Jerónimo Tristante
El Valle De Las Sombras
© 2011
A Sergio Vera, el único héroe que conozco.
Y a los presos, a todos
Diciembre de 1937
Capítulo 1. Perros con la revolución
Diciembre de 1937
No puedo creer que estemos haciendo esto -dijo el comandante Cuaresma mientras observaba el avance de sus hombres con sus viejos prismáticos.
Apenas intuía unas figuras que avanzaban por la planicie cubierta de nieve a su derecha. Su propio vaho le impedía ver con claridad. Hacía un frío de mil demonios. A la izquierda, más lentamente, avanzaban otros trescientos hombres para sorprender al enemigo cuando se produjera la explosión. Pero ¡qué tontería! ¿Qué explosión? No iba a producirse ninguna explosión. Aquello no era sino una locura.
– Ponme con Juan Hernández, joder -se escuchó decir otra vez.
– Lo intento -repuso el operario haciendo girar la manivela del teléfono-. Pero las líneas siguen caídas.
Gerardo Cuaresma Lorente tuvo que aceptar que no había forma de parar aquello. Iban camino de la debacle y él no había podido hacer nada. Estaba al 'mando de aquella unidad y suya, únicamente suya, era la responsabilidad de lo que iba a ocurrir allí aquella noche. Necesitaba hablar cuanto antes con Juan Hernández Saravia, jefe del Cuerpo de Ejército de Levante, y no podía hacerlo. Se sintió, una vez más, impotente. Apenas unas horas antes aquello le hubiera parecido un mal sueño, una especie de pesadilla surrealista; pero la realidad demostraba que, por desgracia, el asunto se le había ido de las manos para convertirse en algo tan real como inevitable. Estaban, como quien dice, a un paso de Teruel. Tras la toma de El Campillo se les había asignado el asalto de una pequeña zona alomada cercana a La Muela, situada al otro extremo del barranco que llamaban de Barrachina. La caída de Teruel era inminente y se hacía evidente que los sitiados no podrían mantener por mucho tiempo sus posiciones. Pero Cuaresma, avezado militar, temía que los nacionales estuvieran logrando aguantar lo suficiente como para asegurar que el contraataque de Franco fuera, como siempre, fulminante. Había conocido bien al maldito petimetre en la Academia General Militar y luego había tenido la desgracia de coincidir con él en África. Aquel enano de voz repelente nunca había sido santo de su devoción. Lo conocía a la perfección y sabía que, hasta aquel momento, su comportamiento en todos los enfrentamientos -quitando el avance de las columnas desde el sur y el transporte de tropas por vía aérea en los que sí estuvo brillante- se había ceñido al mismo guión: ataque brutal y sorpresivo por parte republicana, recomposición fascista y contraataque con victoria final para Franco. El comandante en jefe de los rebeldes no era un tipo brillante, sólo paciente. Lo que más le dolía era que aquella panda de ineptos que dirigía el Ejército de la República no aprendía, y aquello llevaba camino de convertirse en una segura derrota. La implantación de la más absoluta de las disciplinas se hacía imprescindible o iban al desastre. A veces tenía la sensación de que sólo él lo notaba. No se arrepentía de haber tomado partido por la República, en absoluto. Y estaba dispuesto a dar su vida por luchar contra el fascismo, pero tenía que reconocer que tanta tontería, tanta gaita, acababan por minarle a uno la moral. Cuando todo comenzó, en Barcelona, él era el más ilusionado. Pero, poco a poco, la inexorable realidad le había ido colocando ante el inevitable y crudo destino. Quizá influía el cariz que habían tomado las cosas, claro. Igual, de ir ganando la guerra, lo vería todo de otro color, pero las cosas eran como eran y punto. Sabía que a veces se ponía demasiado sentimental. Una mala cualidad en un militar. Desde el primer momento se había sentido incómodo comandando una unidad formada en su mayor parte por tropas de origen anarquista. Había aguantado a duras penas, apoyándose en los pocos comunistas -los únicos con cabeza- que tenía a mano, y sólo porque su amigo Juan Hernández Saravia le había pedido el favor. Las insubordinaciones, la indisciplina, la presencia de mujeres en las trincheras… todo lo había soportado con el mayor de los estoicismos, pero aquello que estaba a punto de ocurrir, que estaba ocurriendo, era la gota que colmaba el vaso.
– Ponme con Juan Hernández -se escuchó decir de nuevo.
– Señor…
– ¡Ponme, hostias!
– … no hay línea, señor…
El comandante reparó en que aquel crío no tenía culpa alguna de aquello y volvió a mirar por los prismáticos. Es difícil aceptar que alguien va a encontrarse de frente con un tren en marcha, avisarle para que salve la vida y sentir que te ignora, que va a una muerte segura. Cuaresma, mientras veía cómo sus hombres avanzaban penosamente sobre la nieve, recordó la cadena de sucesos que le habían llevado a aquella situación. Todo por aquel búnker. El objetivo, al que el Estado Mayor había dado el nombre en clave de «cota 344», aparecía al fondo, silueteado sobre la nieve y con la luna al fondo. Una pequeña zona alomada en la que los fascistas habían creado una suerte de inmensa fortificación que cerraba el paso al avance republicano. Las órdenes del Estado Mayor eran rotundas: tenían que tomar la cota antes de que transcurrieran veinticuatro horas. Los ánimos de la tropa estaban caldeados. Demasiado quizá. Por la brutalidad de aquellos malditos fascistas. La avanzadilla que había enviado por delante, unos ocho hombres, había sido sorprendida por un batallón integrado por moros. Cuaresma sabía cuánto les temían sus hombres, pues se comportaban como bestias, auténticos salvajes que actuaban de forma ruda, brutal e inhumana. Peor incluso que aquellos fanáticos requetés que tanto impresionaban por su conocido fanatismo.
Cuando encontraron a los miembros de la avanzadilla se les cayó el alma a los pies. Se habían ensañado de veras con ellos: habían quemado vivos a dos hombres, pero lo peor fue lo que habían hecho con un crío de catorce años de Vinaroz, pelirrojo, una criatura. «El Panocha», le llamaba la tropa.
Lo habían violado brutalmente. Eran muchos. Luego, tras destriparlo, aún vivo, lo habían arrastrado durante cientos de metros. El sargento Juárez, que había caído herido tras los primeros disparos, logró ocultarse tras una inmensa coscoja para verlo todo. Había quedado como ido después de aquello.
De inmediato, el comandante Cuaresma había convocado una reunión con su gente de confianza, un capitán y tres tenientes, pero cuando se vino a dar cuenta, los sargentos habían avisado a la tropa que, en masa, quería participar en la toma de decisiones. Destacaba por su virulencia un sargento, un tal Tomás Benavides, que comandaba a los anarquistas venidos de Valencia y que eran mayoría en aquella unidad. Cuando el comandante expuso que en aquella ocasión el asunto era grave y que las decisiones técnicas debían ser tomadas por los militares, aquel tipejo le amenazó descaradamente recordándole que su antecesor había muerto de un disparo por la espalda durante una refriega con los fascistas.
El comandante Cuaresma comprobó con tristeza que sus oficiales chaqueteaban. Todos excepto uno. Un teniente llamado Juan Antonio Tornell y un sargento muy amigo suyo, Berruezo, le apoyaron manteniéndose firmes. Y por si fuera poco, cuando la cosa comenzaba a ponerse fea, apareció por allí un teniente coronel, un anarquista de nombre Oliveira que antes de la guerra era cerrajero y que, acompañado por un coronel, Satrústegui, insistieron en que en el Ejército Popular las decisiones se tomaban de manera asamblearia.
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