Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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La madre de Yamen, el último en integrarse en el grupo, un chico un punto irónico pero siempre dispuesto a ayudar, había vivido desde su juventud bajo la acusación entre silenciosa y velada de ser una hechicera o directamente una bruja. Bruja quizá blanca ya que sus conocimientos, ¿cómo los había adquirido sino a través de un pacto con algún ser maligno?, los empleaba en socorrer a quien se lo demandara, lo que abarcaba a la práctica totalidad de los habitantes de la villa de Arlot. Claro que blanca o negra, que ayudara o perjudicara, al fin se la consideraba una bruja. Esa era la opinión generalizada. En cualquier otro feudo, controlado espiritualmente por algún sacerdote con mentalidad menos heterodoxa que la de Páter, resultaba probable que hubiese tenido serios problemas. Y si esa guía se aplicaba con guante de hierro, los problemas podrían haber finalizado en la doble orfandad del chico, pues su padre, un prestigioso miembro de la guardia del marqués, había muerto en una misteriosa emboscada cuando él tenía doce años. De Yamen también empezaban a correr voces. Sus conocimientos, su inclinación a una ironía impropia de su edad y su sagacidad ante la resolución de cualquier problema, en contraste con un físico de aspecto angelical rematado con una melena de color castaño que llevaba recogida en una cola, no dejaban de levantar sospechas. Por ello no resultó sorprendente que un día, a las puertas del otoño, con los bosques teñidos de rojo y el cielo de gris azulado, tres soldados se presentaran en la cabaña de la hechicera, o bruja, rompieran lo que su capricho les dictaba, apartaran a golpes a Yamen que había acudido a defender a su madre tras llamarle aprendiz de brujo, le dieran varias patadas a su madre por resistirse, y tras atarle las manos la arrastraran por el centro de la villa en dirección al castillo. ¿De quién había partido la orden de detención? De una denuncia.

—¿Quién me ha denunciado y por qué? —se resistía la mujer.

—De quien te ha visto desnuda en el bosque lanzando blasfemias a media noche —reía el soldado al mando.

Las gentes contemplaban la escena sin saber si decantarse por la tristeza, aquella mujer les había auxiliado en múltiples ocasiones; la irritación, ellos también estaban expuestos a la violencia basada en denuncias anónimas; la resignación, al fin se trataba de una bruja; e incluso la satisfacción, la brujería es pecado y el pecado despierta el temor al contagio. De inmediato, en medio de un vaivén de sentimientos en ocasiones contradictorios, empezó a extenderse el rumor de que la detención respondía a una venganza, a una de esas rencillas sobre las que se cimentaba la misma convivencia en la villa. Algún día tenía que pasar. Denuncias ocultas, fanatismos, prejuicios, simples envidias. El campo estaba abonado para cualquier cultivo y la cizaña es planta de rápido crecimiento. Con el tiempo se habló de que una de las hijas del marqués había sufrido una erupción en el rostro, tan propias de la edad y tan indignantes para quien desea mostrarse radiante desde la cuna hasta la sepultura, y harta de los consejos del médico de su padre, el cual le había recomendado resignación e intensificar sus oraciones, acudió a la hechicera en busca de remedios más eficaces. El nuevo diagnóstico y los nuevos remedios se alejaron, demasiado, de la voluntad divina.

—No te preocupes, se te pasará con el tiempo —quizá le dijo—. Por ahora no tiene remedio completo, aunque sí es posible reducir los efectos y suavizar las molestias. Límpiate varias veces al día con una mezcla de huevo, miel y zumo de limón.

La joven se puso a ello convencida de lucir una piel radiante en pocos días, lo que no sucedió. Se lo aplicó con tal frenesí y frecuencia que pronto llegó lo que sucedía a oídos del propio médico, quien, furioso, acudió al marqués en demanda de un correctivo para quien abandonaba la voluntad divina, y hacía que una casi niña se entregara a cuidados propios de una prostituta. A sus quejas no tardaron en sumarse las de la chica que, olvidando la preventiva llamada a la paciencia y decepcionada al ver que la erupción no desaparecía por completo, clamó por darle un castigo a la hechicera, en aquel momento considerada bruja, por embaucadora. El marqués, quien poseía un carácter tendente a lo comprensivo, a pesar de sentirse incómodo por un asunto que consideraba intrascendente, se resistió inicialmente a tomar medidas drásticas. Tal vez con una advertencia bastase. Protestó el médico apelando a la voluntad divina y a los castigos que se derivaban para quien la desafiase, y contribuyó su hija con sus repetidas acusaciones y sus llantos. Por fin, receloso de condenas eternas y, aún peor, harto de verse perseguido por su hija, acudió a Páter, quien le desaconsejó cualquier tipo de castigo a quien ayudaba a sus vecinos con sus curas y consejos. Tratando de contemporizar el marqués accedió a detener a la mujer durante unos días mientras decidía qué solución tomar. En su ánimo pesaba la idea de que con una sanción testimonial y una advertencia sería suficiente, y que el tiempo borraría afrentas y rencores. Y eso fue lo que ordenó, el resto se debió al carácter violento de los soldados que se enviaron a detenerla.

V

Arlot se afanaba en la forja de cuatro herraduras, encargo de uno de los consejeros del marqués. Un trabajo rutinario, aburrido. Cada cierto tiempo, siguiendo los consejos del herrero, cambiaba el martillo de mano. Te acabarás acostumbrando y los brazos te lo agradecerán al final de la jornada. Llevaba tiempo solicitando permiso para iniciarse en la forja de espadas, pero su padrastro había planificado un programa de aprendizaje y por el momento aquel chico, que hacía poco había cumplido los diecisiete años, debía conformarse con trabajos sencillos. Aquella mañana, frente al yunque, martillo en mano, soportando el calor, golpeaba rítmicamente el metal cuando decidió tomarse un descanso. Su padrastro, ocupado en los detalles de un encargo con el jefe de la guardia, se lo aconsejaba. Salió al patio para alejarse por unos minutos del horno en que se convertía a menudo la herrería y respirar un aire si no más puro, sí menos sofocante. Mientras se pasaba el paño por el rostro y el pecho, el martillo junto a sus pies, vio llegar una comitiva atravesando el patio de armas. Tres soldados, uno a caballo y dos a pie. Una cuerda salía del cuerno de la silla de montar del primero para concluir en forma de ligadura en las manos de una mujer. Al principio la escena, lamentablemente frecuente al margen del sexo y edad del cautivo, le produjo una sensación de desagrado similar a un malestar provocado por la lucha entre el deseo de manifestar su indignación y la obligación de guardar silencio. Estaba avisado y comprendía que con razón. Te lo tengo dicho, no te entrometas nunca en lo que hagan o dejen de hacer los soldados, tú no cambiarás el mundo y sí tendrás problemas, le había prevenido el herrero el día en que le confió sus dudas respecto a admitir una forma de proceder que rozaba la brutalidad. Nos guste o no, para nosotros, en la tierra no existe otra ley que la de Dios y la de nuestro señor, recuérdalo, solía decirle su madre. Y él lo recordaba y procuraba evitar ciertas escenas y refugiarse en el trabajo. Sin embargo, aquel día los buenos consejos de su padrastro y de su madre no fueron suficientes. La mujer que avanzaba a trompicones, incluso bajo la capa de sudor y polvo, el pelo enmarañado, el rostro deformado por un rictus de dolor, le resultaba familiar. El corazón le palpitaba con fuerza en el pecho y la respiración se aceleró. Dio varios pasos en dirección al grupo y desde la proximidad confirmó su temor. Se trataba de la madre de Yamen.

—¡Qué ha hecho para que la tratéis de esta forma! —gritó sin pensarlo ni siquiera una vez.

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