Jerónimo Tristante - El Misterio De La Casa Aranda

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Víctor Ros es un joven comisario dotado de una astucia adquirida tras años de delincuencia en las calles del Madrid de finales del siglo XIX. Tras una estancia en la ciudad de Oviedo, durante la cual desarticulará una célula radical, vuelve a Madrid para convertirse en comisario de una nueva brigada creada para luchar contra el crimen.
De la mano de Alberto Aldanza, un excéntrico dandy que le inicia en los métodos de investigación científica, ha de enfrentarse a dos casos: por un lado una casa que al parecer provoca, en épocas diferentes, que tres mujeres maten o intenten matar a sus maridos tras la lectura de un ejemplar de La Divina Comedia; por otro, los asesinatos de varias prostitutas a las que nadie da importancia pero que Víctor decide investigar.
Víctor recorrerá el Madrid de los salones de la alta sociedad y de las tertulias de los cafés, se impregnará del clima social y político de la época y se convertirá en un experto investigador gracias a las lecciones de Aldanza. Pero las lecciones tendrán un precio y Víctor sólo se dará cuenta de ello cuando logre resolver los dos casos.

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Jerónimo Tristante El Misterio De La Casa Aranda Víctor Ros 1 2007 - фото 1

Jerónimo Tristante

El Misterio De La Casa Aranda

Víctor Ros – 1, 2007

Capítulo 1 Madrid primavera de 1877 Hemos llegado señor dijo el - фото 2
***

Capítulo 1

Madrid, primavera de 1877

– Hemos llegado, señor -dijo el cochero que tras bajar del pescante golpeó con los nudillos el cristal de la portezuela de su elegante hansom inglés.

El pasajero, por su parte, parecía perdido en sus propios pensamientos.

– ¿Señor? -repitió-. Número cuatro de la calle de los Lucientes.

– ¿Cómo? -repuso el caballero que parecía volver en sí.

– Hemos llegado a la dirección que me ha dado usted. Calle de los Lucientes cuatro.

– Ah, sí, sí, perdone. Estaba distraído. Tome -dijo el desconocido, tendiendo unas monedas al cochero a la vez que bajaba del carruaje que en apenas un momento rodó calle abajo, dejándole, quieto, frente al portal y mirando los desgastados adoquines del piso. Había vuelto a casa y se hallaba perdido, pensó para sí Víctor Ros. Otra vez se hallaba en Madrid, donde todo comenzó y se sentía igual que el día de su llegada desde Extremadura con su madre. Se estremecía como entonces, sintiéndose extraño, asustado y perdido, así que se armó de valor para entrar en la casa donde su mentor yacía recibiendo el último adiós de sus amigos, compañeros y familiares. Don Armando había fallecido.

Antes de entrar en aquella vivienda de la calle de los Lucientes, el joven investigador se sintió invadido por una oleada de pesar y profundo desánimo. Se sentía triste por la muerte de aquel amigo, don Armando Martínez, sargento de policía, la persona a quien debía todo lo que tenía ahora. El bueno del sargento Martínez había sabido entrever las cualidades ideales del sabueso en un mugriento raterillo de dieciocho años al que supo hacer ver que el camino recto era duro pero más digno y, sobre todo, seguro. Por eso seguía vivo y libre a los veintisiete mientras que la mayoría de sus compinches de aquella época de delincuente estaban muertos, fugados o presos.

Víctor Ros llegó a Madrid junto a su madre, como tantos emigrantes extremeños, para huir del hambre. Su padre había muerto de tuberculosis y su madre, Ignacia, consideró que podría ganarse la vida con más facilidad en el moderno Madrid que aparecía a ojos de aquellos desgraciados como la Tierra Prometida, el lugar donde el maná caía del cielo y los reales se encontraban a puñados por las calles esperando ser recogidos por los más listos y audaces.

El sueño resultó ser eso, una quimera, y enseguida, el joven de catorce años y su madre se vieron malviviendo en un minúsculo habitáculo, una buhardilla de la calle Lechuga de las que llamaban «cochiqueras» y por la que pagaban una renta a todas luces excesiva. El edificio era de cinco alturas, pues Madrid se desarrollaba «hacia arriba». La mayoría de los inmuebles del barrio que vio crecer a Víctor eran así, demasiado altos para un crío de provincias, una manera de obtener el máximo beneficio a un terreno que comenzaba a escasear en la zona. Muchos burgueses se dedicaban a la compra o construcción de edificios que luego alquilaban por pisos para vivir de las rentas. Desde el primer momento, Ignacia y su hijo comprobaron que en La Latina existía una segregación social que no se daba por calles o sectores, sino por alturas, por pisos. Así, en su pequeño edificio, el bajo y el entresuelo estaban ocupados por un comerciante de telas, Salustiano. En el principal, que equivalía a una segunda altura, vivía el casero, don Braulio. Dicha vivienda era siempre la más cotizada de los inmuebles y se accedía a ella incluso por una escalera independiente y más amplia que la que daba acceso al resto de los pisos, ocupados tanto el primero como el segundo por familias humildes. El tercero, o sea, la buhardilla, sólo tenía una habitación y una pequeña cocina. Allí creció Víctor acurrucándose junto a su madre en las frías noches de invierno. Una y otra vez se veían obligados a hacer auténticos equilibrios para llegar a final de mes y conseguir pagar la deuda de la tienda de ultramarinos de doña Julia. Además, los sueldos de la capital resultaron ser aún más míseros que los de la lejana y deprimida Extremadura, por lo que doña Ignacia se veía forzada a hacer jornadas de hasta dieciocho horas en el taller de confección de doña Prudencia, una vieja arpía y tacaña que explotaba a sus costureras sin un solo atisbo de humanidad. El hecho de que Ignacia pasara tantas horas fuera de casa favoreció que el pequeño Víctor se hallara libre para hacer novillos al principio y para, más tarde, comenzar a frecuentar amistades poco aconsejables.

Poco tardó aquel rapaz en comprobar lo sencillo que era hacerse con un dinero fácil colaborando con los pilluelos del barrio en sus continuas fechorías, por lo que en apenas un par de años duplicó los ingresos de su madre.

Ora sisando una cartera a un turista, ora timando a un palurdo y las más de las veces tirando de navaja y aliviando el bolsillo a algún honrado transeúnte, acompañado de dos o tres de sus compinches, Víctor supo abrirse camino en el duro mundo de la capital.

Como cabía esperar, el joven no tardó en visitar las comisarías de Madrid, aunque, bien por su edad, bien por lo insignificante de sus delitos, evitó acabar en la cárcel y pudo salir de aquellas aventuras con alguna que otra paliza recibida en los calabozos, propinada por los agentes de la ley.

Lejos de amedrentarse, Víctor exhibía aquellos moratones, cicatrices y marcas como el que muestra una herida de guerra, lo que le hacía saberse temido por la vecindad y verse reconocido entre sus iguales en el mundo de los bajos fondos. Sus conocidos se apiadaban en los corrillos de la pobre doña Ignacia, quien sufría en silencio las correrías de su hijo, al que intentaba, sin éxito, llevar por el buen camino. Una cosa era cierta, y es que el joven Víctor mostraba un cierto «talento natural», un sexto sentido o una gran capacidad de observación que le hacían saber cuándo un golpe era «ful» o cuándo se acercaba la «pestañí». Intuición. Era listo, muy listo, y rara vez renunciaba a un negocio que no resultara un fiasco. Por eso eran muchos los chavales más jóvenes que se le arrimaban y seguían sus pasos, lo cual aumentaba el prestigio y el poder que en el barrio ostentaba Víctor «el Extremeño».

Y ocurrió que, cuando Víctor cumplió los dieciocho, el joven ratero fue detenido por robar el monedero a una dama junto a la Puerta del Sol; esta dama resultó ser una policía.

El buscón era listo, así que, al no oler a ningún agente en las inmediaciones y tras comprobar que la víctima parecía distraída eligiendo unas flores en un tenderete, decidió actuar y sustraer el monedero del bolso de mano de la ingenua joven.

En el momento en que los ágiles dedos de Víctor se hacían con el ansiado tesoro, notó que unas manos rudas y fuertes le sujetaban ambos brazos por detrás.

– ¡Has caído, pardillo! -dijo una voz varonil tras él.

Víctor volvió la cabeza lo poco que pudo y comprobó que lo sujetaba un enorme y bigotudo individuo con traje de mil rayas, a quien acompañaban dos agentes uniformados. Olía a loción de afeitar y a tabaco. ¿De dónde había salido aquel energúmeno?

Víctor escupió al agente de paisano y gruñó:

– ¡Piérdete, gorila!

Un porrazo de uno de los guardias le hizo perder el sentido.

Despertó sobresaltado. No sabía dónde estaba. La débil luz de una lámpara de gas le hizo sentirse invadido por una desagradable sensación de irrealidad.

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