los inmensos cubitos de hielo nadando en el recipiente. Tenía la boca seca, pero en la escuela nada era gratis.

Por segunda vez ese día, mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Odio la escuela —dije.

Mago se quedó mirando a uno de los niños de mi clase, que venía en nuestra dirección con un mango en la mano, pero al instante se quedó sorprendida al ver que al niño se le había caído el mango al suelo. Iba a recogerlo pero se detuvo de pronto y se marchó desilusionado, dejando el mango allí. Miré a Mago y supe enseguida en qué estaba pensando.

Cada vez que íbamos a la compra se pasaba el rato buscando cualquier fruta o golosina que se le hubiera caído a algún niño. Algunas veces tenía suerte. Otras no.

Se quedó mirando el mango y yo estaba segura de que no se resistiría.

—Ve a buscarlo —le dijo a Carlos, señalando la fruta.

—Ve tú —le contestó él.

—Hay varios compañeros míos allí, me verán. Anda, ve a buscarlo, Nena.

—No —le respondí. Me miró mal, y yo sabía que tarde o temprano me obligaría a ir a recogerlo—. Mago, no deberías comer cosas del suelo. Es malo. Han sido besadas por el diablo.

Mago sacudió la mano quitando importancia a mis palabras.

—Eso solo son historias que nos cuenta la abuela Evila para asustarnos —me explicó.

La abuela decía que, cuando la comida se cae al suelo, el diablo, que vive justo debajo de nosotros, la besa y la contamina con su maldad.

—Mira, no sé si el diablo existe o no, y no me importa. Solo sé que tengo hambre. ¡Ve a buscarlo! —insistió.

Me empujó hacia donde se encontraba el mango, pero me negué a recogerlo. Fueran cuentos o no, no quería arriesgarme, a pesar de que se me hacía la boca agua con solo pensar en hundir mis dientes en la ácida pulpa del mango.

Sonó la campana y todos los niños regresaron corriendo a las aulas. Mago y Carlos me saludaron y desaparecieron entre la multitud. Yo me quedé quieta bajo el jacarandá, mis pies se negaban a moverse. No quería regresar al aula y luchar por sostener el lápiz con mi inservible mano derecha. No quería que el maestro me hiciera pasar vergüenza, que me hiciera sentir maldita. No quería que me pegara otra vez y que los demás niños se rieran. Pero sabía que, si no regresaba, nunca aprendería a leer y escribir. ¿Cómo podría escribir a mis padres y pedirles que, por favor, regresaran?

Mientras volvía al aula, vi el mango otra vez. Había caído sobre un lado, tenía la pulpa tan amarilla como las plumas de un canario. Estaba cubierto de chile rojo en polvo, pero también con un poco de tierra. «¿Y si Mago tenía razón? ¿Y si el diablo no existía? Eso significaría que el lado izquierdo no es el lado del diablo. Significaría que no estoy maldita por ser zurda.»

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