Reyna Grande - La distancia entre nosotros

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Hay libros que nos transforman.Hay libros que ayudan a mejorar el mundo.Este es uno de ellos. Reyna tiene cuatro años y vive con su madre y sus dos hermanos en Guerrero, el segundo estado más pobre de México. Ya no recuerda a su padre, que emigró en busca de trabajo a Estados Unidos, El Otro Lado. Un día, su madre decide arriesgarse a cruzar la frontera para reunirse con él. Promete volver pronto con dinero suficiente para construir la casa de sus sueños y deja a los niños con la abuela paterna, una mujer cruel, endurecida por la vida.Sin embargo, pasan los años y la promesa del regreso no se cumple. ¿Se han olvidado de ellos? ¿Ya no los quieren? La distancia resulta insoportable, hasta que por fin reaparece el padre y logra llevarlos clandestinamente hasta El Otro Lado. Pero ahí las cosas no son como Reyna esperaba: entre ella y su entorno se abre una terrible distancia emocional. Por suerte, halla consuelo en sus hermanos, la literatura y su imaginación.Con una autenticidad y una fuerza irresistibles, Reyna Grande nos ofrece una extraordinaria historia de superación y da voz a los cientos de miles de niños que, con sus miedos y sus ilusiones, se ven obligados a abandonarlo todo para llegar a su Otro Lado. «Una obra esencial de la historia de los inmigrantes a Estados Unidos.»
BookPage"Este libro debería ser de lectura obligatoria en las universidades, o mejor aún, para los miembros del Congreso de Estados Unidos."
The Washington Independent Review of Books"Una autobiografía cautivadora e inspiradora Cuenta sin victimismo y con elegancia el dolor de una familia golpeada por continuas separaciones y traumas."
Publishers Weekly, reseña destacada"Una obra esencial de la historia de los inmigrantes a Estados Unidos."
BookPage"Una historia profunda que ensalza el poder de la determinación y el amor por los libros."
Los Angeles Review of Books"Un libro de una sinceridad brutal
Las cenizas de Ángela de la experiencia del inmigrante mexicano."
Los Angeles Times

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—Pero ¿no crees que también hay belleza en este lugar? —le pregunté a mi tía.

Miró por la ventanilla y no me respondió. A medida que nos acercábamos al centro, seguí pensando que la belleza nos rodeaba por todas partes. Cuando el taxi se detuvo frente a la plaza, donde había madres y padres corriendo de la mano con sus hijos, comprendí que no importaba lo que yo pensara de Iguala.

Sin mis padres allí, era un lugar de belleza corrompida.

Si bien comencé a sentirme mucho mejor después de la inyección, la tía Emperatriz me dijo que debería dormir con ella aquella noche. Me acosté en su cama y la observé mientras se secaba el cabello con una toalla después de bañarse. Se metió en la cama y apagó la luz. Era extraño tener el cuerpo de una mujer a mi lado. En los dos años que habían pasado desde que mi madre se marchó, me había olvidado de cómo era dormir con ella.

Me quedé escuchando la suave respiración de mi tía. Deseaba poder cerrar los ojos y acurrucarme a su lado, enterrar mi rostro en su cabello con aroma a rosas. Pero no lo hice y, en cambio, me moví hacia el otro lado de la cama, lo más lejos posible, y pensé en mi madre.

Un día, en clase, estábamos aprendiendo los sonidos de las letras y el maestro escribió en la pizarra «Mi mamá me mima. Mi mamá me ama». Teníamos que leerlo a medida que él iba señalando las palabras.

—Mi mamá me mima. Mi mamá me ama.

Mi garganta comenzó a cerrarse y me sequé las lágrimas de los ojos. Cuando nos pidió que escribiéramos aquella frase diez veces, no pude evitar que mi mano temblara al hacerlo. Luego reordené las palabras para que formaran una pregunta: «¿Me ama mi mamá?».

«Si es así, ¿por qué está tan lejos?»

Deseé, una vez más, tener una fotografía suya. Había empezado a olvidar su aspecto, su olor, cómo era estar con ella. No recordaba el sonido de su voz o su forma de reír. Cada vez que cerraba los ojos para recordarla, oía la risa de la tía Emperatriz. Y si respiraba hondo, solo percibía la fragancia a rosas del champú que usaba mi tía.

10

El curso terminó y, para celebrar las buenas notas, ¡íbamos a ir al cine por primera vez! La tía Emperatriz nos llevaría a ver La niña de la mochila azul , protagonizada por Pedrito Fernández.

Nos dirigimos a toda prisa hacia el pozo comunitario a buscar agua para bañarnos. Cuando regresamos a casa, me di cuenta de que quedaba muy poca agua de la que había recogido y de que tenía los tobillos casi en carne viva por el roce con los bordes de los cubos, y las palmas de mis manos, rojas y llenas de ampollas.

Pero pensé en Pedrito Fernández y casi podía oírlo cantar mi canción favorita: «La de la mochila azul. La de ojitos dormilones…».

Cuando salimos de casa tarareaba la canción, pero me callé cuando vi a una mujer en medio del patio con una niña pequeña en brazos. La mujer llevaba un vestido lila y tacones dorados que brillaban bajo el sol. No veía bien su rostro porque llevaba puestas unas enormes gafas de sol. Su cabello era rizado y estaba teñido de un rojo vivo. Parecía una estrella de televisión. La pequeña que cargaba en sus brazos llevaba un vestido rosa con volantitos y encaje. Era un bebé gordito, con las mejillas tan infladas que parecía que tuviera la boca rellena de algodón de azúcar. Nunca había visto un bebé tan saludable.

—Bueno, ¿es que no vais a saludar a vuestra madre? —nos dijo la mujer con una sonrisa.

Nos quedamos quietos en la puerta, sosteniendo los cubos de agua.

—No os quedéis ahí parados —dijo la abuela Evila—. Id a buscar vuestras cosas.

La tía Emperatriz vino hacia nosotros y cogió los cubos que yo cargaba.

—Id a abrazar a vuestra madre —nos susurró.

Pero nos quedamos quietos junto a la cerca. Mamá se acercó a nosotros. Me agarré fuerte al vestido de Mago y me escondí detrás de ella. Mamá no se parecía a la madre que yo había intentado con todas mis fuerzas no olvidar durante los últimos dos años y medio.

—Pero bueno…, ¡habéis crecido mucho!

Cuando se quitó las gafas de sol y vi sus ojos, ya no podía negar que se trataba de nuestra madre. Carlos corrió a abrazarla, pero yo esperé a ver qué hacía Mago para hacer lo mismo. Pero ella se quedó allí parada, sosteniendo sus cubos de agua. Élida se apartó de mi abuela y se metió en casa sin mirarnos.

—¿Dónde está papá? —le preguntó Mago—. ¿Él también ha regresado?

—No, no ha venido. Id a recoger vuestras cosas para que podamos marcharnos —le contestó mamá.

—¿Ya nos vamos? —pregunté—. ¿Qué hay de la película?

—Vaya… —me contestó mamá—. ¿Preferís quedaros aquí?

—Iré a buscar nuestras cosas —dijo Mago.

Me puso una mano en el hombro y luego se metió en casa mientras Carlos y yo nos quedábamos con mamá.

—Ya tengo nueve —le comentó Carlos, y se enderezó cuanto pudo. Era casi tan alto como mamá.

Me quedé mirando a la hermana pequeña que no conocíamos. «Existe de verdad. Es real.»

—Ven aquí, Reyna —me pidió mamá.

Me acerqué y la dejé abrazarme con el brazo que tenía libre. Incómoda, coloqué mis brazos alrededor de su cintura, como si aquello fuera un sueño y ella estuviera a punto de desaparecer en cualquier momento.

Pero, de pronto, la pequeña niña me tiró del pelo.

—¡Ay!

—¡Betty, no! —la riñó mamá.

Me alejé del alcance de la pequeña y me llevé una mano a la cabeza. Mago regresó con nuestras pertenencias metidas en dos fundas de almohada y, al instante, nos despedimos.

—Venid a visitarnos —me dijo mi tía mientras nos acompañaba hacia la puerta.

Élida se quedó en la habitación de la abuela Evila y no salió a despedirse.

—¡Espera! La fotografía… —le dije a mi madre, y regresé a toda prisa a la casa.

Si bien podía recordar cada rincón de su rostro, no podía dejar atrás al Hombre Tras el Cristal.

Los tres nos sentamos en el asiento trasero del taxi, y mamá, con el bebé, delante. Teníamos muchas preguntas que hacerle, pero nadie las pronunció porque el taxista comenzó a darle conversación a mamá.

—Viene de El Otro Lado, ¿verdad? —le preguntó.

La gente de Iguala siempre notaba si alguien había estado en Estados Unidos.

Mamá se rió y le contestó que sí.

—Llegué anoche.

—¿Le ha gustado? ¿Es tan bonito como dicen?

—Oh, sí. Es precioso —le contestó mamá—. Es un lugar verdaderamente maravilloso.

—Y entonces, ¿por qué ha regresado? Quiero decir, con nuestra economía por los suelos, todos se marchan hacia El Otro Lado, no al revés.

La pequeña comenzó a llorar y mamá no le respondió al taxista.

Nos apeamos en la carretera y caminamos el resto del recorrido hasta la casa de la abuelita Chinta en fila detrás de mamá. Algunas flores de buganvilla secas se mecían a nuestro alrededor con la suave brisa de la tarde. El aire tenía aroma a humo y se veían pilas de basura ardiendo a ambos lados de la vía del tren. Cruzamos la vía y el balasto crujió bajo nuestros pies.

La casa de la abuelita Chinta era la única en la manzana que estaba construida con cañas. El exterior estaba recubierto con cartón bañado en alquitrán, y el techo, con chapa. Las casas de los vecinos, en cambio, estaban hechas de ladrillos y cemento. La casa más bonita era la de doña Caro. Su marido era soldador. Ganaba mucho dinero y su familia tenía frigorífico y agua corriente. La abuelita Chinta no tenía ninguna de esas cosas, pero sí un fogón y electricidad. Le compraba el agua a su vecino y la llevaba a su casa en un cubo.

Doña Caro estaba sentada a la puerta de su casa.

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