Por otra parte, el joven halló un guía, un referente que no sólo le ayudó a encaminar su vida del lado de la ley, sino que le transmitió todo lo que había aprendido a lo largo de su experiencia como servidor público. El veterano sargento era un perspicaz conocedor de la psicología del delincuente, y con él aprendió Víctor a juzgar a la gente a simple vista, a leer en sus ojos y en sus gestos como en un libro abierto. No era tan difícil. Al menos, con un buen maestro.
También don Armando contaba al joven historias y sucesos del Madrid antiguo que permitieron a éste descubrir otra ciudad diferente a la que conocía.
Por ejemplo, pasó a ver el mercado de la Cebada de manera distinta: de ser un vivero de pardillos donde sisar una cartera o una bolsa entre la multitud, aquel espacio se convirtió para él en el lugar donde dieron garrote a Luis Candelas. El bandolero por excelencia, el delincuente más querido por los madrileños, famoso por sus golpes audaces, que murió sin haber agredido a nadie, sin haber tirado nunca de navaja y sin haber recurrido a la violencia jamás. Era un tipo peculiar que usaba el cerebro en lugar de los músculos. Víctor tomó buena nota de ello.
O la Cuesta de la Vega, sin ir más lejos, que dejó de ser para el joven un lugar en el que dejar atrás a los guardias menos ágiles que él y más lentos y achacosos, para convertirse en el rincón en el que, según la leyenda, el rey Pedro I el Cruel había desenmascarado con un truco simple y eficaz al verdadero asesino de un noble muy apreciado por él: el monarca se personó en el lugar de los hechos al enterarse y ordenó que nadie tocara el cadáver. Todos los paisanos que pasaban por allí miraban al muerto excepto uno, embozado, que pasó sin siquiera echar un vistazo. «Ahí tenéis al asesino», sentenció el monarca, que ordenó la detención del rufián.
Todas esas cosas le contaba don Armando y él las escuchaba fascinado.
A veces el raterillo se preguntaba cómo había surgido en el sargento el interés por ayudarle. Y es que Víctor no supo hasta mucho tiempo después que su madre cosía algunas tardes de domingo, a ratos, en casa de doña Angustias (ahora un zurcido, ahora una falda o un dobladillo) y que la pobre doña Ignacia había contando sus penas a la esposa de don Armando en más de una ocasión. Y precisamente la intervención de la mujer del policía hizo posible que el ocupado sargento se encargara de dar un buen susto a un audaz jovenzuelo que, la verdad, apuntaba alto en el mundo de la delincuencia.
A veces un destino se tuerce o se endereza ante una encrucijada, y Víctor Ros Menéndez sabía que don Armando los había salvado, a él y a su madre, de una vida de peligro, dolor, prisión y muerte. Y le estaría siempre agradecido por ello. Por eso se sentía huérfano ante la pérdida de aquel hombre. Pese a la distancia, nunca había dejado de pedirle consejo, se carteaban y se contaban sus cosas. Ahora que su madre y don Armando se habían ido, este mundo le parecía más frío y triste, muy triste.
– ¿De vuelta a casa, Ros? -preguntó una voz sacando a Víctor de sus ensoñaciones. El joven policía se puso en pie y estrechó la mano de su interlocutor, Antonio Irún, un antiguo conocido de su época de recadero.
– Don Antonio, no le había visto.
– Apea el tratamiento, hombre. Entre colegas está mal visto. Por cierto, me han dicho que has ascendido a subinspector, ¿no?
– Sí, tuve suerte. ¿Y usted? Perdón, ¿y tú?
– Inspector, estoy en Chamberí. ¿Dónde paras?
– De momento creo que en Sol, en la sede del Ministerio de Gobernación. Allí me conocen y algo me dijeron de una brigada nueva.
Antonio Irún, alto, delgado, de amplio bigote y vestido con traje claro de mil rayas emitió un silbido de admiración.
– ¡Vaya, vaya! ¡Quién lo hubiera dicho de aquel chico de los recados! Aprovecha ahora que tu estrella es ascendente. Avanzas rápido, porque tú andarás por los veinti…
– Veintisiete.
– Buena edad, Ros, veintisiete y subinspector, a mí me costó más quitarme el uniforme. A los treinta y cinco pasé a ir de paisano. Bueno, bueno… Entonces, por lo que veo, te quedas por aquí.
– Eso espero -asintió sonriendo Víctor.
– Nos hace falta gente como tú. ¿Has buscado casa?
– Estoy en una pensión, en la calle de las Huertas.
– Si necesitas algo, ya sabes. Me avisas y te busco otro lugar.
– No, no. Doña Patro, la dueña, parece una buena mujer, tengo un cuarto amplio y bien ventilado, la comida es buena, lavan y planchan bien y estoy a un paso del Paseo del Prado.
– Para pelar la pava, ¿eh?
Víctor rió la ocurrencia de su colega y repuso:
– No, no tengo tiempo para novias ahora.
– Pues aprovecha entonces y diviértete -repuso con expresión picara Irún-. Ya sabes dónde me tienes, si se te ofrece algo, me mandas recado. No hace falta que te insista. He oído hablar maravillas de ti. Ya sabes, de lo de Oviedo.
Víctor bajó la mirada algo avergonzado ante el cumplido.
– Sí, aquello me valió el ascenso. Creo que tuve suerte en aquel trabajo -contestó con modestia.
– Bah, paparruchas. Ya lo decía don Armando: tú llegarás lejos. Te lo digo yo.
Al día siguiente, Víctor Ros Menéndez, flamante subinspector y prometedor miembro del cuerpo de policía, se presentó en las dependencias del Ministerio de Gobernación en la Puerta del Sol. Le asignaron un pequeño despacho que compartiría con Alfredo Blázquez, un veterano inspector. El nuevo compañero de Víctor resultó ser un hombre delgado, menudo y de incipiente calva, de mirada huidiza y bigotillo, que, al parecer, era un sabueso de reconocido prestigio en el cuerpo. Llevaba unas delicadas gafitas de alambre y de su aspecto apocado, sus lentes de gruesos cristales y una vocecilla que apenas le salía del cuerpo se desprendía una injusta imagen de timorato contable venido a menos que no hacía honor a la verdad. La realidad era bien distinta, como Víctor pudo comprobar en cuanto compartió un par de jornadas con su nuevo compañero y superior. Don Alfredo, por su parte, también quedó impresionado por las cualidades de su nuevo colaborador en el mismo momento de conocerse. Años después recordarían el incidente con cariño. Eran las diez de la mañana de un día soleado y hermoso. Al llegar a la oficina, don Alfredo se encontró con un joven sentado en su mesa. El desconocido estaba enfrascado leyendo un maremágnum de papeles que había desparramado sobre su desordenado cubículo y levantó la cabeza sonriendo al verle entrar.
– Vaya, don Alfredo, parece que esta mañana se le han pegado las sábanas.
– ¿Cómo dice? ¡Si llego cinco minutos antes de la hora! -replicó, reparando en que el joven desconocido le había llamado por su nombre.
– ¿Me equivoco entonces en mi apreciación?
– No, no -aceptó don Alfredo Blázquez asombrado-. Pero ¿nos conocemos?
El joven soltó una carcajada.
– Perdóneme, don Alfredo, tiene usted toda la razón. Pensará que soy un mal educado. Mi nombre es Víctor Ros Menéndez, aquí tiene mi tarjeta. Me acabo de incorporar a la brigada y me han comunicado que voy a trabajar con usted. Acabo de llegar del norte y he sido nombrado subinspector.
– Vaya. Entonces usted es el famoso joven que desarticuló la célula radical de Oviedo.
– El mismo -contestó con un aire lánguido en la mirada que don Alfredo no supo si atribuir a la modestia o a un rescoldo de cierta tristeza.
– Se dice que es usted un joven prometedor. Trabajó aquí, ¿no?
– Sí, empecé de botones. Por eso le he reconocido nada más entrar, don Alfredo, es usted una auténtica leyenda en el cuerpo.
– Naderías -dijo Blázquez halagado por el cumplido-. Por cierto, apéame inmediatamente el «usted». Somos compañeros.
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