Pero él no se soltó de su madre.
Luego, mi tía nos miró y nos dio la peor noticia del mundo:
—Vuestra madre acaba de tener una niña —nos comentó—. Elizabeth, creo que así es como la llamó.
Con gran pesar, nos marchamos a la habitación de mi abuelo y nos recostamos en la cama.
—Una niña —dijo Mago, rompiendo el silencio.
Sí, una niña, igual a ella y a mí. ¿De qué se tenía que preocupar Carlos? Él seguía siendo el único varón. Pero ¿nosotras? ¿Qué probabilidades había de que nuestros padres todavía nos quisieran si tenían una nueva niña? Una niña nacida en Estados Unidos. De pronto, para mi desesperación, lo entendí: yo ya no era la más joven. Otra niña que no conocía me había quitado el puesto.
Al día siguiente, todos mis primos aparecieron para ver lo que la tía María Félix había traído desde El Otro Lado. Mientras, nosotros nos quedamos mirando cómo entregaba a cada uno de sus sobrinos los regalos: camisetas, zapatos, juguetes. Esperamos nuestro turno, pero cuando las maletas quedaron vacías, la tía María Félix se volvió hacia nosotros con una mirada triste en su rostro.
—Vuestros padres os habían enviado algo, pero lamentablemente he perdido la maleta en el aeropuerto…
—Mentirosa —dijo Mago—. ¡Esos juguetes que has regalado eran nuestros! Lo sé. Estoy segura.
—¡Niña insolente! —interrumpió la abuela Evila—. Te voy a enseñar a respetar a los mayores.
Para cuando la abuela se desabrochó la sandalia ya habíamos salido corriendo por la puerta, directos al patio trasero para trepar a los árboles.
—Podría habernos dado alguna de las cosas que ha traído. No es culpa nuestra que haya perdido la maleta —dijo Carlos.
—No seas idiota —le dijo Mago, golpeándolo en el brazo. Se bajó de la rama, cruzó la cerca y desapareció en el camino de tierra en dirección a la casa donde vivíamos antes.
El día de la fiesta todo giraba en torno a Élida. La peluquera le había hecho un peinado de pequeñas trenzas unidas con lazos rosas y blancos. Su madre, nuestra abuela y la tía Emperatriz la ayudaron a ponerse la crinolina, la faja y el hermoso vestido rosa hecho con metros y metros de raso y tul. Odiaba ver a la tía Emperatriz tan entusiasmada por Élida. Por lo general no le hacía mucho caso y en cambio era muy amable con nosotros.
Mientras todos se encontraban en la iglesia para la ceremonia, nosotros nos pasamos toda la mañana desplumando pollos. Para cuando terminamos, el patio entero estaba cubierto de plumas, algunas todavía flotaban en el aire como pétalos blancos. Más tarde, a pesar de habernos bañado y frotado con un champú de esencia de manzanas, aún olíamos a plumas de pollo mojadas, y por la noche aún encontramos alguna pluma perdida en nuestro cabello. Imaginé que me estaba convirtiendo en una paloma que se marchaba volando para buscar a mis padres.
La fiesta de quinceañera se hizo en un salón hermoso. Élida parecía una princesa con su vestido rosa y zapatos del mismo color. Mago se pasó toda la noche sentada en una esquina del salón, compadeciéndose a sí misma y sintiendo celos de Élida.
—Esa estúpida con ojos de sapo no se merece esta estúpida fiesta.
Carlos aprovechó que todos estaban muy ocupados con la fiesta para escabullirse hacia la cocina y comer cuanto quiso. Yo, en cambio, me pasé toda la noche escondida debajo de la mesa, llorando porque mis padres me habían reemplazado.
Solo salí para ver el vals, el momento más importante de toda fiesta de quinceañera. Élida bailó con su acompañante y, luego, con sus padrinos. Se suponía que el último vals debía ser con su padre, como dice la tradición, pero como él no estaba, bailó con el sobrino de mi tía, que era carnicero. Criaba y mataba cerdos, y también regentaba un restaurante donde vendía pozole, chorizo, chicharrón y todo lo que llevara carne de cerdo.
—Mira cómo baila con el hombre cerdo —dijo Mago—. Qué adecuado.
Mis ojos se llenaron de lágrimas al ver a Élida bailar con un hombre que no era su padre. Rezaba por que mi papá regresara pronto. Cuando cumpliera quince, no quería bailar el vals con nadie que no fuera él.
Al día siguiente, la tía María Félix preparó las maletas y estaba lista para marcharse de regreso a Estados Unidos.
—Tía, ¿cómo es El Otro Lado? —le preguntó Carlos, deseoso de saber más sobre el lugar en el que vivían nuestros padres.
—Es un lugar maravilloso —le contestó—. Todas las calles están pavimentadas, no se ven caminos de tierra allí. No hay basura en la acera como aquí, hay camiones que la recogen todas las semanas. ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? Los árboles allí son especiales, en ellos crece el dinero. Tienen dólares en lugar de hojas.
Cogió algunos billetes verdes de su cartera y nos los mostró.
—Esto son dólares —nos explicó. Nunca habíamos visto dólares. Eran tan verdes como las hojas de los árboles a los que trepábamos—. ¡Ahora imaginad un árbol lleno de estos!
Por la tarde se marchó con el pequeño Javier, tras prometerle a Élida que algún día volvería por ella. Por ahora, Élida tendría que quedarse y simplemente ver cómo el taxi se llevaba a su madre lejos otra vez. La abuela Evila le pasó el brazo por los hombros y la sostuvo mientras lloraba. Era muy extraño ver el rostro de mi prima bañado en lágrimas. Su mirada burlona había desaparecido. La joven que se burlaba de nosotros, que se reía de nosotros, la que nos llamaba «pequeños huérfanos», había sido reemplazada por una chica llorona y solitaria con el corazón partido.
Mago nos cogió de la mano y nos llevó hasta el patio trasero, para darle intimidad a Élida.
—Os quiero —nos dijo, dándonos un fuerte abrazo.
Entonces comprendí lo afortunados que éramos Mago, Carlos y yo. Al menos, nos teníamos los unos a los otros. Élida, en cambio, estaba sola.
Hablamos sobre esos árboles especiales donde crecían los dólares. Aunque estábamos seguros de que lo que mi tía había dicho no podía ser verdad, de todas formas fantaseábamos con esos ello.
—Si hubiéramos tenido árboles como esos aquí, papá no se habría ido —dije—. Podría haber comprado los ladrillos y el cemento para construir la casa con sus propias manos.
Hablamos sobre el día en que nuestros padres regresaran. El sueño de Carlos era que vendrían por nosotros en su propio helicóptero privado.
—Ya lo estoy viendo —nos contó—. Aterrizaría aquí, en medio del terreno.
Nos reímos ante la imagen de papá saliendo de un helicóptero, con el cabello agitado por el viento y con el rostro enmarcado por unas gafas de sol estilo aviador, acompañado por mamá, de pie a su lado, glamurosa. Imaginamos que todo el vecindario vendría corriendo a verlos llegar. Y nosotros estaríamos muy orgullosos.
Tras haberme sentido como una prisionera en casa de mi abuela, finalmente llegó mi primer día de escuela, y con él, ¡la libertad! O eso creía yo. Había esperado ese momento durante mucho tiempo. La abuela Evila no me había mandado al jardín de infancia, y por fin podía asistir a la escuela, lo que significaba que podría estar algunas horas fuera de casa, lejos de la vista de mi abuela. Lo mejor de todo era que podría tener mis propios libros, como los que Mago y Carlos traían a casa, libros llenos de poesía e historias divertidas con imágenes coloridas de las nubes, estrellas, personas y animales como zorros y aves. Disfrutaba mucho cuando Mago me leía algunas de las historias de sus libros, pero quería aprender a leerlas por mi cuenta.
A las ocho en punto de la mañana, Carlos, Mago y yo formamos una fila con el resto de los niños en el patio de la escuela, para saludar a la bandera.
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