– Vaya. Sí que estás informado. ¿Estoy casado Extremeño?
– Sí y hace bastantes años. Lo sé porque su anillo parece gastado y, por supuesto, por su edad. Tiene nietos -dijo mirando una fotografía de tres niños pequeños que había sobre la mesa-. Y debería pensar en dejar el tabaco.
– Eso me dijo el médico, sí. Pero ¿cómo lo has…?
– Sus dedos índice y medio están amarillos de sujetar los cigarrillos y el borde de su bigote también amarillea. Además, su voz es muy ronca. Demasiado «fumeque», don Armando.
El sargento volvió a reír divertido. Entonces, abrió la carpetilla de cartulina que contenía el informe del joven y con un tono más serio dijo, leyendo por encima:
– Es una pena, joven Víctor, que te dediques a delinquir en lugar de estar del lado de la ley. Serías un excelente policía. Aunque has estado detenido pocas veces, tienes aquí un expediente bastante completito, me resultas conocido. Además, te diré que somos casi vecinos y conozco algo sobre tus correrías. Mis compañeros han ido elaborando un buen informe sobre ti y debo reconocer que no pareces un raterillo de los de a pie, uno del montón.
– Procuro no serlo -contestó el joven muy seguro de sí mismo.
– Ya, claro. Tú aspiras a más.
– Usted lo ha dicho -repuso el joven con chulería-. No pienso trabajar de sol a sol por cuatro perras. Robando se hace uno rico en poco tiempo.
– Y vivirás a lo grande.
– Exacto. Como la gente pudiente.
– Eso, eso, y a ti nunca te trincarán, ¿no es así?
El joven asintió.
– En efecto, yo no soy como todos esos tontos que pululan por las calles.
– Pues de momento, que yo sepa, te hemos pillado con las manos en la masa, ¿no?
Víctor quedó por un momento desconcertado, sin saber qué decir, pero enseguida su carácter resuelto y atrevido le llevó a protestar:
– ¡Ustedes me han tendido una trampa infame! ¡Utilizar a una mujer! Eso es de chulos.
– Emilia. Es una eficaz mecanógrafa. Trabaja aquí mismo por horas, en el Ministerio de Gobernación, con el comisario Ruiz Funes, es su sobrina. Aunque haríamos bien en incorporar mujeres al cuerpo, la policía de Londres lo ha hecho y debo decir que con excelentes resultados. De hecho, tú caíste como un pardillo. Pero volvamos a lo que nos ocupa. De momento la has pringado, luego quizá no seas tan listo, ¿no te parece? Esto puede costarte un mínimo de cinco años.
Víctor miró hacia abajo por un momento.
El veterano policía, atisbando un momento de debilidad en el joven, añadió:
– Según se lee en este informe tienes madre, ¿no? Costurera. ¿Sabe ella…?
– ¡No la meta en esto!
– No le va a hacer gracia cuando se entere de que vas al penal. Es más que probable que la mates del disgusto; lo sabes, ¿no? Dios sabe dónde estará la pobre dentro de cinco años. ¿Está bien de salud?
– No -dijo el chico con un sollozo y echándose las manos a la cara.
Don Armando se levantó y sacó un reluciente reloj de su bolsillo. Miró la hora y encendió un cigarro. Lo hizo con pausa, en un estudiado gesto que le había dado resultado en miles de ocasiones y con tipos mucho más duros que aquel.
– No llores, nene -dijo tendiendo un pañuelo al duro chaval de la calle-. Es de bien nacidos querer a una madre. Tienes buenos sentimientos y eso te honra. Dices que tu madre es costurera, ¿no?
– Sí -asintió sorbiéndose los mocos-. Está casi ciega, pero sigue trabajando.
– Y tú querías acabar con eso, ¿no? Así empiezan muchos.
El chico asintió. A don Armando le agradaba aquel crío. Era ya casi un hombre, de estatura media, rostro agraciado y hermosos ojos verdes. Tenía la tez morena y el cabello lacio y castaño. Ceñía el chaleco a su estilizado talle al estilo de los chulos de Chamberí y llevaba los pantalones muy bien planchados, mucho para ser de La Latina. Parecía un maniquí.
– ¿Lees mucho, hijo?
El otro asintió.
– ¿Y qué lees? ¿Qué te gusta?
– No sé. A los clásicos: Calderón, Lope, Quevedo, algo a Voltaire, Feijoo y la prensa, claro. Vamos, lo que pillo por ahí.
– ¿Y los libros, de dónde los sacas?
El joven miró al policía como se mira al que ha dicho una estupidez y contestó:
– De la Biblioteca.
El sargento rió divertido. Hizo otra pausa.
– Mira, hijo -dijo muy serio-. Lo tienes mal, muy mal, pero puedo plantearte dos alternativas. La primera, ya la conoces. Te bajamos a los calabozos, donde los interrogatorios, y te trabajan un rato. Lógicamente, si nos metemos en faena no es para condenarte por un simple monedero. Ya que estamos en ello, tendríamos que averiguar qué te remuerde la conciencia. Me da la sensación de que debes de tener muchas cuentas pendientes por ahí. Por citar un ejemplo: el robo a la vieja en la plaza de la Cruz Verde, el asalto al estanco de doña Matilda en Leganés o el robo con escalo en la calle Ángeles. -Al oír todo eso, el joven levantó la cabeza sorprendido-. No, hijo. No te sorprendas. Es nuestro trabajo. La gente habla más de lo que tú te imaginas. Con tu segura confesión te auguro más de veinte años de condena. Por supuesto, nos encargaríamos de llevarte al juzgado cuando estuviera de guardia don Roberto Meseguer. Es un reaccionario. Sólo te diré que lo echaron del partido conservador por duro e intransigente. Si pudiera, daría garrote a todos los raterillos de Madrid. Unos desalmados le deshonraron a una hija, ¿sabes? No quieras saber qué fue de aquellos dos desgraciados. En fin, que con esa opción, despídete de volver a ver a tu madre con vida.
Don Armando volvió a hacer una larga pausa.
– ¿Y la otra opción? -dijo el joven semiparalizado por el miedo.
– Ah, la otra opción. Sí, sí… Por cierto, ¿has leído a Lord Byron?
– No. No sé quién es.
– Delicioso. En ocasiones, claro. -El sargento expulsó el humo del cigarro y añadió-: La otra opción es una apuesta personal mía, digamos que te vas a tu casa.
Víctor enarcó las cejas y abrió la boca con asombro. El sargento continuó hablando.
– Te vas a casa y no vuelvo a oír hablar de ti en lo que te queda de vida. ¿Se entiende?
El raterillo asintió.
– Y el lunes a las cinco, te espero en mi domicilio. En la calle de los Lucientes. Tenemos que hablar.
Hubo un silencio.
– De acuerdo. Me quedo con la segunda opción -se apresuró a decir el joven.
– Espera, espera. No corras tanto. Medítalo esta noche en el calabozo. Como comprenderás, tengo que hablar con algunas personas antes de poder soltarte así como así.
– Sí, lo entiendo.
Entonces el sargento pulsó un ruidoso timbre que había sobre la mesa y dijo:
– Ahora, medita chaval, medita. Mañana por la mañana veremos qué camino eliges. ¡Padilla, baje al preso!
Don Armando Martínez salió del despacho y caminó a lo largo del estrecho pasillo. Bajó una angosta escalera y, tras abrir una chirriante puerta, accedió a una cómoda estancia donde los guardias descansaban en las largas noches de invierno al calor del brasero. Dos damas que aguardaban sentadas en la mesa camilla se levantaron al unísono al ver entrar al corpulento policía.
– Hola, cariño -dijo el sargento besando a una de ellas para dirigirse de inmediato a la otra, más avejentada y macilenta. El severo policía la miró compasivo y añadió-: Y usted, doña Ignacia, no se preocupe más. Su hijo no volverá a delinquir, se lo aseguro. Es cosa mía.
Aquella honrada mujer rompió en sollozos. Flaca, con una humilde toquilla sobre los hombros y casi ciega por coser horas y horas en el mal iluminado taller de costura, tomó las manos de don Armando y, tras besárselas, se deshizo en bendiciones para con el curtido sargento y su familia. La madre de Víctor era la viva imagen de la gratitud. No podía dejar de llorar.
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