La racionalidad epistémica comprende la racionalidad referente al conocimiento, ya que todo saber se compone de proposiciones o juicios, los cuales poseen naturaleza lingüística. La racionalidad teleológica tiene que ver con la intencionalidad de la acción y con el consecuente éxito de la acción en el mundo. La racionalidad comunicativa supone el uso racional del lenguaje con el propósito de que se establezca el entendimiento entre los diversos agentes de la comunicación:
Esa racionalidad comunicativa se expresa en la fuerza unificadora de la verbalización orientada al entendimiento mutuo, discurso que garantiza a los parlantes involucrados un mundo de la vida intersubjetivamente compartido y, al mismo tiempo, el horizonte en el interior del cual todos se pueden referir a un único e idéntico objetivo (Habermas, 2004, p. 107).
Es importante destacar que no existen fronteras herméticas entre las diversas racionalidades, pero sí profundos entrelazamientos. Con eso, la razón se expresa en la multiplicidad de sus voces, y el dogma de la separación y del pensamiento diseccionado logra superarse.
El conocimiento pasa a ser entendido a partir de su estructura comunicativa. Ya no se trata de que abordemos la cuestión del conocimiento a partir de la díada sujeto-objeto, como sucedía en la perspectiva del paradigma de la Modernidad, pero sí de “aclarar las relaciones comunicativas entre los sujetos, mediante las cuales ellos se entienden sobre los objetos” (Boufleuer, 2001, p. 60) y, al mismo tiempo, cómo ellos pueden llegar a entenderse sobre algo en el mundo:
En el paradigma del entendimiento recíproco es fundamental la actitud performativa de los participantes de la interacción que coordinan sus planes de acción al entenderse entre sí acerca de algo en el mundo. El ego al realizar un acto de habla y el álter [ego] al tomar posición sobre este contrae una relación interpersonal. Esta está estructurada por el sistema de perspectivas recíprocamente cruzadas de hablantes, oyentes y presentes que no participan de este momento (Habermas, 2002a, p. 414).
La comunidad de los que hablan se constituye en una comunidad epistémica, o sea, es a partir de la cooperación y del habla de unos con los otros que surge el entendimiento posible acerca de algo en el mundo. De este modo, “lo que sabemos sobre el saber nosotros lo sabemos por medio de su vía de manifestación, que es la lengua” (Boufleuer, 2001, p. 64). Con eso, conocer significa saber exponer las razones acerca de algo, demostrando sus condiciones de validez y de aceptabilidad por parte de los integrantes de la comunidad epistémica.
La racionalidad comunicativa, por su carácter dialógico, se contrapone a la racionalidad instrumental, en la cual el sujeto solipsista permanece centrado en sí mismo en el proceso del conocimiento. De este modo, la construcción del conocimiento ocurre de modo procesal y dialógico, teniendo como referencias una comunidad epistémica, en la cual los sujetos interactúan por medio de la lengua y se entienden acerca de algo:
Por “racionalidad” entendemos, ante todo, la disposición de los sujetos capaces de actuar para adquirir y aplicar un saber falible. [...] La razón centrada en el sujeto encuentra su medida en los criterios de verdad y éxito, que regulan las relaciones del sujeto que conoce y actúa según los fines con el mundo de objetos o el estado de cosas posibles. En contrapartida, en cuanto concebimos el saber como algo donde interviene la comunicación, la racionalidad encuentra su medida en la capacidad de orientarse de los participantes responsables de la interacción por las pretensiones de validez que están asentadas en el reconocimiento intersubjetivo. La razón comunicativa encuentra sus criterios en los procedimientos argumentativos de desempeño directos o indirectos de las pretensiones de la verdad proposicional, la justicia normativa, la veracidad subjetiva y la adecuación estética (Habermas, 2002a, p. 437).
Desde ese punto de vista, racional es aquel sujeto de lenguaje y acción que es capaz de expresar fundamentos y justificaciones frente a una posible crítica. Es por eso que ser racional presupone la capacidad de “presentar justificaciones razonables, agregar argumentos aceptables que se transformen en motivos lo suficientemente fuertes” (Bolzan, 2005, p. 85) frente a una situación de embate argumentativo, ya sea en el ámbito cognitivo-instrumental, como en el campo del discurso práctico.
En lo que se refiere a la racionalidad comunicativa, la referencia de toda acción deja de ser el sujeto centrado en sí mismo y pasa a ser la intersubjetividad producida lingüísticamente en la interacción mediante la cual “el ego se encuentra en una relación interpersonal que le permite, desde la perspectiva del alter, referirse a sí mismo como participante de una interacción” (Habermas, 2002a, p. 415).
Actuar comunicativamente implica la posibilidad de establecer entendimiento acerca de algo en el mundo —“entenderse/con alguien/respecto de algo” (Habermas, 2004, p. 107)— coordinar las acciones mediante la interacción intersubjetiva, y vivir procesos de socialización que sirven para formar y mantener las identidades personales.
Socialización e identidad: una nueva forma de entender los procesos de formación del yo
Habermas sostiene que el modelo de la acción comunicativa es la mejor forma de explicar la reproducción social y la formación de los sujetos ya que permite la comprensión de la vida humana como un proceso de estructuración simbólica a partir de las relaciones intersubjetivas expresadas a través del lenguaje.
Si partimos de la base de que la especie humana se mantiene a través de las actividades socialmente coordinadas de sus miembros, y que esa coordinación se debe establecer mediante la comunicación —y en ciertos ámbitos centrales mediante una comunicación enfocada a un consenso—, entonces la reproducción de la especie también requiere el cumplimiento de las condiciones de una racionalidad inherente a la acción comunicativa (Habermas, 2003a, p. 506).
A diferencia de las otras especies animales, el ser humano se desarrolla simbólicamente dando sentido a su propia existencia y a la del mundo que lo rodea. Además de los elementos biológicos y hereditarios, existen elementos simbólicos, culturales y sociales que confluyen en el proceso de humanización.
Cuando nace, el hombre ingresa en un mundo simbólicamente estructurado, donde se contactará con otros humanos y con una cultura específica. De ese contacto, y mediante procesos de aprendizaje, se distingue mientras se socializa.
Los organismos solo se encuadran en la descripción de personas si, y en la medida que estuvieran socializados, o sea, investidos de y estructurados por contextos de significado social y cultural. Las personas son estructuras simbólicas, mientras que el sustrato igual a la naturaleza simbólicamente estructurada, aunque lo experimentemos como nuestro cuerpo y, no obstante, como naturaleza, permanece tan externo en relación con los individuos como la base natural del mundo de la vida en su totalidad, mientras que la naturaleza interna como la externa constituyen fronteras externas —delimitaciones relativas a un entorno— para los individuos socializados y respectivos mundos vivos, estas personas permanecen internamente conectadas —a través de las relaciones gramaticales— a su cultura y sociedad (Habermas, 2002c, pp. 143-144).
De acuerdo con Habermas, para que entendamos los modos de individuación y socialización necesitamos comprender el aprendizaje superando la perspectiva objetivista de la psicología. En este sentido, el artículo de psicología social de Georg Herbert Mead se muestra provechoso, pues para Habermas, “Mead analiza los fenómenos de la conciencia desde el punto de vista de cómo ellos se constituyen en el seno de las estructuras de la interacción mediada por el lenguaje, o mediada por símbolos” (2003b, p. 11).
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