Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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El soldado que la arrastraba detuvo el caballo y se encaró con el sudoroso jovenzuelo hacia quien tan poca simpatía sentía desde el incidente con un compañero de armas. Aquel veterano no pasaba de fanfarrón, conflictivo y borracho, pero a la milicia había que respetarla por definición, hiciera lo que hiciera. Cualquier soldado, incluso el más estúpido, sabía que sobre el temor que despertaba se cimentaba la base del poder del reino, y también su supervivencia como profesión.

—¿Y quién eres tú para pedirme explicaciones, criajo?

La mirada de desprecio acabó de irritar a Arlot. Aun así se contuvo y dio un nuevo paso hacia la madre de Yamen para ayudarle a incorporarse. No lo consiguió. Apenas alcanzaba la verticalidad se derrumbaba de nuevo, los ojos en blanco. Uno de los soldados que iban a pie escupió al suelo y una vez aclarada la boca suavizó falsamente la voz para preguntar:

—¿No serás tú un amigo de la bruja? ¿Su discípulo? ¿Su hijo sin padre conocido?

Tras decirlo propinó una patada a la mujer, patada que la hizo rodar con un apagado gemido entre una nube de polvo. El primer impulso de Arlot fue aproximarse a la madre de su amigo para socorrerla. Una voz le detuvo, la del soldado que iba a caballo.

—¡Dale otra patada a ver si se pone de pie y no me cansa el caballo! —ordenó entre carcajadas.

Sí, el primer impulso había sido ir a socorrerla. Ese fue el primero, pero se impuso el segundo. Sin pensarlo, tomó el martillo del suelo y avanzó hacia el soldado. Lo hacía con parsimonia, en silencio, con un gesto neutro. Su actitud desconcertó a quienes habían empezado burlándose y ahora fruncían el ceño, expectantes. ¿Qué pretendía hacer aquel muchacho? ¿No se atrevería? Su físico revelaba una fortaleza considerable, su brazo izquierdo se musculaba al mantener elevado un martillo de considerables dimensiones, y cabía suponer que de un peso notable, a un metro del suelo, cierto, pero ¿cómo iba a enfrentarse el hijo de un herrero a los soldados del marqués en pleno patio de armas?, ¿cómo iba a jugarse, y perder, la vida por una mujeruca acusada de brujería? Posiblemente esas preguntas les ocupaban cuando el chico giró el cuerpo, brazo extendido, para tomar impulso y la cabeza del martillo describió una veloz parábola que concluyó en el soldado que había golpeado a la mujer, el cual, para su fortuna, consiguió elevar lo suficiente el escudo para que no impactara directamente sobre su cuerpo. El golpe lo lanzó a más de un metro tras una grotesca mezcla de vuelo y voltereta. Seguidamente, en medio de un silencio glacial, pues quienes habían presenciado la escena permanecían a distancia, paralizados, sin vencer el estupor que la escena les había provocado, el hijo del herrero se acercó a la mujer y la ayudó a incorporarse. Esta vez la sostenía entre sus brazos. Quería preguntarle si se encontraba bien, no se le ocurrían otras palabras, pero le resultó imposible hacerlo. Sintió un agudo dolor en la sien y el mundo se oscureció.

Cuando despertó, la sangre se había secado y el pelo se le había apelmazado en la parte derecha de la cabeza. El dolor se hizo presente apenas recuperó la consciencia, o tal vez fue ese mismo dolor lo que le volvió en sí. Se palpó la zona y con el primer roce descubrió un bulto de considerables dimensiones. Intentó incorporarse y apenas consiguió sentarse sosteniéndose en la pared. Al moverse descubrió un segundo foco de dolor en el pecho que le dificultaba la respiración. Se encontraba en un espacio en el que apenas podían darse tres pasos, de muros bañados por una humedad pestilente. A través de una pequeña ventana circular situada en la parte superior, cerrada por una reja en forma de cruz, entraba un haz de luz blanquecina que concluía su breve recorrido en una puerta de madera en apariencia tan sólida como carcomida. Con las manos apretando las costillas y un esfuerzo más debido a la rabia que a la necesidad se puso en pie, y en pie permaneció hasta que la celda se volvió un espacio borroso que le obligó a dejarse caer antes de volver a la oscuridad. Le despertaron nuevos golpes, esta vez menos brutales y en las piernas. Al abrir los ojos se encontró que estaba tirado en el suelo y ante él había unas botas viejas cargadas de barro. Las conocía bien, la mayoría de los soldados calzaban unas similares. Tras ellas otra prenda que también le resultaba familiar, los faldones pardos de una sotana. Páter.

—¿Cómo se te ha ocurrido atacar a un soldado, Arlot? ¿Qué has hecho? ¿Te has vuelto loco? —le oyó decir.

La voz sonó en la lejanía, como un eco. Quiso responder, pero le resultó imposible. Le faltaba el aire, o las fuerzas. Cerró los ojos y de nuevo perdió el sentido. Habían pasado minutos, horas o días cuando despertó. Un rayo penetraba a través de la ventana y dibujaba sobre la pared opuesta una cruz sobre un círculo anaranjado, una imagen que hubiese resultado hermosa en otras circunstancias. Le dolía la cabeza y tenía sed, mucha sed. La lengua se le pegaba al paladar y apenas podía tragar. Trató de ponerse de pie y esta vez lo consiguió apuntalándose en una de las paredes. También logró alcanzar la puerta e incluso tuvo las fuerzas suficientes para golpearla, no para gritar. Al cabo de unos instantes la ventanilla se abrió y apareció el rostro aceitoso y mal afeitado de un hombre de mediana edad. Al parecer le alegró lo que veía porque sonrió, tanto y con tal entusiasmo que dejó ver tres o cuatro dientes amarillentos en apariencia a punto de desprenderse de una encía inflamada y roja. Arlot notaba los labios resecos hasta sangrarle, pero aquella sonrisa le enfureció y se limitó a cruzar su mirada con la de quien tan divertida encontraba su situación. No, no le pediría agua, ni agua ni nada. Nunca debe andarse con ruegos con quienes no merecen más que desprecio.

—¿Tienes sed, chico? —preguntó el hombre afeminando su voz—. Se te ve raro con esos labios medio cortados. Y yo con una jarra de agua fresca junto a mi silla. La vida no es justa, ¿no te parece?

La voz sonó burlona, luego la ventanilla se cerró y Arlot se sentó dejándose deslizar por la pared intentando conseguir que su rostro coincidiera con el rayo de luz anaranjado. Cuando lo logró, la sensación le reconfortó. Aquella luz permitía transformar una realidad difícil de soportar en una fantasía, siempre más manejable por dura que sea. Permaneció allí, inmóvil, adormilado, hasta que la puerta se abrió y reaparecieron las botas enfangadas y la sotana.

—Vamos, andando —ordenó una voz ronca.

Páter guardó silencio mientras le ayudaba a ponerse en pie. Se mostraba serio, y tras esa capa, sin duda impuesta, su rostro delataba un temor que Arlot nunca le había visto anteriormente. Temor o tristeza, resultaba difícil de especificar. Quizá por ello solo acertó a decirle con un hilo de voz:

—No se preocupe, Páter, no se preocupe. Estoy bien.

El sacerdote no respondió y se limitó a apretarle con fuerza el brazo. A Arlot le costaba caminar incluso apoyándose en su amigo. Entraron en un pasadizo ahumado, apenas iluminado por unas antorchas pendientes de apagarse en cualquier instante. Caminaban en silencio y en el caso de Arlot manteniéndose de pie gracias a los esfuerzos de Páter. El pasadizo conducía a un pasillo de mayor amplitud, con paredes de piedra e iluminado a través de una serie de tragaluces próximos al techo. Lo recorrieron hasta llegar a una pequeña sala con ventanas de doble arco pintado de blanco. Un hombre sumamente delgado, con una larga melena rala y gris que se le desparramaba por la cabeza en forma de nube vaporosa, permanecía sentado tras una mesa de madera y contemplaba abstraído el movimiento que se desplegaba en el patio de armas en donde alborotaban varios caballos. En la sala también se encontraban otros dos hombres: un soldado que se recostaba en una lanza de filo dentado y el herrero. El primero acogió con indiferencia a los recién llegados, el segundo con un visible esfuerzo por mantener inalterable su dignidad, aunque no consiguió evitar un reflejo de desolación en la mirada. Arlot fue conducido hasta quedar frente a la mesa y también él hizo un esfuerzo por ocultar cualquier dolor o sentimiento bajo una máscara de rigidez, incluso frialdad. Se irguió cuanto fue capaz y esperó. La escena se mantuvo suspendida durante unos momentos, los que necesitó el hombre de la vaporosa melena gris en olvidarse de los caballos y poner su atención en aquel joven que permanecía ante él, apenas manteniéndose en pie, con el rostro pálido y una parte de la cabeza cubierta por costras de sangre reseca. Debió costarle empezar a hablar porque tomó aire en varias ocasiones, como si necesitara acumular fuerzas antes de emprender un trabajo que se le presentaba fatigoso. A sus pies, bajo la mesa, brillaba el morro achatado y babeante de un enorme dogo blanco con una mancha negra que ocupaba media cabeza. Los ojos de aquel animal destilaban un desagradable aire humano.

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