Jerónimo Moya - Arlot

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Atravesando los bosques que rodeaban su castillo el duque de Aquilania, conocido como Diablo, se sentía colérico puesto que sus cacerías resultaban infructuosas. Resultaba evidente que últimamente las gentes del señorío los domingos se encerraban en iglesias y casas para evitarle. Y su cólera aumentó cuando tras uno de los recodos del sendero advirtió una silueta que permanecía en el centro, inmóvil. Se trataba de un hombre joven, alto, de pelo negro y largo y rostro frío. Le esperaba.¿Le esperaba? Insólita situación para quien se sostiene sobre el terror ajeno y cuya mera presencia acobarda. Sin embargo, resultaba evidente que tales sentimientos no eran compartidos por el desconocido. Y había más: sostenía en su mano una espada oscura de gran tamaño. ¿Le desafiaba?, pensó, incapaz de creerlo posible. ¿Cómo te atreves?, gritó, furioso.El joven no se movió, su rostro no se alteró y la espada permaneció con la punta descansando sobre la hojarasca. A la espera. Aquel atardecer de primavera ni el duque de Aquilania ni el joven que permanecía en el sendero para cumplir con lo que algunos consideraban venganza y él justicia, sabían que con aquel encuentro se iniciaba una nueva época en el reino de Entrealbas. Aquel atardecer de primavera ni él ni el joven que permanecía en el sendero sospechaban que un grupo de jinetes, un grupo de amigos, capitaneados por quien en aquel momento sostenía la espada oscura, se convertiría en una ilusión para quienes no disponían de otro destino que el de la resignación y la obediencia. En una leyenda.

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JERÓNIMO MOYA

ARLOT

EL CANTAR DE

ESPADA NEGRA

Primera edición: septiembre de 2020

©Grupo Editorial Max Estrella

©Editorial Calíope

©Jerónimo Moya

©Arlot

©Diseño de portada: Hugo Fernández Moya

ISBN: 978-84-122178-5-8

Grupo Editorial Max Estrella

Calle Doctor Fleming, 35

28036 Madrid

Editorial Calíope

editorial@editorialcaliope.com

www.editorialcaliope.com

Para Emile,

Yamen, Almar, Maisa, Manu y Alba

PRIMERA PARTE ARLOT PRIMERA PARTE ARLOT

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

SEGUNDA PARTE ESPADA NEGRA

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

Tercera parte

LOS SEÑORES DEL REINO DE ENTREALBAS

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

Cuarta parte

LOS MONJES DE LA IRA DE CRISTO

I

II

III

IV

V

VI

VII

VIII

IX

X

XI

XII

XIII

XIV

XV

XVI

XVII

XVIII

XIX

XX

XXI

XXII

y XXIII

Nunca como en los tiempos del miedo hubo tanto valor.

Manual de los recuerdos

Esta novela, que reconozco tan invisible como el resto de las que he escrito, en principio no debería existir. Argumental y temáticamente se aleja de las anteriores, y no presenta mejores horizontes comerciales, tal vez todo lo contrario. Sin embargo, es posible que en esa invisibilidad se encuentre su virtud, puesto que posee una razón de ser peculiar, la que se busca cuando se duda de la realidad del motivo y al tiempo se intuye su presencia. En este caso la paradoja se llama gratitud. Gratitud, reconocimiento o simplemente cariño.

Gratitud, reconocimiento y cariño a quienes me permitieron fantasear en otros tiempos, y lo hicieron hasta convertir a aquel lector, por fortuna o lamentablemente, en un elemento extraño, ajeno, incluso para sí mismo. Y mayor gratitud, reconocimiento y cariño a cinco niños por las sonrisas, los abrazos, las miradas, las palabras y, ¿por qué no?, esos gestos gracias a los cuales me ha sido posible recuperar sueños olvidados. Al fin, la fantasía no deja de ser una forma de soñar.

Y una disculpa. Hubiese querido escribir una novela de aventuras a la usanza. A pesar de mis sinceros esfuerzos, me ha sido imposible. Bien está. En el fondo se trataba de manejar recuerdos dirigidos al pasado y al futuro, porque el futuro también los tiene, y esos cinco niños crecerán y si alguno de ellos siente en su día la curiosidad de saber quién fue Arlot, más conocido por entonces como Espada Negra, en el reino de Entrealbas nos encontraremos.

PRIMERA PARTE ARLOT

I

En los inicios de la Baja Edad Media una familia de campesinos vivía en una aldea del este de Entrealbas, país conocido como el reino de los Nueve Señoríos. Lo hacían bajo la arbitrariedad del noble de quien dependían. Hartos del trabajo agotador, del hambre y de las constantes humillaciones, temerosos incluso por sus vidas, decidieron aventurarse y buscar en otras tierras una oportunidad, para ellos y para su hijo nacido pocos meses atrás. Al principio, la mujer, temerosa por viajar a través de un mundo para ellos desconocido, y también por el castigo que sufrirían en caso de ser descubiertos en su fuga, se había resistido. Nos trate bien o mal, dependemos del marqués, según la ley le pertenecemos, argumentaba. No es cierto, replicaba el marido aun reconociendo que ella tenía razón, nos lo dicen, pero no es cierto. Insistía ella haciéndole ver los peligros que correrían lejos del amparo de su señor. Dirás de su tiranía, replicaba el campesino con igual persistencia. Recordaba una los castigos que sufrían quienes intentaban escapar de sus señores, la dureza con que los aplicaban. Somos siervos hijos de siervos, ¿lo has olvidado? No nos atraparán si nos ocultamos de día en los bosques y viajamos por la noche lejos de los caminos más transitados, prometía el otro. ¿Quieres que nuestro hijo herede la servidumbre? Alcanzado ese punto, la mujer callaba. La fragilidad de su hijo, apenas un bebé, supuso un último recurso por su parte para hacerle desistir a su marido de una aventura que consideraba descabellada. No sirvió. Por él estamos obligados a hacerlo, respondió tajante él.

Durante semanas giraron en carrusel de disputas, de silencios malhumorados, incluso de gritos y de lágrimas. Hasta que por fin optaron por olvidar ilusiones y miedos y actuar como siempre lo habían hecho, como un matrimonio forjado en el afecto y la necesidad de sobrevivir, en las reflexiones comunes y las decisiones bien pegadas a la tierra. Positivas en un platillo, negativas en el otro, se conjuraron. Alcanzada esta fase, y considerando que tenían más que ganar que perder, la mujer se mostró conforme con partir. Con reparos, pero conforme. Quizá necesitase fortalecer un punto el ánimo, lo que acabó consiguiendo pues poseía un carácter valiente. En consecuencia, un amanecer, a principios de la primavera, reunieron sus escasas pertenencias, engancharon el buey al carro del que disponían para realizar su trabajo en el campo, y que no les pertenecía, y emprendieron el que sabían habría de ser un largo, incierto y duro viaje, lo que no tardaron en comprobar puesto que, si bien evitaron ser capturados, durante los siguientes meses la fortuna les dio la espalda sin contemplaciones. Aquella primavera resultó ser especialmente revuelta, lo que hizo que los caminos se embarrasen y muchos de los cultivos se perdieran. Lo primero dificultaba la marcha y la búsqueda de refugio, lo segundo, conseguir alimento suficiente para subsistir. Tampoco mejoró su suerte en la búsqueda de trabajo. Allí por donde transitaran, y tras tantear el terreno antes de hacerse visibles a fin de evitar problemas, se encontraban con la misma respuesta. No hay trabajo o, en el peor de los casos, se les expulsaba sin consideraciones porque nadie se arriesgaba al castigo por encubrir a unos fugitivos. En consecuencia, el desaliento por la falta de un lugar en donde recogerse al menos de forma transitoria y la sensación de haberse convertido, y haber convertido a su hijo, en simples prófugos aumentaron hasta hacerse insoportable. Hambre, sed, calor, frío, lluvia, alimañas y salteadores, acabaron borrando las ilusiones que habían depositado en el platillo de sus reflexiones y subrayando el de las decepciones. Nos hemos equivocado y lo pagaremos, pensaban ambos, que no decían, y es que para desánimo ya tenían las veinticuatro horas de cada uno de los días que caían sobre sus esperanzas como peñascos. ¿Para qué aumentar el desaliento del compañero? Por fortuna los tres eran fuertes físicamente y ellos se tenían el uno al otro. Si la moral de uno descendía en exceso, el otro le animaba insistiendo en la confianza de alcanzar antes o después sus sueños. Se trataba de un camino de ida y vuelta. Dios nos ayudará, lo sé, pero antes quiere poner nuestra fe a prueba, le dijo un día la mujer a su marido. Sin embargo, la prueba se extendió hasta tal punto que la idea de regresar y aceptar lo que su fuga les deparara, empezó a tomar forma. Nos colgarán o nos encerrarán para dar ejemplo a los demás, atajó el hombre cuando la forma empezó a resultar visible en exceso. ¿Y qué será entonces del niño? La respuesta, innecesaria, les empujó a continuar su camino.

Con la ayuda divina o sin ella, su mala fortuna empezó a cambiar una tarde, transcurridos más de seis meses desde la partida, ya mediado el otoño, cuando se encontraron ante una senda que se internaba serpenteando suavemente en un robledal, una senda que se mostraba apacible, que transmitía confianza.

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